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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

Afortunada (3 page)

BOOK: Afortunada
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Un policía se hizo cargo de la situación.

—Apartaos —dijo a mis compañeros, curiosos—. Acaban de violar a esta chica.

Salí a la superficie lo suficiente para oír brotar aquellas palabras de sus labios. Yo era aquella chica. La onda expansiva empezó en los pasillos. Los camilleros me bajaron por la escalera. Las puertas de la ambulancia estaban abiertas. Una vez dentro, mientras nos poníamos en marcha a toda prisa, con las sirenas aullando, hacia el hospital, me permití venirme abajo. Me refugié en algún lugar dentro de mí, acurrucada y lejos de lo que estaba ocurriendo.

Me llevaron corriendo a través de las puertas de la sala de urgencias hasta una sala de reconocimiento. Un agente de policía entró mientras la enfermera me ayudaba a desvestirme para ponerme la bata del hospital. A ella no le gustó ver al agente allí, pero éste desvió la mirada y pasó una hoja en blanco de su bloc de notas.

No pude evitar pensar en las películas policíacas de la televisión. La enfermera y el agente discutieron sobre mí cuando él empezó a hacer preguntas y a coger mi ropa como prueba mientras ella me limpiaba la cara con alcohol y me prometía que enseguida llegaría el médico.

Recuerdo a la enfermera mejor que al agente. Utilizó su cuerpo como un escudo entre nosotros. Mientras él reunía pruebas preliminares —mi sencilla explicación de lo ocurrido—, ella me hablaba y recogía muestras.

—Debes de haberle hecho sudar —comentó. Y mientras recogía lo que me había sacado raspando de debajo de las uñas, añadió—: Estupendo, tienes un trozo de él.

Llegó la médico, una ginecóloga, la doctora Husa.

Empezó a explicar lo que iba a hacer mientras la enfermera se llevaba al policía. Me tendí en la camilla. Iba a inyectarme Demerol a fin de que me relajara lo suficiente para que pudiera recoger pruebas. Era posible que me entraran ganas de orinar. Debía contenerme, me dijo, porque podía estropear el cultivo de mi vagina y destruir las pruebas que necesitaba la policía.

Se abrió la puerta.

—Hay alguien aquí que quiere verte —dijo la enfermera.

Por alguna razón pensé que sería mi madre y me entró el pánico.

—Una tal Mary Alice.

—¿Alice? —Oí la voz de Mary Alice. Débil, asustada, controlada.

Me cogió la mano y yo se la apreté con fuerza.

Mary Alice era guapa —rubia natural con unos preciosos ojos verdes— y aquel día en particular me recordó a un ángel.

La doctora Husa nos dejó hablar un momento mientras preparaba el instrumental.

Mary Alice, como todos los demás, había estado bebiendo mucho en una fiesta de fin de curso de una fraternidad cercana.

—Luego no digas que no sé quitarte una borrachera —dije. Y me eché a llorar.

Dejé que me brotaran las lágrimas mientras ella me ofrecía lo que yo más necesitaba, una pequeña sonrisa en respuesta a mi broma. Fue lo primero de mi vida anterior que reconocí al otro lado. La sonrisa de mi amiga horriblemente cambiada y marcada. No fue espontánea ni abierta, ni nacida de una tontería como habían sido nuestras sonrisas durante todo el año, sino una sonrisa para consolarme. Ella lloró más que yo; se le hinchó la cara y le aparecieron manchas rojas. Me explicó cómo Diane, que, al igual que Mary Alice, medía casi metro ochenta, había poco menos que levantado del suelo al menudo ayudante de seguridad para sonsacarle dónde estaba yo.                            

—No quería decírselo a nadie aparte de a tu compañera de habitación, pero Nancy se había desmayado.

Sonreí al imaginarme a Diane y Mary Alice levantando al ayudante de seguridad, y a éste moviendo frenético los pies en el aire como un policía de
Keystone Kops.

—Estamos preparadas —dijo la doctora Husa.

—¿Vas a quedarte conmigo?

Lo hizo.

La doctora Husa y la enfermera trabajaron juntas. De vez en cuando tenían que masajearme los muslos. Les pedí que me explicaran lo que hacían. Quería saberlo todo.

—Esto es distinto de un reconocimiento corriente —dijo la doctora—. Necesito tomar muestras para reunir pruebas de la violación.

—Son pruebas para poder coger a ese pervertido —explicó la enfermera.

Me pasaron un peine por el pubis para recoger los pelos sueltos que pudiera haber, me cortaron un poco de vello púbico y me tomaron muestras de sangre, semen y flujo vaginal. Cuando hice una mueca de dolor, Mary Alice me apretó la mano con más fuerza. La enfermera trató de darle conversación, preguntó a Mary Alice en qué se había especializado en la universidad, me dijo que tenía suerte de tener una buena amiga, dijo que el hecho de que me hubieran golpeado de aquella manera haría que la policía me escuchara con más atención.

—Hay tanta sangre... —la oí decir preocupada.

Mientras me pasaban el peine por el pubis, la doctora Husa dijo:

—¡Tenemos un pelo de él!

La enfermera sostuvo la bolsa de las pruebas abierta y la doctora dejó caer el pelo dentro.

—¡Magnífico! —exclamó.

—Alice —dijo la doctora Husa—, vamos a dejarte orinar, pero luego tendré que darte unos puntos.

La enfermera me ayudó a sentarme y me puso una cuña debajo. Oriné tanto rato que la enfermera y Mary Alice lo comentaron y se rieron cada vez que creían que había acabado. Cuando terminé, lo que vi fue una cuña llena de sangre, no de orina. La enfermera la tapó rápidamente con el papel que cubría la camilla.

—No hay necesidad de que lo mires.

Mary Alice me ayudó a tumbarme de nuevo.

La doctora Husa se dispuso a darme los puntos.

—Estarás dolorida unos días, tal vez una semana —dijo—. Deberías hacer reposo, si es posible.

Pero yo no podía pensar en días o semanas. Sólo podía concentrarme en el siguiente minuto y esperar que con cada uno que pasara mejoraría, que poco a poco todo aquello desaparecería.

Le pedí a la policía que no llamara a mi madre. Ignoraba cuál era mi aspecto y creía que podría ocultarles la violación a ella y a mi familia. Mi madre sufría ataques de pánico en un embotellamiento; estaba segura de que mi violación la destrozaría.

Después del examen vaginal me llevaron en camilla a una sala blanca. Aquella habitación se utilizaba para guardar grandes e increíbles máquinas de respiración artificial, todas brillantes, de acero inoxidable y fibra de vidrio inmaculado. Mary Alice había vuelto a la sala de espera. Me fijé en las máquinas, en lo limpias y nuevas que parecían; era la primera vez que me quedaba sola desde que se había puesto en marcha mi rescate. Estaba tumbada en la camilla, desnuda bajo la bata del hospital, y tenía frío. No estaba segura de por qué estaba allí, junto a aquellas máquinas. Pasó mucho tiempo hasta que vino alguien.

Era una enfermera. Le pregunté si podía tomar una ducha en la que había en un rincón. Consultó una hoja sujeta a una tablilla que colgaba del extremo de la camilla y que yo no había visto. Me pregunté qué diría de mí e imaginé la palabra VIOLACIÓN, en grandes letras rojas, escrita en diagonal a lo largo de la hoja.

Me quedé inmóvil, sin respirar apenas. El Demerol hacía todo lo posible por relajarme pero me sentía todavía sucia y me resistía. Cada palmo de mi piel me picaba y me escocía. Quería desprenderme de él. Quería ducharme y frotarme la piel hasta dejarla en carne viva.

La enfermera me dijo que esperábamos al psiquiatra de guardia, y luego salió de la habitación. Sólo habían transcurrido quince minutos —pero con la sensación de suciedad que se iba apoderando de mí se me hicieron muy largos—cuando un psiquiatra entró apresuradamente en la sala.

Pensé, incluso entonces, que aquel médico necesitaba más que yo el Valium que me recetó. Estaba exhausto. Recuerdo haberle dicho que conocía el Valium y que no necesitaba explicarme nada.

—Te tranquilizará —dijo él.

Mi madre había sido adicta al Valium cuando yo era pequeña. Nos había sermoneado a mi hermana y a mí sobre las drogas, y al hacerme mayor entendí su miedo: que me emborrachara o me colocara y perdiera mi virginidad con algún chico torpe. Pero en aquellos sermones siempre veía a mi madre, llena de vida, apagada de algún modo, menguada, como si hubieran cubierto con una gasa sus afilados bordes.

Yo no podía ver el Valium como la droga benigna que el médico daba a entender. Se lo dije, pero él no me hizo ni caso. Cuando se marchó de la sala, hice lo que casi inmediatamente había sabido que haría y arrugué la receta para echarla a la papelera. Fue una sensación agradable. Una especie de «a la mierda», para que nadie pudiera correr un velo sobre lo que yo había sufrido. Incluso entonces creí saber lo que podría pasar si dejaba que la gente cuidara de mí. Desaparecería. Nunca más sería Alice, fuera lo que fuese.

Entró una enfermera y me dijo que podía llamar a otra de mis amigas para que me ayudara. Con los analgésicos iba a necesitar a una enfermera o a alguien que me ayudara a mantener el equilibrio en la ducha. Yo quería que fuera Mary Alice, pero no quería ser egoísta, de modo que pregunté por Tree, la compañera de habitación de Mary Alice, que era otra de nuestro grupo de seis.

Esperé y, mientras lo hacía, traté de pensar en lo que podía decirle a mi madre, algo que explicara por qué estaba tan soñolienta. No podía saber, a pesar de las advertencias de la médico, lo dolorida que estaría a la mañana siguiente, o que un elegante entramado de cardenales aparecería por mis muslos y pecho, en la parte inferior de mis antebrazos y alrededor de mi cuello, en los que, unos días después, en mi habitación de casa, empezaría a distinguir las señales de la presión de los dedos de mi violador en mi cuello: una mariposa hecha con dos pulgares unidos en el centro y los demás dedos aleteando alrededor de mi cuello. «Voy a matarte, zorra. Calla. Calla. Calla.» Cada repetición acompañada de un golpe de mi cráneo contra el ladrillo, cada repetición cortando cada vez más la llegada de oxígeno a mi cerebro.

La cara de Tree y el gritito sofocado que dio deberían haberme advertido que no podría ocultar la verdad. Pero se recuperó rápidamente y me ayudó a llegar hasta la ducha. Se sentía incómoda conmigo: ya no era como ella, sino diferente.

Creo que si sobreviví a aquellas primeras horas que siguieron a la violación fue gracias a mi creciente obsesión por cómo evitar decírselo a mi madre. Convencida de que la destrozaría, dejé de pensar en lo que me había pasado a mí y me preocupé por ella. Mi preocupación se convirtió en mi salvavidas. Me aferré a él mientras perdía y recobraba el conocimiento camino del hospital, mientras me daban los puntos después del examen vaginal y mientras el psiquiatra me recetaba las mismas pastillas que habían dejado atontada a mi madre años atrás.

La ducha estaba en un rincón de la habitación. Yo caminaba como una anciana que se tambalea y Tree me sostenía. Me concentré en mantener el equilibrio y no me miré en el espejo que había a mi derecha hasta que levanté la vista y estuve casi delante de él.

—Alice, no lo hagas —dijo Tree.

Pero yo estaba fascinada, como lo estuve de niña al ver una pieza expuesta en una sala tenuemente iluminada del Museo de Arqueología de la Universidad de Pensilvania. La habían llamado Blue Baby, una momia con la cara destrozada y el cuerpo de un niño que había muerto hacía siglos. Vi en ella una semejanza: yo era una niña como lo había sido Blue Baby.

Vi mi cara en el espejo. Me llevé una mano a las marcas y cortes. Ésa era yo. Había algo innegable: ninguna ducha se llevaría los rastros de la violación. No tenía más remedio que decírselo a mi madre. Ella tenía demasiado sentido común como para creer cualquier historia que pudiera inventar. Trabajaba para un periódico y se jactaba de que era imposible engañarla.

Era una ducha pequeña con baldosas blancas. Pedí a Tree que abriera el grifo.

—Lo más caliente que puedas —dije.

Me quité la bata de hospital y se la di.

Tuve que agarrarme del grifo y de una barra que había en un lado de la ducha para sostenerme. Aquello me impedía frotarme. Recuerdo que le comenté a Tree que me gustaría tener un cepillo de alambre pero que ni siquiera eso sería suficiente.

Ella corrió la cortina y yo me quedé allí, dejando que el agua cayera sobre mí.

—¿Puedes ayudarme? —pregunté.

Tree descorrió un poco la cortina.

—¿Qué quieres que haga?

—Me da miedo caerme. ¿Podrías coger el jabón y ayudarme a lavarme?

Ella alargó una mano a través del agua y cogió la gran pastilla cuadrada de jabón. Me la pasó por la espalda con cuidado de no tocarme con la mano. Volví a oír las palabras del violador —«la peor zorra»—, como las volvería a oír durante años cada vez que me desvestía delante de otras personas.

—Olvídalo —dije, incapaz de mirarla—. Ya lo hago yo. Vuelve a dejar el jabón en su sitio.

Ella así lo hizo y corrió la cortina antes de marcharse.

Me senté en la ducha. Cogí una de esas toallitas que se utilizan a modo de esponja y la enjaboné. Me restregué con fuerza bajo un agua tan caliente que se me quedó la piel enrojecida. Lo último que hice fue llevarme la toallita a la cara y con las dos manos frotármela una y otra vez, hasta que los cortes y la sangre la dejaron rosada.

Después de la ducha caliente me vestí con la ropa que Tree y Diane habían seleccionado a toda prisa entre las pocas prendas limpias que encontraron en mi habitación. Se habían olvidado la ropa interior, de modo que no tenía ni sujetador ni bragas. Lo que tenía era unos vaqueros de mis tiempos de instituto en los que había bordado flores y había cosido intrincados parches hechos a mano cuando se me habían rasgado las rodillas: largas tiras de estampado de cachemir y terciopelo verde. Mi abuela los había llamado mis pantalones de «rebelde». Encima me puse una fina camisa a rayas rojas y blancas. Me dejé la camisa por fuera, esperando tapar lo más posible los vaqueros.

El calor de la ducha junto con el Demerol tuvieron el efecto de dejarme grogui durante el trayecto en coche a la comisaría. Recuerdo haber visto a la consejera residente, una estudiante de segundo año llamada Cindy, frente a la puerta de seguridad de la tercera planta de la comisaría, llamada edificio de Seguridad Pública. Yo no estaba preparada para ver a alguien con una cara radiante, con aquel aspecto de alumna de colegio mixto tan típicamente americana.

Mary Alice se quedó fuera con Cindy mientras los agentes me hacían cruzar una puerta de seguridad. En el interior encontré a un detective vestido de paisano. Era bajo, con el pelo negro y tirando a largo. Me recordó a Starsky de
Starsky y Hutch,
parecía diferente de los otros policías. Fue amable conmigo, pero acababa su turno. Debía relevarlo el sargento Lorenz, que aún no había llegado a la comisaría.

BOOK: Afortunada
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