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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Una campaña civil (4 page)

BOOK: Una campaña civil
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Pym frunció juiciosamente los labios, como si estuviera considerando si formaba parte de sus deberes como ayudante acicatear el gusto de su señor por el teatro callejero. Finalmente dijo, cauto:

—Si puedo hablar por el servicio, creo que preferiríamos presentar nuestra mejor imagen. Dadas las circunstancias.

—Oh. Muy bien.

Miles guardó silencio unos instantes, mientras contemplaba a través del dosel las abarrotadas calles de la ciudad, el Distrito Universitario que dejaban atrás al internarse en los laberintos de la Ciudad Vieja de regreso a la mansión Vorkosigan. Cuando volvió a hablar, el humor maníaco había desaparecido de su voz, ahora más tranquila y sombría.

—La recogeremos mañana a las doce. Tú conducirás. Siempre conducirás cuando la señora Vorsoisson o su hijo estén abordo. Considéralo uno de tus deberes a partir de ahora.

—Sí, mi señor —dijo Pym, y añadió de manera cuidadosa y lacónica—: Será un placer.

El problema de los ataques era el último recuerdo que el capitán de SegImp Miles Vorkosigan había traído a casa después de una década de misiones militares. Había tenido suerte de salir con vida de la criocámara, y con la mente intacta; Miles era plenamente consciente de que a muchos no les iba tan bien. Tuvo suerte de recibir la baja médica y no ser enterrado con honores por su servicio al Emperador, el último de su glorioso linaje, o haberse visto reducido a algún tipo de existencia animal o vegetativa. El estimulador de ataques distaba mucho de ser una cura, aunque se suponía que impedía que éstos se declararan de manera aleatoria. Miles conducía, y pilotaba su volador… pero únicamente cuando iba solo. Nunca llevaba pasajeros. Los deberes de Pym habían aumentado para cubrir la asistencia médica; ya había sido testigo de suficientes ataques de Miles para agradecer este desacostumbrado estallido de tranquilidad.

Miles hizo una mueca. Al cabo de un momento, preguntó:

—¿Cómo llegaste a cazar a Ma Pym en los viejos tiempos, Pym? ¿Presentaste tu mejor imagen?

—Han pasado casi dieciocho años. Los detalles se han vuelto un poco confusos. —Pym sonrió un poquito—. Era sargento mayor entonces. Había hecho el curso inicial de SegImp, y me asignaron a la seguridad del Castillo Vorhartung. Ella era empleada de los archivos. Pensé que ya no era un niño, que era hora de sentar la cabeza… aunque no estoy seguro de que no sea algo que me hiciera pensar ella, porque dice que fue quien me echó primero el ojo.

—Ah, un tipo guapetón de uniforme, ya veo. Pasa siempre. Entonces, ¿por qué decidiste renunciar al Servicio Imperial y solicitar un cargo con el conde-mi-padre?

—Eh, me pareció un progreso adecuado. Nuestra hijita llegó entonces, yo estaba terminando mis veinte años de servicio, y tenía que decidir si continuar enrolado o no. La familia de mi esposa estaba aquí, y sus raíces, y a ella no le apetecía demasiado seguir al regimiento cargada de niños. El capitán Illyan, que sabía que yo había nacido en el Distrito, fue lo suficientemente amable para darme el soplo de que su padre de usted tenía una plaza entre sus hombres. Y me recomendó, cuando me atreví a solicitarla. Supuse que estar al servicio de un conde sería un trabajo más tranquilo, adecuado para un padre de familia.

El vehículo llegó a la mansión Vorkosigan; el cabo de SegImp de guardia les abrió las verjas, y Pym se dirigió a la cochera y abrió el dosel.

—Gracias, Pym —dijo Miles, y vaciló—. Una cosita. Dos.

Pym hizo el esfuerzo de parecer atento.

—Cuando tengas oportunidad de hablar con los lacayos de otras casas… agradecería que no mencionaras a la señora Vorsoisson. No quiero que sea objeto de chismorreos molestos, y, um… ella no es asunto de nadie y de sus hermanos, ¿eh?

—Un lacayo leal no chismorrea, señor —dijo Pym, estirado.

—No, por supuesto que no. Lo siento. No quería dar a entender… um, lo siento. Bueno. La otra cosa. Tal vez sea culpable de hablar demasiado, ya ves. No estoy cortejando a la señora Vorsoisson.

Pym trató de parecer adecuadamente neutral, pero una expresión de confusión asomó a su cara.

—Quiero decir, no formalmente —se apresuró a decir Miles—. Todavía no. Ella ha… lo ha pasado muy mal, últimamente, y es un poco… difícil. Cualquier declaración prematura por mi parte me temo que acabe en desastre. Es una cuestión de tiempo. La palabra clave es discreción, ¿entiendes lo que quiero decir?

Pym trató de ofrecer una sonrisa discreta pero animosa.

—Sólo somos buenos amigos —reiteró Miles—. Bueno, vamos a serlo.

—Sí, milord. Comprendo.

—Ah. Bien. Gracias.

Miles bajó del vehículo, y mientras se dirigía a la casa añadió por encima del hombro:

—Búscame en la cocina cuando hayas guardado el coche.

Ekaterin se encontraba en mitad del trozo despejado de hierba con la cabeza llena de jardines.

—Si se excava aquí —señaló—, y se apila en ese lado, se ganaría suficiente pendiente para hacer un salto de agua. Un pequeño muro allí, también, para amortiguar el ruido de la calle y ampliar el efecto. Y el caminito curvándose…

Se dio la vuelta y encontró a lord Vorkosigan observándola, sonriente, las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones grises.

—¿O preferiría usted algo más geométrico?

—¿Cómo dice? —parpadeó él.

—Es una cuestión estética.

—Yo, uh… la estética no es precisamente mi especialidad —confesó apenado, como si aquello fuera algo que la mujer no hubiera advertido anteriormente.

Ella esbozó con las manos la pieza proyectada, tratando de formar la estructura en el aire.

—¿Quiere una ilusión de espacio natural, Barrayar antes de que el hombre la tocara, con agua surgiendo de rocas y un arroyo, un paisaje agreste al fondo… o algo más metafórico, con las plantas barrayaresas en los huecos de estas fuertes líneas humanas, probablemente dentro de hormigón? Se pueden hacer cosas realmente maravillosas con agua y hormigón.

—¿Qué es mejor?

—No es cuestión de mejor o peor. Es cuestión de lo que se intenta decir.

—No lo había considerado una declaración política. Lo consideraba un regalo.

—Si es su jardín, será visto como una declaración política, lo pretenda usted o no.

Él esbozó una semisonrisa mientras lo asimilaba.

—Tendré que pensar en eso. Pero ¿no tiene ninguna duda de que podría hacerse algo con este sitio?

—Oh, ninguna.

Los dos árboles terrestres, al parecer clavados en el terreno un poco al azar, tendrían que desaparecer. El viejo arce estaba podrido y no sería una gran pérdida, pero el joven roble estaba sano… quizá pudieran trasplantarlo. La capa superior del suelo terraformado también debería salvarse. Las manos de Ekaterin se retorcían de ganas de empezar a cavar allí y ahora.

—Es extraordinario encontrar un lugar así en medio de Vorbarr Sultana.

Al otro lado de la calle, un edificio de oficinas comerciales se alzaba una docena de pisos. Por fortuna, daba al norte y no quitaba mucha luz. El sonido de los ventiladores de los vehículos de tierra era un contrapunto continuo a lo largo del lugar donde ella colocaba mentalmente su muro. Al otro lado del parque ya había una gran muralla de piedra rematada de picas de hierro; las copas de los árboles situados más allá ocultaban a medias la gran mansión que ocupaba el centro del solar.

—La invitaría a sentarse mientras me lo pienso —dijo lord Vorkosigan—, pero SegImp no puso bancos: no querían animar a la gente a colarse en la residencia del Regente. Supongamos que ejecuta ambos diseños en su comuconsola y me los trae para que los revise. Mientras tanto, ¿nos acercamos a la casa? Creo que mi cocinera tendrá preparado pronto el almuerzo.

—Oh… muy bien —dirigiendo sólo una mirada más a las fascinantes posibilidades, Ekaterin dejó que se la llevara.

Cruzaron el parque. En la esquina de la muralla gris de la entrada principal de la mansión Vorkosigan, una garita de hormigón ofrecía refugio a un guardia vestido con el uniforme verde de Seguridad Imperial. Abrió la verja de hierro para el pequeño lord Auditor y su invitada, y los vio atravesarla, intercambiando un breve saludo formal por el semisaludo de agradecimiento de Vorkosigan, y le sonrió amablemente a Ekaterin.

La sombría piedra de la mansión se alzó ante ellos, tres pisos de altura en dos alas principales. Lo que parecían docenas de ventanas los observaron. El corto semicírculo del camino de acceso recorría un saludable y vistoso jardín de hierba verde hasta llegar a un pórtico que protegía unas puertas dobles de madera tallada, flanqueadas por estrechos ventanales.

—La mansión Vorkosigan tiene doscientos años. Fue construida por mi tatara-tatarabuelo, el séptimo conde, en un momento de desacostumbrada prosperidad familiar que terminó, entre otras cosas, con la construcción de la mansión —le dijo lord Vorkosigan alegremente—. Sustituyó una deteriorada fortaleza del clan en la vieja zona de Caravanserai, y supongo que justo a tiempo.

Extendió la palma de la mano hacia una lectora, pero las puertas se abrieron en silencio antes de que pudiera tocarla. Miles alzó las cejas e invitó a Ekaterin a pasar al interior.

Dos soldados vestidos con la librea marrón y plata de los Vorkosigan estaban firmes, flanqueando la entrada a un vestíbulo de losas blancas y negras. Un tercer hombre con librea, Pym, el alto conductor a quien ella había conocido cuando Vorkosigan fue a recogerla, acababa de retirarse del panel de control de seguridad de la puerta, también él se puso firmes ante su señor. Ekaterin se sorprendió. En Komarr, no le había dado la impresión de que Vorkosigan mantuviera las viejas formalidades Vor hasta ese punto. Aunque los soldados no eran totalmente formales: en vez de adoptar una expresión pétrea, sonreían, de manera amistosa y casi agradecida.

—Gracias, Pym —dijo Vorkosigan automáticamente, y se detuvo. Tras mirarlos un momento con expresión intrigada, añadió—: Creía que te correspondía turno de noche, Roic. ¿No deberías estar durmiendo?

El más alto y más joven de los guardias se estiró aún más en su posición de firmes y murmuró:

—Milord.

—Milord no es una respuesta. Milord es una evasiva —dijo Vorkosigan, en tono más de observación que de censura. El guardia se aventuró a mostrar una tímida sonrisa.

Vorkosigan suspiró, y se dio la vuelta.

—Señora Vorsoisson, permítame presentarle al resto de los soldados Vorkosigan que me sirven: el soldado Jankowski y el soldado Roic. La señora Vorsoisson.

Ella los saludó con un movimiento de cabeza, y ellos respondieron, murmurando:

—Señora Vorsoisson.

—Es un placer, señora.

—Pym, puedes decirle a Ma Kosti que estamos aquí. Gracias, caballeros, eso será todo —añadió Vorkosigan, con particular énfasis.

Con más sonrisitas tímidas, los hombres se perdieron pasillo abajo. La voz de Pym comentó:

—Veis, qué os dije…

Fuera cual fuese la explicación que dio a sus camaradas, se perdió rápidamente en la distancia, hasta convertirse en un murmullo ininteligible.

Vorkosigan se frotó los labios, recuperó su cordialidad de anfitrión, y se volvió de nuevo hacia ella.

—¿Le gustaría dar un paseo por la casa antes de almorzar? Mucha gente la considera de interés histórico.

Personalmente, ella pensaba que sería absolutamente fascinante, pero no quería parecer una turista de ojos saltones.

—No deseo molestarlo, lord Vorkosigan.

La boca de él mostró una mueca de preocupación y enseguida volvió a sonreír.

—No hay problema. De hecho, será un placer —su mirada se volvió extrañamente intensa.

¿Quería que ella dijera que sí? Tal vez estaba muy orgulloso de sus posesiones.

—Entonces gracias. Me gustaría mucho.

Fue la respuesta adecuada. Su alegría regresó de sopetón, y de inmediato la condujo hacia la izquierda. Una formal antesala daba paso a una maravillosa biblioteca que se extendía hasta el fondo del ala; ella tuvo que meterse las manos en los bolsillos de la chaquetilla para impedir que se lanzaran sobre los viejos libros impresos y encuadernados en cuero que cubrían la sala del suelo hasta el techo. Él la condujo a través de unas puertas de cristal que había al fondo y la hizo cruzar un jardín trasero donde varias generaciones de sirvientes habían dejado muy poco espacio para cualquier tipo de mejora. Ekaterin pensó que podría meter los brazos hasta el codo en el suelo de plantas perennes. Al parecer decidido a ser concienzudo, él la condujo al lugar donde las alas de la mansión se cruzaban y la hizo bajar hasta una enorme bodega llena de los productos de varias granjas del Distrito Vorkosigan. Pasaron a través de un garaje en el subsótano. El brillante vehículo blindado estaba allí, y también había un volador rojo en un rincón.

—¿Es suyo? —preguntó ella animosamente, mientras indicaba el volador.

La respuesta de él fue inusitadamente breve.

—Sí. Pero ya no lo piloto mucho.

Oh. Sí. Sus ataques
. Se habría dado una patada, por tonta. Temiendo que cualquier intento de disculparse sólo empeorara las cosas, lo siguió mientras atajaban por un enorme y oloroso complejo de cocinas. Allí Vorkosigan le presentó formalmente a su famosa cocinera, una mujer madura llamada Ma Kosti, quien sonrió a Ekaterin de oreja a oreja y cortó de cuajo los intentos de su señor por probar el almuerzo que estaba preparando. Ma Kosti dejó claro que consideraba que sus enormes dominios estaban infrautilizados: pero ¿cuánto podía comer un hombre bajito, después de todo? Había que decirle que trajera más compañía; espero que vuelva usted pronto, y a menudo, señora Vorsoisson.

Ma Kosti los puso benignamente de nuevo en camino, y Vorkosigan condujo a Ekaterin a través de una sorprendente sucesión de formales recibidores hasta regresar al vestíbulo.

—Ésas son las zonas públicas —le dijo—. La primera planta es mi territorio.

Con entusiasmo contagioso, la guió por las escaleras para mostrarle una suite de habitaciones que, según aseguró, habían sido utilizadas una vez por el famoso general conde Piotr en persona, y que ahora eran las suyas. Se aseguró de recalcar la excelente vista a los jardines que había desde el saloncito de la suite.

—Hay otras dos plantas, más los desvanes. Los desvanes de la mansión Vorkosigan son algo digno de contemplar. ¿Le gustaría verlos? ¿Hay algo en concreto que le gustaría ver?

—No sé —dijo ella, un poco abrumada—. ¿Creció usted aquí?

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