Read Historia de los griegos Online

Authors: Indro Montanelli

Tags: #Historia

Historia de los griegos (23 page)

BOOK: Historia de los griegos
2.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

A Esquilo se le debe antes que nada una gran reforma técnica; la introducción de un segundo actor, en añadidura al que ya había desarrollado Tespis. Fue gracias a esto que el canto dionisíaco se transmutó definitivamente de oratoria en drama. Pero más importante aún fue el tema que eligió y que después quedó como de pragmática en todo el teatro sucesivo: la lucha del hombre contra el destino, o sea del individuo contra la sociedad, del libre pensamiento contra la tradición. En sus setenta (o noventa) tragedias, Esquilo asigna regularmente la victoria al destino, a la sociedad y a la tradición. Y no se trataba de tartufismo, pues su vida constituía un ejemplo de espontánea sumisión a estos valores. Pero en las siete obras que de él nos han llegado, y sobre todo en el
Prometeo,
asoma la simpatía del autor para el condenado rebelde.

Esta simpatía debía de ser compartida por el público que, al parecer, acogió mal la
Orestíada
por considerar demasiado beatas sus conclusiones y silbó a los jurados que la premiaron. Pero Esquilo procedía de buena fe al poner en boca de sus protagonistas esos latiguillos moralizadores que a menudo hacen pesados sus diálogos y atascan la acción: tenía pasta de predicador cuáquero, de «cuaresmalista». Y más de dos mil años después, el filósofo alemán Schlegel, que en muchas cosas se parecía a él, dijo que
Prometeo
no era «una» tragedia, sino «la» tragedia.

El padre de quien le sucedió en el favor de los atenienses es poco conocido, mas ciertamente dos cosas, en su vida, le llamaron a engaño: la profesión y el nombre del hijo. Era armero en Colono, un suburbio de Atenas, de modo que las guerras con los persas, que empobrecían a casi todos los ciudadanos, le enriquecían a él y le permitieron dejar una hermosa renta a su vástago, que se llamaba Sófocles, es decir, «sabio y honrado».

A este hermoso nombre y a aquel hermoso patrimonio, Sófocles añadía también el resto: era guapo, sano como una manzana, atleta perfecto y excelente músico. Aun antes que como dramaturgo, consiguió popularidad como campeón de pelota y tocador de arpa; y tras la victoria de Salamina fue designado para dirigir un ballet de jóvenes desnudos, elegidos entre los más hermosos de Atenas, para festejar el triunfo. Por otra parte, además de en el teatro, hizo también una espléndida carrera en política: Pericles le nombró ministro del Tesoro, y en 440 le confirió galones de general al mando de una brigada en la campaña contra Samos. Hemos de creer, sin embargo, que, como estratega, no debió de dar grandes resultados, pues el propio
autokrator
dijo más tarde que le prefería como dramaturgo.

Sófocles amó la vida, a la griega, o sea sin dar cuartel a todos los placeres que aquélla ofrecía. Venido al mundo en la edad feliz de Atenas, se aprovechó ampliamente, como se lo permitían sus medios de fortuna, una buena salud y un robusto apetito. Amaba el dinero, administró sabiamente el que le dejara su padre y ganó otro tanto por sí mismo. Era devoto de los dioses y a ellos dirigía plegarias y hacía sacrificios con escrupulosa puntualidad. Mas en compensación exigió de ellos el derecho de engañar a su mujer y a frecuentar los más ambiguos niños bonitos de Atenas. Sólo de viejo se «normalizó», volviendo a cortejar a las mujeres y se enamoró de una cortesana, Teórida, que le dio un hijo bastardo. El legítimo, Jofonte, temiendo que su padre le desheredase en provecho de su hermanastro, le citó ante el tribunal para hacerle desautorizar por chochez. El anciano se limitó a leer a los jueces una escena de la tragedia que estaba componiendo en aquel momento;
Edipo en Colonna.
Y los jueces no solamente le absolvieron, sino que le escoltaron hasta su casa en señal de admiración.

Tenía casi noventa años cuando murió, en 406. La
belle époque
de Atenas había terminado y los espartanos asediaban la ciudad. Entre el pueblo cundió la voz de que Dionisio, dios del teatro, se había aparecido en sueños a Lisandro, rey de los sitiadores, y le había ordenado que concediera un salvoconducto para franquear las líneas a los amigos de Sófocles, cuyo cadáver querían llevar a Deceleia para darle sepultura en la tumba familiar. Fantasías, se comprende; pero que sirven para demostrar la enorme popularidad de que había gozado aquel extraordinario personaje.

Había escrito ciento trece tragedias, las cuales no se limitó a poner en escena: intervino también en ellas como actor, y siguió haciéndolo hasta que la voz se le enronqueció. Con él los personajes se habían convertido en tres y el coro perdió cada vez más su importancia. Era un natural desarrollo técnico, pero a él contribuyó también la propensión de Sófocles por la psicología. A diferencia de Esquilo, que era en todo partidario de la «tesis», él estaba por los «caracteres»; el Hombre le interesaba más que la Idea, y en esto estriba sobre todo su modernidad.

Las siete obras que de él nos quedan demuestran que aquel hombre, afortunado entre todos los hombres, ingenioso, jacarandoso y gozador de la vida, era después, en poesía, un sombrío pesimista. Consideraba, como Solón, que la mayor ventura para el hombre era no nacer o morir en la cuna. Pero expresaba estos pensamientos con un estilo tan vigoroso, sereno y contenido, que nos hace dudar de su sinceridad. Era un «clásico» en el sentido más completo de la palabra. Sus intrigas son perfectas como técnica teatral. Y los personajes que las animan, en vez de sermonear como en Esquilo, tienden a demostrar. «Yo los pinto como debieron ser —decía—. Eurípides es quien los pinta como son.»

Eurípides, el joven rival del gran Sófocles, había nacido en Salamina el mismo día, dícese, en que se desarrolló la famosa batalla. Sus padres, que se habían refugiado allí procedentes de Fila, eran gente de la buena clase media, si bien Aristófanes haya insinuado después que ella, la mamá, vendía flores por la calle. El chico creció con la pasión de la filosofía, estudió con Pródico y Anaxágoras y se vinculó con tan estrecha amistad con Sófocles, que más tarde le acusaron de haberse hecho escribir por éste sus dramas, lo que es ciertamente falso.

No se sabe cómo se convirtió en escritor de teatro. Pero aparece claro, por las dieciocho obras que de él nos han llegado, sobre setenta y cinco que se le atribuyen, que Eurípides se burlaba del teatro en sí y que lo consideró tan sólo como un medio para exponer sus tesis filosóficas. Aristóteles tiene razón cuando dice que, desde el punto de vista de la técnica dramática, representa un paso atrás respecto a Esquilo y a Sófocles. En vez de desarrollar una acción, mandaba un mensajero a resumirla en el escenario en forma de prólogo, confiaba al coro largos parlamentos pedagógicos y, cuando el enredo se embarullaba, hacía bajar del techo un dios que lo resolvía con un milagro. Recursos de dramaturgo no cuajado, que le habrían conducido a rotundos fracasos, si Eurípides no los hubiese compensado con un agudísimo sentido psicológico que prestaba veracidad y autenticidad a los personajes, acaso incluso contra sus intenciones. Su
Electra,
su
Medea,
su
Ifigenia,
son los caracteres más vivos de la tragedia griega. A lo cual debe sumarse la fuerza polémica de sus argumentaciones sobre los grandes problemas que se planteaban a la conciencia de sus contemporáneos. Había en Eurípides un Shaw de gigantescas proporciones, que se batía por un nuevo orden social y moral, siendo cada uno de sus dramas un redoble de tambor contra la tradición. Conducía esa cruzada con habilidad, consciente de los peligros que entrañaba, pues la Grecia de entonces no era la Inglaterra de hoy. Así, por ejemplo, para desmantelar ciertas tendencias religiosas, finge exaltarlas, pero lo hace de manera tal que muestra su absurdidad. De vez en cuando interrumpe en la boca de un personaje un razonamiento peligroso para permitir que el coro eleve un himno a Dionisio, destinado a tranquilizar la censura y a calmar las eventuales protestas de los auditores santurrones. Pero de vez en cuando se le escapan frases como; «Oh Dios, admitiendo que exista, pues de Él solo sé de oídas...», que desataban tempestades en la platea. Y cuando en
Hipólito
pone en boca de su héroe; «Sí, mi lengua ha jurado, pero mi ánimo ha permanecido libre», los atenienses, que estaban acostumbradísimos al perjurio, pero que no admitían oírselo decir, querían lincharle; y el autor tuvo que presentarse en persona para calmarlos diciendo que tuviesen la paciencia de aguantar: Hipólito sería castigado por aquellas sacrílegas palabras.

En el Louvre hay un busto de Eurípides que le muestra barbudo, grave y melancólico y que corresponde a la descripción que han dejado sus amigos. Éstos le pintan como un hombre taciturno y más bien misántropo, gran devorador de libros, de los que era uno de los raros coleccionistas. Su polémica modernista le había acarreado la hostilidad de los bien pensantes. Los conservadores le odiaban y Aristófanes le tomó directamente como blanco en tres de sus comedias satíricas. Índice de la gran civilización de Atenas es, sin embargo, el hecho de que cuando Eurípides y Aristófanes se encontraban en el
ágora
o en el café, se comportaban como los mejores amigos del mundo. Solamente cinco veces los jurados se atrevieron a otorgarle el primer premio. En cuanto a los espectadores, se indignaban o fingían indignarse. Pero en sus «estrenos» no se encontraba un asiento ni pagándolo con oro.

En 410 le procesaron por impiedad e inmoralidad. Y entre los testigos de la acusación figuraba también su mujer, que no le perdonaba, dijo, el pacifismo en el momento que Atenas estaba empeñada en una lucha a vida o muerte contra Esparta. Entre los documentos de la acusación fue exhibido el discurso de su
Hipólito.
El imputado fue absuelto. Mas la acogida que inmediatamente después el público hizo a su drama,
Las mujeres troyanas,
le hizo comprender que en adelante sería un extranjero en su patria. Por invitación de Arquelao se trasladó a Pella, capital de Macedonia. Y allí murió despedazado, contaron los griegos, por los perros, vengadores de los dioses ofendidos.

Sócrates había dicho que para un drama de Eurípides no le molestaba ir a pie hasta El Pireo, lo cual, para un perezoso de su calaña, significaba un gran sacrificio. Y Plutarco cuenta que cuando los siracusanos hicieron prisionero a todo el cuerpo expedicionario ateniense, devolvieron vida y libertad a los soldados que sabían recitar alguna escena de Eurípides. Según Goethe, ni siquiera Shakespeare le iguala. Ciertamente, él fue el primer dramaturgo «de ideas» que ha tenido el mundo y quien llevó a la escena, en términos de tragedia, el gran conflicto de aquél y de todos los tiempos: el conflicto entre el dogma y el libre examen.

CAPÍTULO XXXII

Aristófanes y la sátira política

Leyendo las tragedias griegas, se comprende muy bien por qué el público, después de haber oído tres en un día, una tras otra, notase la necesidad, antes de irse a la cama, de ver una comedia. Aquéllas no conceden tregua al espectador y le mantienen, desde la primera hasta la última escena, en el estremecimiento y en el
suspense.
Una rigurosa división de trabajo prohibía a los dramaturgos recurrir a los ingredientes cómicos de los comediógrafos.

Éstos, sin la democracia tal vez no hubieran aparecido jamás, porque la comedia griega fue en seguida, desde el primer momento, comedia de costumbres, que exige libertad de crítica. Epicarmo, Crátino y Eupolis, que fueron sus pioneros, se sirvieron del teatro como hoy se sirve del periodismo: para atacar, morder y parodiar partidos, hombres e ideas. Y, sin embargo, justamente la democracia y su gran jefe, Pericles, a quien debían su existencia, fueron precisamente el blanco de ellos.

Esta contradicción no es difícil de explicar. Los comediógrafos de Atenas no eran en absoluto antidemócratas. Eran tan sólo escritores que buscaban el éxito. Y el éxito, también entonces, solamente se obtenía con el inconformismo, o sea con la crítica del orden constituido. Y como éste era democrático resultaba fatal que las comedias fuesen de tono contrario, aristocrático y conservador. Era el único modo de hacer oposición, que a su vez es un modo como otro cualquiera de ejercer un derecho exquisitamente democrático.

Sólo Aristófanes tiene algún título para ser considerado como un verdadero reaccionario, que creía en lo que decía. Pues era de familia noble rural y hasta su vida lo demuestra. Se mantuvo apartado, con cierta altivez, del
café society
y de los círculos intelectuales de Atenas, mostrando una simpatía probablemente sincera por Esparta, incluso cuando la guerra hubo estallado entre las dos ciudades. Tal vez de haber nacido bajo otro régimen, se hubiese convertido en poeta de la Naturaleza, como demuestran los pocos y fragmentarios versos que de él nos han llegado, de elevada inspiración y perfecto estilo. Había en él la solera del hidalgo rural, culto y elegante. Pero, habiendo venido al mundo en 450 antes de Jesucristo, se encontró, jovencísimo, teniendo que vivir en una democracia que ya no era la del refinado Pericles, sino la del desaliñado Cleón el curtidor. Ella le estimuló la manía polémica y le impulsó a afrontar el teatro, que era, a falta de periódicos, la única arena donde se pudiera empeñar una batalla de ideas, de moralidad y de costumbres. Y no con la tragedia, ligada al pasado, que le imponía sus temas, sino con la comedia, que le permitía enfrentarse al presente.

La comedia era casi contemporánea, por fecha de nacimiento, de Aristófanes. Solamente en 470 el Gobierno había autorizado a Epicarmo, venido de Sicilia, a representar sus mamotretos satírico-filosóficos. La tradición dionisíaca de las procesiones fálicas, a la que todo el teatro se vinculaba, permitía también a la comedia el lenguaje soez. Pero los sucesores de Epicarmo abusaron a tal punto de él, que en 400 hubo que promulgar una ley para frenarlo. Nada se hizo, en cambio, contra la sátira política. Crátino pudo atacar a Pericles con los términos más groseros y vulgares, y Ferécrates exaltar la tradición aristocrática contra el progreso democrático.

El más destacado en aquel momento era Eupolis, con quien Aristófanes trabó al principio una firme amistad y estableció una provechosa colaboración; pero poco después riñeron y, pese a que ambos seguían profesando las mismas ideas de oposición al régimen, de vez en cuando interrumpían esta polémica para atacarse y mofarse uno del otro en sus respectivas obras. A pesar de estos precursores, a los que Aristófanes alguna vez se dignó dirigir condescendientes elogios, la comedia era considerada aún como un apéndice de la tragedia, que se toleraba por razones de taquilla. Se trataba de informes chapuceros, sin trama, sin caracteres, que se mantenían en pie sólo a fuerza de chanzas y de muecas.

BOOK: Historia de los griegos
2.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

District 69 by Jenna Powers
The Blue Horse by Marita Conlon-Mckenna
Tasting Fear by Shannon McKenna
The Distracted Preacher by Thomas Hardy
Too Close to Home by Maureen Tan