Read Historia de los griegos Online

Authors: Indro Montanelli

Tags: #Historia

Historia de los griegos (10 page)

BOOK: Historia de los griegos
5.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ciertamente, fue una formidable potencia militar que durante siglos hizo temblar de miedo a los vecinos. Toda Grecia puso unos ojos como platos cuando se enteró de que el pequeño ejército de Epaminondas la había derrotado. Parecía imposible que hombres que lo habían sacrificado todo a la fuerza, pudieran ser vencidos por la fuerza. Un poco menos imposible, es más, totalmente normal, pareció el hecho de que, perdido el ejército, en Esparta no quedase nada más. La fuerza centrípeta de su sociedad y sus costumbres heroicas la mantuvieron en pie más tiempo que a Atenas. Pero las leyes que se habían dado no le permitían ninguna evolución. Hoy, quien vaya a visitarla, no halla más que un villorrio sin carácter de cinco mil almas, en cuyo pobrísimo Museo no hay un resto de estatuas ni un pedazo de columna que atestigüen la existencia de una civilización espartana.

Habría que mandar a visitarla a todos los discípulos de Hitler y de Stalin, los cuales fueron a su vez modestos imitadores de Licurgo, verdadero jefe de escuela de los totalitarios y el más respetable de todos, porque el sacrificio del individuo a la colectividad no tan sólo lo predicó: lo puso en práctica dando el ejemplo.

CAPÍTULO XIV

Solón

El Ática es —como lo era también hace tres mil años— una de las más pequeñas y más pobres regiones de Grecia. Toda ella son colinas pedregosas, como el Carso, sólo tiene bueno el aire, terso y luminoso. Pero en aquellos tiempos también el aire estaba enfermo de paludismo. De suerte que sus únicos atractivos eran los puertos naturales, adecuados para el comercio. Nacieron de ellos en cada ensenada por iniciativa de aquel pueblo pelasgo, típicamente mediterráneo, con el que se mezclaron, tras la caída de Micenas, los aqueos jónicos huyendo del Peloponeso y Beocia, ante los invasores dorios, que el Ática siempre odió y rechazó.

Según la tradición, fue el rey Teseo quien, veterano superviviente de la empresa del Minotuaro, unificó aquellos poblados dispersos en una sola ciudad, Atenas, que por esto tuvo un nombre plural y cada año celebraba fiestas en honor de la diosa Sinacia (que quiere decir literalmente «unión de las casas»). La ciudad empezó a desarrollarse a una decena de kilómetros del mar de El Pireo, entre las colinas de Himeto y del Pentélico y a la sombra de la acrópolis fundada por los aqueos de Micenas, donde los habitantes podían hallar refugio en caso de ataque. Del de los dorios la salvó otro rey, Codro, inmolándose.

Muerto éste, y disipado de momento el peligro, los atenienses dijeron que no había disponible otro hombre de tales cualidades que pudiera sustituirle, abolieron la monarquía y proclamaron la república, entiesando el poder a un presidente, que se llamó
arconte,
elegido de por vida. Luego encontraron demasiado largo este plazo y lo redujeron a diez años, para finalmente dividir las atribuciones entre nueve arcontes elegidos por un año. Había el arconte basileo que tenía las funciones de papa, el polemarca que era el comandante en jefe del Ejército, el epónimo que redactaba el calendario y daba el nombre al año, etc.

Esta Constitución correspondía a la estructura de la sociedad, dominada por una aristocracia hereditaria, la de los
eupátridas,
que quiere decir «bien nacidos», o patricios. Éstos tenían el monopolio del poder y lo ejercían sobre una población dividida en tres rangos o clases: los que por el hecho de poseer un caballo se llamaban
hippes
o caballeros, como tales se alistaban en el Ejército y correspondían a la alta burguesía; los que poseían un par de bueyes y con sus carros formaban las tropas acorazadas blindadas y los asalariados que no tenían nada y en la guerra constituían la infantería. Ciudadanos lo eran tan sólo los pertenecientes a los dos primeros rangos, como también sucedía en la antigua Roma, donde por
populus
se entendía solamente patricios y caballeros. El sistema feudal produjo sus deletéreas consecuencias, restringiendo cada vez más la riqueza en manos de pocos privilegiados y haciendo cada vez más desesperada una plebe día a día más numerosa. En el siglo VII, el arconte
tesmotetes,
o sea legislador, Dracón, intentó poner remedio a ello con leyes que hicieron de su nombre un sinónimo de «severidad». Pero Dracón fue draconiano solamente por los castigos con que conminaba a los transgresores. Pues en cuanto al resto, sus leyes no cambiaban nada; al revés, petrificaban el orden existente, basado sobre injusticias, y dejaban el poder en manos del
areópago,
o sea el Senado, compuesto sólo de eupátridas.

Eupátrida era el mismo Solón, y hasta de sangre real porque descendía de Codro, quien a su vez se decía que era descendiente del dios Poseidón. De joven fue tan sólo un hijo de familia; en vez de trabajar se divertía escribiendo poesías —que por lo demás debían de ser más bien malas— y pasaba el tiempo entre jovenzuelos y chicas de costumbres fáciles, enamorándose imparcialmente de unos y de otras. Pero a un momento dado papá cesó de darle cuartos porque había perdido los suyos en negocios arriesgados. Y entonces Solón sentó cabeza de pronto, enderezó la desfalleciente hacienda y en pocos años consiguió un gran patrimonio y una sólida reputación de sagacidad y honradez. Estaba al margen de la política. Tanto, que habiendo estallado en aquel período una revolución, no quiso participar en ella ni a favor ni en contra del Gobierno. Acaso porque hubiera tenido que elegir entre una traición a su clase y una complicidad con su poderío.

Esto no impidió a la clase media de Atenas designarle candidato a una elección de arconte epónimo. Habiéndole conocido en los negocios, aquellos artesanos y comerciantes le estimaban y veían en él al único eupátrida que pudiese arrancar el consentimiento del Areópago para las necesarias reformas sociales. Solón, que tenía entonces cuarenta y cinco años, fue elegido, abolió la esclavitud libertando a los que habían caído en ella por deudas, que fueron canceladas, y devaluó la moneda, cuya unidad se llamaba dracma, a fin de facilitar los pagos de aquéllos incluso en el futuro.

Era una auténtica revolución que hacía perder un montón de dinero a los acreedores, todos ellos de las clases altas y conservadoras. Solamente Plutarco, al contar la historia aquélla muchos años después, dijo con su habitual candor que, desvalorizando la moneda, Solón había favorecido a los deudores sin perjudicar a los acreedores porque éstos recibían, en el fondo, la misma cantidad de dracmas que habían prestado. Lo que nos demuestra cuánto entendía de economía el ilustre historiador.

Pero la gran revolución de Solón fue la de subdividir la población según el censo. Todos los ciudadanos eran libres y sujetos a las mismas leyes. Pero sus derechos políticos variaban según los impuestos que cada uno pagase. Era el fisco, no ya los blasones, lo que les graduaba, y esto era progresivo como lo es hoy en todos los países civilizados. Quien más contribuía al erario, más años había de servir en el Ejército, y más altos puestos de mando le incumbían en la paz y en la guerra. O sea, que el privilegio era medido con el metro del servicio que cada cual rendía a la colectividad.

Dividida así en cuatro clases de ciudadanos, Atenas se convirtió en una democracia que sirvió de modelo a todas las demás ciudades. De la primera clase se extraían los miembros del Areópago y los arcontes, que eran elegidos, empero, por la asamblea en la que se reunían todos los ciudadanos. Ésta podía someter a expediente a cualquier funcionario y ejercía de tribunal de casación para todos los veredictos de los tribunales inferiores, que a su vez eran emitidos por jurados elegidos entre seis mil ciudadanos de buena conducta procedentes de todas las clases.

Pero Solón reformó también el código moral, calificando el ocio de crimen y condenando a la pérdida de la ciudadanía a quienes en las revoluciones permanecían neutrales, como él mismo hiciera muchos años antes. Algunos se sorprendieron de que legalizase la prostitución. Él contestó que la virtud consistía, no en abolir el pecado, sino en mantenerlo en su
sede;
prescribió una ligera multa para quien seducía a la mujer ajena, y se negó a infligir penas a los célibes; «Pues —dijo—, todo sumado, una esposa es un buen fastidio.»

En estos detalles está todo el carácter del hombre que amaba la justicia, pero sin acritudes moralizadoras y con mucha indulgencia para las debilidades de sus semejantes. A diferencia de Licurgo en Esparta y de Numa en Roma, no pretendió en absoluto haber recibido de Dios el texto de aquellas leyes, y aceptó todas las críticas que le fueron dirigidas. Cuando Anacarsis, que aunque amigo suyo le asaeteaba con sus sarcasmos, le preguntó si las consideraba como las mejores en sentido absoluto, Solón contestó: «No, solamente las mejores en sentido ateniense.»

Su fuerza de persuasión y su capacidad diplomática debieron de ser inmensas para permitirle imponer aquel código hasta a quienes lesionaba sus intereses y para mantenerse en el cargo veintidós años consecutivos. Pero cuando le ofrecieron quedárselo de por vida y con plenos poderes, declinó: «Pues —dijo— la dictadura es uno de esos sillones de los que no se logra bajar vivo.» Retiróse a los sesenta y cinco años, en 572. «Ya es hora —dijo—, que me ponga a estudiar algo.» Y habiendo recabado a sus conciudadanos la promesa de que no cambiarían de leyes durante diez años, partió para Oriente. Heródoto y Plutarco cuentan que en Lidia fue invitado por Creso, quien le preguntó si le consideraba entre los hombres felices. Solón le contestó: «Nosotros los griegos, Majestad, hemos recibido de Dios una sabiduría demasiado casera y limitada para poder prever qué ocurrirá mañana y proclamar feliz a un hombre todavía empeñado en su batalla.»

El rey diplomático permanecía tal frente al rey. Pero eso no quita que fuese sincero cuando hablaba de «sabiduría casera y limitada» e identificaba el genio griego, o por lo menos el ateniense, en la conciencia de estos límites. Toda su vida demuestra que él la tuvo clarísima, y a esto se debe su éxito personal y el de su reforma, de la cual cinco siglos después Cicerón pudo comprobar la supervivencia en aquella dudad decadente, donde la democracia había degenerado en una continua reyerta. Cuando le preguntaron en qué consistía, según él el orden, respondió: «En el hecho de que el pueblo obedezca a los gobernantes, y que los gobernantes obedezcan a las leyes.»

Volvió a la patria viejísimo, después de haber aprendido un montón de cosas, de entre las cuales la que más le había impresionado era la historia, que le contaran en Heliópolis, de la Atlántida, el continente sumergido. No hacía sino volverla a contar a todos casi como una monomanía, como a menudo les sucede a los ancianos, y sus conciudadanos, un poco aburridos, se sonreían. Nos agrada pensar que fuese un poco chocho cuando comenzaron las agitaciones, el pueblo dejó de obedecer a los gobernantes y los gobernantes dejaron de obedecer a las leyes. De lo contrario él hubiera debido deducir que las leyes sirven de poco, o sea reconocer la inutilidad de su obra.

Solón fue inscrito por sus contemporáneos en la lista de los Siete Sabios, que era un poco el Premio Nobel de la época, pero mucho más serio. Y si se le quisiese atribuir un lema, habría que elegir aquel que él mismo hizo grabar en el frontón del templo de Apolo:
meden agan,
que quiere decir: «sin excesos».

CAPÍTULO XV

Pisístrato

La democracia que Solón había introducido en Atenas se había articulado en tres partidos, cuyas luchas pronto demostraron cuan difícil es practicarla. Había el de la «Llanura», conservador, o sea de derechas, donde iban a parar los latifundistas eupátridas, o sea aristócratas. El de la «Costa», porque estaba dominado por los ricos mercaderes y armadores y agrupaba la pequeña y alta burguesía. Y por fin, había el partido de la «Montaña», o sea del proletariado urbano y campesino.

Un día el jefe de estos últimos se presentó en el Areópago, alzó un pico de su toga, mostró una herida a los circunstantes diciendo que los enemigos del pueblo se la habían infligido con el propósito de asesinarle, y pidió que se le permitiera contratar una banda de cincuenta hombres armados para defenderse.

La pretensión era revolucionaria, pues en aquella ciudad sin ejército permanente ni fuerzas de policía, la ley prohibía a todos tener una guardia de corps privada, con las que hubiera sido fácil a cualquiera imponerse sobre un pueblo inerme. Fue llamado Solón, quien acudió. A pesar de ser viejo, comprendió en seguida de lo que se trataba y previno a los circunstantes: «Escuchadme bien, atenienses: yo soy más sabio que muchos de vosotros, y más valeroso que muchos otros. Soy más sabio que los que no ven la malicia de este hombre y sus fines ocultos; y más valeroso que los que, aun viéndola, fingen no verla por evitarse líos y vivir en paz.» Y, notando que no le hacían caso, añadió, indignado: «Siempre sois iguales: cada uno de vosotros, individualmente, obra con la astucia de una zorra. Pero colectivamente sois una bandada de gansos.»

Al gran anciano, que veía en peligro toda su reforma, le era fácil comprender los planes de aquel tribuno, que se llamaba Pisístrato. Pues éste era primo suyo, y Solón había aprendido a medirle, desde pequeño, la sagacidad, la ambición y la falta de escrúpulos. Desgraciadamente, además de la «Montaña», Solón tenía también en contra la «Llanura», dominada por aquellos aristócratas retrógrados y santurrones a los que él había suprimido el monopolio del poder. Apesadumbrado y desilusionado, se encerró en su casa, atrancando la puerta en la que colgó, como se usaba entonces, las armas y el escudo, para significar que se retiraba de la política.

También Pisístrato era aristócrata y de familia rica. Pero había comprendido que la democracia, una vez instaurada, es irreversible y va siempre hacia la izquierda. Por lo que hacía tiempo que cifraba sus ambiciones en el proletariado, habiéndose puesto al frente de él con ese espíritu demagógico y ese cinismo que es lo que precisamente prefiere el proletariado. Su petición fue aprobada. Pisístrato, en vez de cincuenta hombres, enroló y armó a cuatrocientos, se adueñó de la Acrópolis, y proclamó la dictadura. En nombre y para bien del pueblo, claro está, como todas las dictaduras.

La «Costa», o sea las clases burguesas, que hasta aquel momento le habían apoyado, se asustaron, se coaligaron con la «Llanura», derribaron al tirano y le obligaron a huir. Pero Pisístrato volvió pronto al ataque. Heródoto cuenta que un día del año 550, se presentó a las puertas de la capital un imponente carro con guirnaldas de flores, en el cual sentábase majestuosamente una bellísima mujer con las armas y el escudo de Palas Atenea, protectora de la ciudad. Naturalmente, la acogieron con aplausos y hosannas. Y cuando los heraldos que precedían al vehículo anunciaron que la diosa había venido personalmente para restaurar a Pisístrato, el pueblo se inclinó. Y Pisístrato compareció al frente de sus hombres que habían permanecido ocultos entre el cortejo.

BOOK: Historia de los griegos
5.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Messiah by Swann, S. Andrew
Bloodfire (Blood Destiny) by Harper, Helen
Deadly Focus by R. C. Bridgestock
Murder in Bloom by Lesley Cookman
Eternally Yours 1 by Gina Ardito
Maude Brown's Baby by Cunningham, Richard
Mile High by Richard Condon