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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (42 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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Nunca más. Nunca más volvería a perder la cabeza por una mujer.

A mediodía empezó a sentirse más inquieto. Tenía suficiente trabajo como para pasar el día entero sentado ante su mesa aunque, en realidad, a partir de las tres tenía la intención de ocupar su puesto de guardia frente a la William Ellis School de Highgate, con la esperanza de encontrar a la madre de Finley Stanford rondando por ahí para poder ver a su hijo mientras acudía al entrenamiento de balonmano. La cuestión era si, tal como estaban las cosas, John debía seguir tan implicado en el caso, si le apetecía hacerlo. Hasta entonces el motivo había sido Gillian, el hecho de que estuviera involucrada en aquellos sucesos tan misteriosos y de que pudiera estar en peligro. Ante el giro que habían tomado los acontecimientos, ¿tenía que seguir tan comprometido en algo que apenas le concernía?

Al final, decidió hacerlo de todos modos. Creyó que sería impropio retirarse solo porque se sentía herido.

Llamó al club de balonmano para decirles que estaba muy resfriado y que ni ese día ni en el resto de la semana podría encargarse de los entrenamientos. A continuación se puso la chaqueta, cogió las llaves del coche y salió de la oficina. No se veía gran cosa por culpa de la ventisca.

Sin embargo, a las tres en punto aparcaba frente a la escuela de Finley.

Y esperó, al acecho. La intensa nevada no le facilitó precisamente las cosas.

En algún momento, en algún lugar, la madre de Finley tendría que aparecer.

2

—Bueno —dijo Luke Palm—, realmente la casa está en muy buen estado. Es elegante y acogedora… No he visto ningún problema importante.

Estaban en el comedor. Fuera, empezaba a caer la noche y seguía nevando, no había parado ni un momento desde primera hora de la mañana.

Palm se había fijado en todo y había anotado algunas cosas.

—No hay problema —dijo mientras asentía satisfecho.

Gillian se dio cuenta de lo tensa que estaba. Los comentarios positivos de Palm no consiguieron cambiar en absoluto ese estado de nervios en el que estaba sumida. Todavía no le había contado lo más decisivo y no sabía si Palm ya estaba al corriente. No le había dado a entender que así fuera.

—Hay algo que debo comentarle —dijo ella sin demasiada determinación.

—¿Sí?

—Usted quería saber por qué me vendo la casa y los posibles compradores también se lo preguntarán. Ya le he dicho que mi marido ha muerto y que por ese motivo quiero mudarme para vivir más cerca de mis padres. La verdad es… que no es que simplemente haya muerto. Lo… —no pudo terminar la frase.

—Lo sé —asintió Palm—. Cuando me llamó no acerté a comprenderlo enseguida pero, en cuanto hube pensado en ello un poco, me di cuenta de que su nombre me sonaba. Salió publicado en algún periódico. Lo sé, su marido…

—Murió asesinado. Lo encontré aquí, en el comedor.

Palm miró angustiado a su alrededor.

—Comprendo.

—Sin duda eso desalentará a más de un posible comprador.

—No tenemos por qué mencionarlo —dijo Palm—. Y si alguien lo descubre por sus propios medios y decide retirarse, tampoco es que podamos hacer nada al respecto. Lo que no haremos será explicarlo a la primera de cambio.

Gillian asintió.

—Gracias. Ese era el motivo por el que me decidí a llamarlo a usted cuando buscaba un agente inmobiliario. Pensé que lo comprendería mejor. Porque de algún modo, usted ya… tiene cierta experiencia.

Los dos guardaron silencio, perdidos cada uno en sus propias cavilaciones acerca de lo descabellados que podían llegar a resultar los motivos por los que alguien entra en la vida de otra persona. Palm pensó que era realmente extraño que de la noche a la mañana se hubiera convertido en un agente inmobiliario especializado en casas en las que se había perpetrado algún acto de violencia. Gillian, por su parte, pensaba que pocas semanas antes ella misma habría tomado por loca a cualquier persona que le hubiera profetizado esa situación: que estaría vendiendo su casa para regresar a East Anglia y que para ello habría recurrido a un agente inmobiliario al que no tuviera que explicarle la situación tan especial en la que se encontraba, porque él también había encontrado a la víctima de un asesinato y ya conocía el caos mental que eso significaba.

Ella lo acompañó hasta la puerta, se despidió de él y lo siguió con la mirada, aunque la ventisca se lo tragó antes incluso de que llegara al coche que había aparcado delante mismo de la casa.

Es como si hubieran bajado el telón, pensó ella con un escalofrío.

La mirada de Gillian recayó en el cubo lleno de alpiste que estaba junto a la puerta. Ese día había olvidado por completo rellenar el comedero y tampoco sabía si los pájaros acudirían a comer tras el anochecer, pero como mínimo quería que tuvieran la posibilidad de encontrar algo. Con un suspiro se enfundó las botas, se puso la chaqueta, cogió el cubo y rodeó la casa por encima de la nieve. Entretanto había oscurecido por completo.

No resultaba fácil avanzar con aquel tiempo. Gillian se hundía en la nieve hasta las rodillas. Las botas no le servían prácticamente de nada, los pantalones le quedaron empapados enseguida y después tendría que cambiárselos. Por si eso fuera poco, no veía prácticamente nada. Cuando hubo llegado al comedero y se dio la vuelta, apenas era capaz de reconocer su propia casa. Tan solo divisaba de forma difusa el resplandor de la luz de la cocina.

Llenó el comedero con varios puñados de alpiste y se alegró de haberse acordado, puesto que ya se habían comido todo el que les había echado el día anterior. No habían dejado ni una sola semilla.

Con los dedos entumecidos alrededor del asa del cubo, se dispuso a volver a la casa. Tenía el pelo y la cara llenos de nieve, casi se sentía mareada por la frenética danza de los copos con el viento. Recorrió el sendero que llevaba hasta la casa y respiró aliviada en cuanto hubo llegado a la puerta, de la que salía una luz acogedora, clara y cálida. Parecía que hubiera estado recorriendo el Ártico y no había hecho más que salir al jardín. Cerró la puerta y dejó fuera la nieve, el frío y la oscuridad de la noche.

En el espejo del recibidor contempló el extraño aspecto que presentaba: un gorro de nieve en la cabeza, el pelo húmedo debajo, nieve en los brazos y hombros, y los vaqueros, completamente mojados. Se quitó la chaqueta, se agachó y se desprendió también de las botas. Todo estaba empapado. Se puso de pie de nuevo y lanzó otra mirada fugaz al espejo, en el que le pareció apreciar un movimiento de fondo.

En la cocina.

Durante un par de segundos se quedó absolutamente inmóvil. Había sido una especie de sombra que había pasado en una fracción de segundo. Y no, no se había confundido, había sido muy rápido. Tal vez había sido su propio movimiento al ponerse de pie y lo había percibido como si se hubiera movido otra cosa.

El corazón se le aceleró y empezó a latirle con tanta fuerza que pudo sentirlo con toda claridad.

¿Cuánto tiempo había estado fuera? No habían sido ni cinco minutos. La puerta de la casa había quedado abierta de par en par durante ese tiempo. Si alguien había estado rondando por ahí fuera esperando la oportunidad de entrar, sin duda la habría encontrado: cinco minutos eran suficientes para meterse en una casa con la puerta abierta y esconderse dentro. Para acechar a la mujer que vivía en ella.

De repente tuvo la seguridad de que había alguien ahí. Lo notaba, no estaba sola.

Su primer impulso consistió en llamar a la policía, pero una rápida mirada a su alrededor le bastó para darse cuenta de que el teléfono no estaba en la base de recarga del pasillo. Probablemente lo había dejado en la cocina y si había alguien escondido en ella sería una temeridad atreverse a entrar a buscarlo. ¿Y si salía corriendo a casa de un vecino? «Hola, ¿me permite llamar a la policía desde su casa? Es que he visto una sombra en mi cocina».

Pasaría una vergüenza tremenda si después resultaba que no había nadie en la casa.

Pero ¡sí que hay alguien! ¡Lo oigo respirar!

Apenas pudo contener un sollozo histérico cuando comprendió que era su propia respiración la que estaba oyendo.

Me estoy volviendo loca. ¡Maldita sea! ¡Ni siquiera me atrevo a entrar en mi propia cocina!

Casi paralizada por la indecisión, intentó decidir qué debía hacer. No tenía nada para defenderse si alguien la atacaba.

En cualquier caso, tenía que permanecer cerca de la puerta, puesto que le permitiría escapar si llegaba a ser necesario. Pero ¿pensaba quedarse toda la noche allí? ¿Qué haría si la otra persona tenía los nervios de acero y se limitaba a esperar cuanto fuera necesario hasta que ella cometiera un error?

Tal vez esté delirando, pensó.

Y justo en ese momento se apagaron las luces. En toda la casa. En un instante todo quedó a oscuras.

Gillian lanzó un grito y dejó de contenerse. Abrió la puerta y salió corriendo hacia la oscuridad y la nieve que seguía cayendo, a pesar de no llevar abrigo, ni siquiera botas, puesto que andaba en calcetines. Pero habría corrido incluso descalza. Lo único que deseaba era salir de allí como fuera, alejarse de la trampa mortal en la que se había convertido su casa durante los últimos minutos.

Ya casi había llegado al final del sendero del jardín cuando una sombra apareció frente a ella. Pareció haber surgido de la nada, como si la hubiera estado acechando, para cerrarle el paso. Gillian chocó con aquella figura y empezó a chillar y a golpearla con los puños. Había enloquecido presa del pánico, sentía el flujo de la sangre que le bombeaba en los oídos, luchaba por seguir respirando y por gritar. De repente notó que la agarraban por las muñecas y la obligaban a bajar los brazos.

—¿Qué ocurre, por el amor de Dios? —Era una voz de hombre.

—¡Suélteme! —jadeó Gillian.

—¡Soy yo! ¡Luke Palm! ¿Se puede saber qué ha ocurrido?

Ella dejó de forcejear.

—¿Luke Palm? —gritó el nombre con un tono agudo y estridente. Le pareció como si no fuera su propia voz.

—Creo que he olvidado mi libreta de notas en su casa. Por eso he vuelto. ¡Está temblando de pies a cabeza!

De repente Gillian sintió que perdía la fuerza en los brazos.

—Por favor, suélteme.

Palm le soltó las muñecas con cuidado, por si intentaba golpearlo de nuevo, pero ella era incapaz de seguir moviendo los brazos. Necesitaba las pocas fuerzas que le quedaban para tenerse en pie y no desplomarse sobre la nieve.

—Hay alguien en mi casa —susurró ella. De golpe la habían abandonado las fuerzas, ni siquiera podía hablar en voz alta.

—¿En su casa? ¿Quién?

—No lo sé. Pero hay alguien. Y las luces se han apagado de repente.

—Pero si hemos visto todas las habitaciones y no había nadie.

—He salido a alimentar a los pájaros. Y la puerta estaba abierta. Cuando he vuelto… he visto una sombra en la cocina… —Ella misma se dio cuenta de lo exagerado que sonaba todo aquello. Poco a poco, tanto su respiración como los latidos de su corazón fueron recuperando el ritmo habitual. Notó un frío atroz, tenía los pies helados, hundidos en la nieve, y se dio cuenta de que estaba tiritando de frío.

Palm también se percató de ello.

—Pero si no va abrigada para estar aquí fuera. Vamos, debe volver a casa.

—Pero ahí dentro hay alguien —insistió ella.

—Yo la acompaño —dijo Palm, lleno de coraje.

Gillian avanzó titubeante junto a él hasta la puerta principal. El pasillo estaba a oscuras. Palm buscó a tientas el interruptor de la luz, pero no se encendió.

—Es posible que haya habido un cortocircuito. ¿Tiene usted una linterna por alguna parte?

Gillian había conseguido por fin dejar de temblar de miedo, pero entonces empezaron a castañetearle los dientes debido al frío.

—Sí… en el… cajón de la cómoda… Debajo del espejo… el de arriba del todo…

Hasta cierto punto, a ella los ojos se le habían acostumbrado a la oscuridad y además entraba un tenue hilo de luz procedente de las farolas de la calle. Luke Palm abrió el cajón, encontró la linterna y la encendió.

—¿Dónde ha visto esa sombra?

—En la cocina.

Palm de repente pareció haber perdido las ganas de adentrarse en aquella habitación a oscuras.

—¿La caja de fusibles está en el sótano?

—Sí. Pero ¿está seguro de que quiere bajar?

—Todo será más sencillo si podemos encender las luces.

Bajaron la escalera que llevaba al sótano, uno detrás del otro. Frente a la caja de fusibles se dieron cuenta de que, efectivamente, había saltado el interruptor principal. Palm lo cambió de posición. Una luz clara procedente de arriba, del pasillo, iluminó enseguida el sótano.

—¿Cómo ha podido ocurrir? —preguntó Gillian, desconcertada.

—Ni idea. Algo ha debido de recargar el sistema. Vamos, subamos otra vez.

Una vez arriba, la luz funcionaba en todas las habitaciones. Echaron un vistazo en la cocina. Estaba vacía.

—Creo que aquí no hay nadie —comentó Palm. Para cerciorarse, se dispuso a sacudir la puerta que daba al jardín y soltó una exclamación de sorpresa al ver que se abría—. ¡La puerta no está cerrada! ¿Recuerda usted haberla cerrado con llave?

—No lo sé —reconoció Gillian—. Quiero decir que siempre la cierro, pero tampoco me atrevería a jurarlo.

Palm miró hacia fuera. Había pisadas sobre la terraza que ya empezaban a quedar cubiertas de nuevo por la nieve. No obstante, no le extrañó en absoluto: durante el transcurso de la visita, tanto él como Gillian habían salido fuera.

Él recobró el valor. De repente Gillian se sintió bastante boba. Miraron en el comedor y en el salón, registraron el primer piso y el desván, pero no encontraron a nadie en absoluto.

—Creo que me he comportado como una idiota —dijo Gillian en cuanto hubieron llegado de nuevo al salón—. Realmente creí haber visto un movimiento, pero está claro que no han sido más que imaginaciones mías. Me temo que tengo los nervios de punta.

—No me extraña, después de todo lo que ha ocurrido en esta casa. Con lo que tuvo que pasar usted aquí… cualquiera podría volverse loco. No se haga tantos reproches.

Estaban uno frente al otro. Gillian se fijó en el labio partido de Luke Palm.

—¿He sido yo? —preguntó consciente de su culpa.

Palm se pasó el dedo índice por la boca y al principio se sobresaltó un poco, pero luego sonrió.

—No se le da mal el boxeo.

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