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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

Afortunada (7 page)

BOOK: Afortunada
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Yo me esforzaba por no hacer ruido por la casa. Mientras los tres leían o trabajaban, me mantenía ocupada. Hacía experimentos preparando comida de formas extrañas: almacenaba gelatina Jell-O y la preparaba debajo de mi cama de cuatro columnas, o trataba de hacer arroz en el deshidratador del sótano. Mezclaba los perfumes de mi madre y de mi padre en pequeños frascos para crear nuevos aromas. Dibujaba. Llevaba cajas a un espacio en el sótano al que sólo podía accederse a gatas y me pasaba horas sentada en aquel oscuro agujero de cemento con las piernas dobladas. Jugaba a juegos histriónicos con Ken y Barbie en los que Barbie, a los dieciséis años, se había casado, dado a luz y luego divorciado de Ken. En el simulacro de juicio, en un juzgado hecho con un cartel recortado, Barbie explicaba sus motivos para divorciarse: Ken no la tocaba.

Pero me aburría. Horas y horas de «buscar formas de entretenerme» dieron paso a urdir pequeñas intrigas. Los bassets, sin saberlo, eran a menudo mis ayudantes. Como todos los perros, fisgoneaban entre la basura y debajo de las camas. Se llevaban trofeos: ropa maloliente, calcetines sucios, envases de comida abandonados, lo que fuera. Cuanto más les gustaba algo más luchaban por conservarlo, y lo que más les gustaba, con una pasión animal que da sentido a la frase, eran las grandes compresas desechadas de mi madre. Los bassets y las compresas eran como un matrimonio por amor. No había forma de hacer entender a
Feijoo
y
Belle
que esos artículos en particular no eran para ellos. Estaban locos por ellos.

¡Ah, y qué escena tan encantadora seguía! No era tarea de una o dos personas, era la casa entera que vociferaba. El «horror» que suscitaba ponía histérico a mi padre y hacía que mi madre le exigiera con firmeza que se involucrara en la persecución. ¡La sola idea era abominable! ¡Compresas! Los bassets y yo estábamos encantados porque aquello había hecho que todos salieran de sus habitaciones para correr, saltar y gritar.

El piso de abajo de nuestra casa tenía una distribución circular y los bassets lo sabían. Los perseguíamos del vestíbulo delantero al trasero a través del cuarto de la televisión, la cocina, el comedor y la sala. El basset ayudante —el que no tenía la compresa— ladraba sin parar y nos cortaba el paso cuando tratábamos de atrapar al afortunado. Nosotros nos volvimos más hábiles en nuestras tácticas, tratamos de impedirles el paso cerrando las puertas o acorralarlos en el rincón de una habitación. Pero ellos eran astutos y contaban con una ayudante secreta.

Yo los dejaba pasar. Fingía arremeter contra ellos y daba a mis padres y a mi hermana pistas falsas.

—¡En la parte trasera, en la parte trasera! —gritaba, y tres personas histéricas corrían en esa dirección. Mientras tanto los bassets se escondían alegremente con su botín debajo de la mesa del comedor.

Con el tiempo empecé a intervenir personalmente y, cuando mi madre bajaba a la cocina o leía en el porche, llevaba al basset que tenía más a mano a su habitación y volvía.

Al cabo de unos minutos:

—¡Bud! ¡
Feijoo
tiene una Kotex!

—¡Por Dios!

—¡Mamá, la está haciendo pedazos! —decía yo tratando de cooperar.

Las puertas se abrían de golpe, se oían pasos por la escalera y sobre la alfombra. Gritos, ladridos, una escena alegre y ruidosa.

Pero siempre, como si aquellas escenas se resolvieran solas —los bassets, descontentos, se retiraban para lamerse las patas—, mi madre, mi padre y Mary volvían a sus habitaciones. Yo volvía a estar en la casa ociosa. Sola.

En el instituto me consideraban un bicho raro. Un bicho raro porque tocaba el saxófono soprano y, como se requería de casi todos los músicos menos los afortunados violinistas, si tocabas un instrumento participabas en desfiles. Tocaba con la banda de jazz en la que, como segundo soprano, practicaba melodías como
Funky Chicken
y
Raindrops Keep Falling on My Head.
Pero dar rienda suelta a lo peor de mí no bastaba para compensarme de que me encasillaran como el bicho raro de una banda. Así fue como, en el intermedio de una actuación de Philadelphia Eagles en la que nuestra banda había desfilado formando la Campana de la Libertad en el campo (como muestra de mis dotes para desfilar se me pidió que formara parte de la grieta), dejé la banda. Más tarde, sin mí, la banda ganó un concurso estatal de desfile. La alegría que supuso mi ausencia fue mutua.

Dejé la música para dedicarme al arte. Nuestro departamento de arte estaba orientado hacia la artesanía y a mí me encantaban los materiales que utilizábamos. Había plata, montones de ella. Y si eras lo bastante bueno, oro. Hice joyas, corté pantallas de seda para hacer serigrafías y cocí cerámica esmaltada. Una vez con la señora Sutton, la mitad del equipo compuesto por marido y mujer que llevaba el departamento, me pasé la tarde vertiendo peltre derretido en latas de café llenas de agua fría. ¡Qué formas salieron! Me encantaban los Sutton. Aprobaban todos mis proyectos, por imposibles que fueran de realizar. Hice una serigrafía de una Medusa de pelo largo, y una gargantilla esmaltada de dos manos sosteniendo un ramo de flores. Me apresuré a terminar un juego de campanas para regalárselo a mi madre. Representaba la cabeza de una mujer con dos brazos en forma de marco. En el marco había dos campanas con pezones de color morado a modo de badajos. Las campanas tenían un sonido agradable.

Académicamente, iba a la zaga de mi hermana perfecta. Ella era callada, ordenada y sacaba sobresalientes. Yo era ruidosa, rara, anticuada. Vestía como Janis Joplin diez años después de su muerte, y desafiaba a todo aquel que quisiera hacerme estudiar o interesarme por algo. Aun así, aprobaba. Los profesores, las personas, me influían. Los Sutton y unos pocos profesores de lengua y literatura se aliaron para impedir —sin que me diera cuenta— que pasara de todo y acabara convertida en una drogata, o pasara los descansos en la sala de fumadores escondiéndome cigarrillos de marihuana en las botas.

Pero yo nunca sería una drogata porque tenía un secreto. Había decidido que lo que más deseaba en este mundo era ser actriz. Y no una actriz cualquier, sino una de Broadway. Una estridente actriz de Broadway. Ethel Merman, para ser exactos.

Me encantaba. Creo que me encantaba aún más porque mi madre decía que no sabía cantar ni actuar, pero tenía una personalidad tan fuerte que eclipsaba al resto de los actores del escenario. Yo llevaba una vieja boa de plumas y una chaqueta de lentejuelas que el padre Breuninger me había conseguido en un mercadillo de beneficencia. Lo que yo cantaba, tan estridente y carismáticamente, esperaba que como mi ídolo, era su canción más famosa. Subiendo y bajando la escalera con los bassets como público, cantaba a grito pelado: «There's No Business Like Show Business». Hacía reír a mi madre y a mi hermana, pero a quien más le gustaba era a mi padre. Yo tampoco sabía cantar, pero cultivaría lo que tenía Merman, o al menos lo intentaría: una gran personalidad. Los bassets a mis pies. Unos cuantos kilos de más. Siete años de ortodoncia y gomas en el pelo. No parecía haber un momento mejor para ponerme a cantar.

Mi obsesión con Broadway y mis escasas dotes para cantar me llevaron a hacer amistad con chicos gay del instituto. Nos sentábamos a la puerta de la heladería Friendly, en la carretera 30, y cantábamos la banda sonora de
La rosa,
de Bette Midler. Gary Freed y Sally Shaw, elegidos como la pareja más simpática de nuestro colegio, pasaron por delante de nosotros camino de la casa de Gary, en su Mustang del 65, después de tomarse un helado el sábado por la noche. Se rieron de nosotros, vestidos de negro y con las joyas de plata que nos hacíamos nosotros mismos en la clase de arte.

Sid, Randy y Mike eran gays. Estábamos enamorados de gente como Merman, Truman Capote, Odetta, Bette Midler, y el productor Alan Carr, que aparecía en
Merv
con holgados vestidos para estar por casa de vivos colores y que hacía reír a Merv como ninguno de los demás invitados. Queríamos ser estrellas porque siendo una estrella podías salir de allí.

Nos quedábamos fuera del Friendly porque no teníamos otro lugar adonde ir. Todos corríamos a casa para ver
Merv
si sabíamos que iba a salir Capote o Carr. Estudiábamos a Liberace. Una vez entró suspendido de un cable sobre su piano con candelabro y con la capa extendida a su alrededor. A mi padre le encantaba, pero a mi amigo Sid no. «Está haciendo el tonto cuando en realidad tiene mucho talento», dijo mientras fumábamos fuera del Friendly cerca de Dumpsters. Sid iba a dejar el instituto e irse a vivir a Atlantic City. Había conocido en el verano a un peluquero de allí que había prometido ayudarle. A Randy sus padres lo enviaron a una escuela militar tras «un incidente en el parque». No nos estaba permitido volver a hablar con él. Mike se enamoró de un jugador de fútbol y recibió una paliza.

—Cuando sea mayor viviré en Nueva York —empecé a decir yo.

A mi madre le encantó la idea. Me habló de la «mesa redonda» del hotel Algonquin y de lo extraordinaria que era la gente que se sentaba a ella. Idealizaba Nueva York y a los neoyorquinos, y le entusiasmó la idea de que yo acabara allí.

Cuando cumplí quince años mi madre decidió regalarme un viaje a Nueva York. Creo que pensaba que mi ilusión le impediría venirse abajo.

En el tren que cogimos en Filadelfia empezó a sentir pánico. La temida crisis. Empeoró a medida que nos acercábamos a Nueva York. Yo estaba muy ilusionada, pero cuando ella empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás en su asiento y le empezaron a temblar las manos —una en la sien derecha y con la otra frotándose entre los pechos—, decidí que debíamos volver a casa.

—Iremos otro día, mamá —dije—. No importa.

—Pero ya estamos de camino —alegó ella—. Te hacía tanta ilusión... —Luego añadió—: Deja que lo intente.

Hizo un esfuerzo. Luchó por comportarse con normalidad. Deberíamos haber regresado al llegar a la estación de Pensilvania. Probablemente, las dos lo sabíamos. Ella estaba fatal. No podía andar erguida. Había querido ir a pie desde la estación de Pensilvania hasta el Metropolitan de Arte, entre la calle Ochenta y dos y la Cincuenta, para que viéramos las tiendas y Central Park por el camino. Se había pasado las semanas anteriores haciendo planes. Me dijo que el Algonquin estaba en la Cuarenta y cuatro, y que iba a ver el Ritz y el Plaza, donde estaba segura de que se alojaba a menudo mi ídolo, Merman. Tal vez podríamos dar una vuelta por Central Park en un carruaje antiguo, y ver el famoso edificio de pisos, el Dakota. Bergdorf y Lexington. El barrio de los teatros, donde se representaban los musicales de Merman. Mi madre quería detenerse frente a la estatua de Sherman y, como hija del sur, rezar una oración en silencio. El estanque de patos, el tiovivo, los ancianos con sus veleros en miniatura. Era el regalo de mi madre.

Pero no podía andar. Hicimos cola en la parada de taxis de la Séptima Avenida y nos subimos a uno. Ella no podía sentarse erguida y ocultó la cabeza entre las rodillas para no vomitar.

—Voy a llevar a mi hija al Met —dijo.

—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó el taxista.

—Sí —respondió ella. Me imploró que mirara por la ventana—. Esto es Nueva York —dijo con la mirada clavada en el sucio suelo del taxi.

No recuerdo nada del trayecto excepto que lloré. Trataba de hacer lo que ella me pedía, pero veía los edificios y a la gente borrosos.

—No voy a poder —empezó a decir ella—. Quiero hacerlo, Alice, pero no voy a poder.

El taxista pareció aliviado cuando llegamos al Met. Al principio, mi madre se quedó en el asiento trasero.

—Mamá, demos la vuelta y volvamos —supliqué.

—¿Bajan o no? —preguntó el taxista—. ¿Qué pasa?

Nos bajamos y cruzamos la calle. Delante de nosotras estaba la monumental escalinata que conducía a la entrada del Met. Yo trataba de mirar alrededor y asimilar lo que veía. Quería subir corriendo aquellos escalones atestados de gente que sonreía y hacía fotos. Conduciendo despacio a mi madre encorvada, subimos unos veinte escalones.

—Tengo que sentarme —dijo—. No puedo entrar.

Estábamos tan cerca...

—Lo hemos conseguido, mamá —dije—. Tenemos que entrar.

—Entra tú —dijo ella.

Mi frágil y provinciana madre estaba sentada con su mejor vestido en el caliente cemento, frotándose el pecho y tratando de no vomitar.

—No puedo entrar sin ti —dije.

Ella abrió el bolso y sacó de su cartera un billete de veinte dólares. Me lo puso en la mano.

—Ve corriendo a la tienda y cómprate algo —dijo—. Quiero que tengas un recuerdo de este viaje.

La dejé allí. No volví la vista hacia su pequeña figura en la escalera. En la tienda me sentí abrumada y con veinte dólares no se podía comprar gran cosa. Vi un libro titulado
Dada y el arte del surrealismo
por 8,95 dólares. Volví corriendo después de pagar. Alrededor de mi madre había un corro de gente que trataba de ayudar. Ella ya no fingía.

—¿Podemos hacer algo? —preguntaron un alemán y su preocupada mujer en un inglés impecable.

Mi madre no les hizo caso. Los Sebold se valían por sí mismos.

—Alice, tienes que parar un taxi —dijo—. Yo no puedo.

—No sé cómo se hace, mamá —dije.

—Ve al borde de la acera y levanta la mano —dijo ella—. Alguno parará.

La dejé allí e hice lo que me dijo. Un viejo calvo que conducía un Checker amarillo se detuvo. Le expliqué que mi madre era la mujer de la escalinata. Se la señalé.

—¿Podría ayudarme?

—¿Qué le pasa? ¿Está mareada? No quiero gente mareada en mi taxi —dijo él con marcado acento yiddish.

—Sólo está nerviosa —expliqué—. No vomitará. No puedo moverla yo sola.

Me ayudó. Después de haber vivido en Nueva York sé lo insólito que fue que lo hiciera. Pero algo en mi desesperación, y, con franqueza, en mi madre, le hizo compadecerse. Conseguimos llegar al taxi; mientras yo me sentaba en el asiento trasero, mi madre se tendió a mis pies en el gran suelo negro del viejo Checker.

El taxista mantuvo la clase de parloteo que rezas para que no termine.

—Usted échese allí, señora —dijo—. Yo jamás conduciría uno de esos taxis nuevos. Los Checkers son la única clase de taxi que me interesa. Son espaciosos. Eso hace que la gente se sienta cómoda en ellos. ¿Cuántos años tienes, jovencita? Te pareces mucho a tu madre, ¿lo sabías?

En el tren de regreso, el pánico de mi madre dio paso a un profundo agotamiento. Mi padre nos vino a buscar a la estación y, una vez en casa, ella subió inmediatamente a su habitación. Me alegré de que estuviéramos de vacaciones. Tendría tiempo para inventar una buena historia.

BOOK: Afortunada
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