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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (40 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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John tenía esperanzas al respecto.

En lo que no confiaba tanto era en su empresa. El trabajo de investigación de los últimos días había afectado negativamente su presencia en el despacho. Tenía buenos empleados, pero era importante que fuera el jefe quien llevara las riendas y en esos momentos no lo estaba haciendo. Además, estaba el sentimiento de culpa que le provocaba Samson Segal. Debería haber ido a verlo desde hacía tiempo. Lo había dejado más solo que la una y era probable que estuviera cerca de la desesperación. John se sentía responsable de él pero, en lugar de preocuparse de que estuviera bien, estaba jugando a ser detective privado: siguiéndole la pista a una mujer desaparecida y esperando durante horas a que surgiera la oportunidad de avanzar en algún aspecto. La diferencia era que un detective privado de verdad recibía una remuneración por su trabajo, mientras que él, John, estaba dejando de lado completamente la ocupación con la que se ganaba la vida.

Le daba igual. Ya había empezado y pensaba llegar hasta el final.

Alrededor de las cuatro comenzó a haber movimiento de verdad. Los primeros alumnos salieron de la escuela y enseguida los siguió una buena multitud. La que hasta entonces había sido una tranquila calle nevada de repente se volvió irreconocible. Se llenó de las conversaciones, risas y gritos de los niños y jóvenes que pululaban por ella. John salió del coche y miró concentrado a su alrededor. Tenía esperanzas de que Finley no se le escabulliría entre la muchedumbre.

Controlaba al mismo tiempo la calle y los otros coches aparcados cerca de la escuela. No excluía la posibilidad de que el doctor Stanford pudiera personarse para recoger a su hijo. John no pensaba rehuir otra confrontación con él, pero era consciente de que las probabilidades de poder hablar de nuevo a solas con Finley tenderían a cero si Stanford lo sorprendía allí, frente a la escuela. En ese caso estaba seguro de que no lo dejaría solo ni un momento, tal vez incluso contrataría a un guardaespaldas.

Sin embargo, John fue incapaz de verlo por más que lo buscó con la mirada. Tanto mejor. Tarde o temprano, ese hombre tendría que ocuparse de seguir ganando una fortuna.

Finley apareció de forma tan repentina que John estuvo a punto de sobresaltarse. A diferencia de la mayoría de los otros chicos, no salió rodeado de un grupo ruidoso, sino que lo hizo completamente solo. Reconoció a John y se le acercó. Se limitó a mirarlo con calma y naturalidad.

—Hola, Finley —saludó John mientras, de reojo, recorría velozmente una vez más los alrededores. Seguía sin ver al doctor Stanford.

—Hola, señor Burton —dijo Finley—. Mi padre me ha dicho que no vuelva a hablar con usted.

—Sí, ya me lo suponía. Y sé que sería exigirte demasiado pedirte que no le hagas caso. Pero es importante. Se trata de tu madre.

Finley parecía confundido. No es que quisiera hacer lo que su padre le había prohibido explícitamente, pero seguía siendo un niño con unas ganas locas de ver a su madre.

—Pero usted no conoce a mi madre de nada, ¿verdad? —preguntó.

—No —admitió John—. No la conozco. Pero sería importante poder hablar con ella. Sería importante para otra persona a la que sí conozco bien.

Finley se encogió de hombros.

—Es que no sé dónde está.

—¿Tienes alguna foto suya? —preguntó John.

Finley asintió. Se desprendió de la mochila y la dejó sobre la nieve mientras la revolvía. Al final, sacó una foto de un monedero.

—Es esta.

John contempló la fotografía y enseguida constató que se trataba de una mujer atractiva. Una larga melena rubia, los ojos grandes y un rostro de rasgos delicados. Sin embargo, no le pasó desapercibida la expresión atormentada, el miedo que se leía en sus ojos. ¿Signos de una depresión? ¿O se trataba, en cambio, de un temor concreto que estaba envenenando la vida de Liza Stanford?

—Es muy guapa —le comentó John mientras le devolvía la foto.

—Sí —dijo Finley, asintiendo.

—¿Tu padre está trabajando?

—Sí. No vuelve hasta la noche.

—Pensabas volver a casa en autobús, ¿no?

—Sí.

—Si te apetece, te puedo llevar yo a casa. Así podríamos hablar un poco por el camino.

Finley negó enérgicamente con la cabeza.

—No subo al coche de ningún desconocido.

—De acuerdo, haces bien. Pero ¿me permites hablar contigo cinco minutos aquí en la calle?

—Mi autobús sale dentro de diez minutos —advirtió.

—Bien. Finley, supongo que eres consciente de que cuesta comprender que alguien pueda desaparecer de repente sin motivo alguno. Y menos una madre. Eso supone dejar atrás lo que sin duda más quiere en el mundo, es decir, a ti. Una mujer solo haría algo así en caso de estar sometida a una gran presión.

—Sí —afirmó Finley.

—Tu padre le dijo a la policía que tu madre siempre ha sufrido fuertes depresiones. ¿Sabes lo que es una depresión?

—Cuando alguien siempre está muy triste.

—Exacto. ¿Podríamos describir así a tu madre? ¿Podríamos decir que siempre está triste?

—Sí —dijo Finley, muy serio.

John decidió intentarlo de nuevo de otro modo.

—A las personas depresivas a menudo les resulta difícil distinguir cuál es la causa de esa tristeza. En ocasiones se dan cuenta de cuál es el motivo, pero a los demás es posible que nos cueste verlo. Es como si esa tristeza simplemente estuviera allí, como un resfriado o un dolor de garganta. Como una especie de enfermedad. Incluso si en la vida de esa persona parece que todo vaya bien y nos preguntemos: ¿por qué demonios está siempre tan triste? ¿Es ese el caso de tu madre?

Una expresión de incertidumbre se apoderó de los ojos de Finley.

—¿Quiere decir que uno no sabe por qué está triste?

—Sí, eso mismo.

—Pues no, no es el caso —dijo Finley en voz baja. Ya no miraba a John mientras hablaba.

—¿O sea que sabes cuál es el motivo de su tristeza? —insistió John.

Finley asintió.

—¿Y sabes también por qué se ha marchado?

Finley no reaccionó a esa pregunta. Se limitó a mirarse fijamente las botas. John se dio cuenta de que las venas que se le intuían bajo la pálida piel de las sienes le palpitaban débilmente.

—¿Me lo dirás?

Finley negó con la cabeza.

—Es que tal vez me ayudaría a encontrarla.

Los ojos del chico vagaron de un lado a otro. Parecía estar buscando algún tipo de ayuda sin saber qué podía esperar exactamente.

—¿Tus padres se pelean a menudo? —preguntó John.

Estaba claro que a Finley lo que más le apetecía era salir corriendo. John comprendió que no sería capaz de retener al chico ni un minuto más.

De repente, se le ocurrió una idea, el atisbo de una posibilidad para encontrar a Liza, pero para ello necesitaba una información que no llegaría a obtener si seguía presionando al joven.

Optó por cambiar súbitamente de tema.

—¿Qué más haces, aparte de la escuela? —preguntó de forma casual—. Por las tardes, quiero decir. ¿Tienes alguna afición? ¿El rugby? ¿Tocas algún instrumento? ¿Algo?

Finley pareció tan sorprendido como aliviado.

—Los miércoles juego a balonmano. Y los jueves me dan clases de piano.

—¿Que juegas a balonmano? Eso está muy bien. Yo soy entrenador de balonmano de categorías infantiles en mi tiempo libre.

—¿De verdad? —Finley lo miró con admiración.

—Sí, de veras. ¿Juegas bien?

—Más o menos.

—¿Y jugáis aquí, en la escuela?

—Sí.

—Y las clases de piano… ¿también son aquí?

—No. En casa de una profesora privada. Cerca de la estación de metro de Hampstead.

—Ya veo. Supongo que debía de ser tu madre quien te llevaba, ¿no? ¿Y ahora vas solo?

—Sí. Mi padre no tiene tiempo.

—Claro. Finley… gracias por hablar conmigo. Espero que no hayas perdido el autobús por mi culpa.

—Aún hay tiempo —dijo él. Se dio la vuelta para marcharse—. Adiós —murmuró con voz insegura.

—Adiós —se despidió John. Siguió al chico con la mirada. Cuando andaba, lo hacía con los hombros algo echados hacia delante, como alguien que estuviera cargando con un gran peso invisible.

No era un niño feliz en absoluto. No había duda de que lo cuidaban bien, de que no le faltaba nada y en casa seguro que le estaba esperando una enorme habitación repleta de juguetes. Pero era un niño triste, se notaba que se sentía desamparado.

Era casi insignificante, pero John no veía otra posibilidad: si Liza Stanford todavía andaba cerca, intentaría comprobar al menos de vez en cuando cómo estaba su hijo. O simplemente querría verlo para poder sobrellevar de algún modo el hecho de haberse separado de él. Albergaba la esperanza de que Liza buscara de vez en cuando algún lugar por el que supiera que Finley podría aparecer en algún momento determinado, para poder verlo aunque solo fuera de paso. Si tenía suerte, conseguiría reconocerla y luego podría hablar con ella, o seguirla hasta su escondite.

Era una posibilidad, nada más que eso, pero para comprobarla tendría que pasar tardes enteras esperando. No le había preguntado a Finley por los horarios de sus actividades extraescolares para que no le llamara la atención tanta curiosidad. Eso significaba que tenía que montar guardia desde primera hora de la tarde, lo que no resultaría nada cómodo teniendo en cuenta el frío que hacía.

Consultó el reloj. Pensó si valía la pena pasar por el despacho para ver cómo andaban las cosas, pero prefirió hacerlo por teléfono. En lugar de eso iría a ver a Gillian.

4

Christy McMarrow estaba sentada en el despacho del inspector Fielder. El día anterior ya había informado a su jefe acerca de la conversación que había mantenido con Nancy Cox y con la auxiliar de médico de la consulta en la que había trabajado Anne Westley. Fielder había querido intentar ponerse en contacto con la doctora Phyllis Skinner, que había compartido confidencias con Westley.

Y lo había conseguido.

—He hablado con la doctora Skinner por teléfono —dijo Fielder—. Habría preferido ir a verla en persona, pero estaba en cama con una fuerte gripe y no recibía a nadie. Se acuerda de Liza Stanford. Su descripción coincide bastante con la que la auxiliar de médico le dio a usted: ostentosa, arrogante y absolutamente inaccesible. Dice que Anne Westley nunca le había explicado nada acerca de ella, pero que poco después de jubilarse, hace tres años y medio, llamó a su casa, a casa de la doctora Skinner, y le dijo que tenía un problema con la madre de un paciente. De un chico que había sido paciente suyo, mejor dicho, puesto que la doctora Westley por aquel entonces ya llevaba dos o tres semanas sin trabajar. Se refería a Liza Stanford.

—¡Ajá! —exclamó Christy mientras se enderezaba.

Fielder le pidió calma con un gesto de la mano.

—Tampoco es que hayamos avanzado tanto. Esa noche la doctora Skinner se estaba preparando para marcharse de vacaciones al día siguiente y no pudo dedicarle tiempo. Al parecer Anne Westley se dio cuenta de que no había llamado en un buen momento y antes de poder entrar en detalles le propuso que podrían verse con más calma cuando la doctora Skinner hubiera vuelto de sus vacaciones. Pero pocos días después del regreso de Skinner la doctora Westley y su marido tenían previsto celebrar una fiesta para inaugurar la casa que se habían reformado en Tunbridge. Un día antes de la fiesta el marido cayó del tejado, luego ingresó en el hospital, contrajo una pulmonía y murió. En pocas palabras: aquellos trágicos e impactantes sucesos evitaron que Anne Westley pudiera contarle a su colega algo y más adelante ninguna de las dos mujeres volvieron a pensar en ello.

—¿Jamás llegaron a retomar la conversación?

—No, por desgracia no.

—Maldita sea —exclamó Christy con vehemencia.

—Exacto. Pero lamentarnos no nos servirá de nada. Lo máximo que podemos sacar de esa llamada es la conclusión de que Liza Stanford tiene un papel esencial en toda esta historia. La mujer conocía a las dos víctimas y una de ellas había tenido algún tipo de problema con ella. Y encima ahora ha desaparecido. Está implicada en esos casos. No sabemos con exactitud de qué manera y por qué motivo, pero apuesto a que ella tiene la clave de todo esto. O al menos supone una etapa decisiva para desentrañar esa clave.

—Eso significa que debemos encontrarla como sea.

—Sí.

—¿Qué hacemos? ¿Volver a apretarle las tuercas a su marido?

Fielder asintió lentamente.

—Ese tipo es un hueso duro de roer. Se muestra amable y dispuesto a cooperar, pero si no quiere hablar, no dirá nada. Además, tiene los mejores contactos que podamos imaginar.

—Pues seguro que los necesitará.

—No me cabe ninguna duda. Tenemos que ir con cuidado. En cualquier momento podría presentar un recurso jerárquico de queja o algo por el estilo. Y además al más alto nivel.

—Aun así —dijo Christy—, de momento es nuestra única posibilidad.

—Además podríamos intentar convencerlo para que denuncie la desaparición de Liza Stanford y así podríamos emitir una orden de búsqueda.

—Seguro que se mostrará reticente.

—Seguro —admitió Fielder—, sobre todo porque todo cuanto podemos alegar no son más que vagas suposiciones. Nos movemos por terrenos pantanosos. Él afirma que su esposa se ha aislado del mundo debido a una depresión, que lo hace a menudo y que no hay motivos para preocuparse al respecto. Que eso no justifica una orden de búsqueda.

Los dos se quedaron en silencio, deprimidos.

—¿Y qué pasa con Samson Segal? —preguntó Fielder de repente—. ¿Se sabe algo de su paradero?

—Se lo ha tragado la tierra —contestó Christy—. Para mí era el principal sospechoso, pero ahora no lo tengo tan claro. Tal vez no sea más que un chiflado inofensivo que se ha dejado llevar por el pánico ante la posibilidad de que puedan endosarle algo. De algún modo es como si fuera la otra cara de la moneda respecto a alguien como nuestro querido doctor Stanford: en caso de duda no tiene ni idea de qué es lo mejor para él.

—Sería interesante saber si conocía a Stanford.

—No lo menciona en sus anotaciones.

—De todos modos, no podemos excluir esa posibilidad. A él también debemos encontrarlo cuanto antes.

—¿Y John Burton?

—A ese hay que vigilarlo —dijo Fielder—. He solicitado su expediente.

—Señor, no se llegó a ningún procedimiento judicial —objetó Christy. Tenía la impresión de que su jefe necesitaba que se lo recordaran una y otra vez—. ¡Las acusaciones eran insostenibles!

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