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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (6 page)

BOOK: Historia de los griegos
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Diógenes, que era mordaz, dijo que la religión griega era aquella cosa por la cual un ladrón que supiera bien el Avemaría y el Padrenuestro estaba seguro de salir mejor librado, en el más allá, que un hombre de bien que los hubiese olvidado. No se equivocaba. La religión, en Grecia, era tan sólo un hecho de procedimiento, sin contenido moral. A los fieles no se les pedía fe ni se les ofrecía el bien. Se les imponía solamente el cumplimiento de ciertas prácticas burocráticas. Y no podía ser de otro modo, visto que de contenido moral los mismos dioses tenían bien poco y no podía decirse ciertamente que ofreciesen un ejemplo de virtud. Con todo, fue la religión la que impuso aquellos fundamentales deberes sin los cuales ninguna sociedad puede existir. Convertía en sagrado, y por ende indisoluble, el matrimonio, moralmente obligatoria la procreación de hijos, y apremiante la fidelidad a la familia, a la tribu y al Estado. El patriotismo de los griegos estaba estrechamente ligado a la religión, y morir por el propio país equivalía a morir por los suyos y viceversa. Es esto tan verdad que, cuando estos dioses fueron destruidos por la filosofía, los griegos, no sabiendo ya por quién morir, cesaron de combatir y se dejaron subyugar por los romanos, que todavía creían en los dioses.

CAPÍTULO VIII

Hesíodo

Algunos biógrafos de Homero han contado que, además de escribir poesías por su cuenta, se pasaba el tiempo juzgando las ajenas como presidente de las comisiones para los premios literarios, que también en aquellos tiempos —como se ve— apasionaban al mundo, o al menos a Grecia: y que en uno de esos concursos él hizo conceder el triunfo a Hesíodo, que efectivamente viene en seguida después de Homero en el afecto y la estima de los antiguos griegos. No es verdad, porque entre Homero y Hesíodo corren al menos un par de siglos. Pero nos gustaría creerlo.

Los atenienses, que fueron las lenguas más viperinas del mundo clásico, consideraron después a Beocia, donde Hesíodo nació, como patria de villanchones y cazurros, e hicieron de «beocio» un sinónimo de «tonto», por bien que beocios hayan sido escogidas personalidades como Epaminondas, Píndaro y Plutarco. En esta malevolencia existían sobre todo motivos políticos: Tebas, capital de Beocia, será durante siglos enemiga de Atenas, hasta el punto de llamar a los persas contra ésta. Pero hay que reconocer que una mano, a los denigradores de su país, se la echó tambien él, Hesíodo, el más célebre de sus hijos, describiéndolo de modo que justificaba plenamente la calumnia.

Por lo demás, no había nacido allí, pues su madre le puso en el mundo en Cime, en Asia Menor, donde su padre, pobre campesino, había emigrado en busca de trabajo, o tal vez mezclado con otros prófugos que buscaban zafarse del yugo de los invasores dorios. Pero era beocio de sangre, y en Beocia, donde le llevaron de niño, vivió el resto de su larga vida, labrando un campecillo poco generoso en Ascra, cerca de Tespias.

Visto con otros ojos, podía ser un paisaje encantador, lleno de sublimes inspiraciones. En el horizonte se recortan el Parnaso y el Helicón, el Hollywood de aquellos tiempos, donde se daban cita las Musas y donde Pegaso, el caballo alado, decíase que había emprendido el vuelo hacia el cielo. Y no lejos de allí gorgoteaba la fuente en la cual Narciso contemplaba su propia imagen, según algunos; o, según otros, buscaba la de su hermana muerta, de la que había estado incestuosamente enamorado.

Bellísimos motivos que, en manos de Homero, se hubiesen traducido en Dios sabe qué novelas de amor y de aventuras. Pero Homero era un poeta cortesano, que trabajaba por orden de príncipes y de princesas, clientes de alto rango que exigían productos confeccionados a su medida aristocrática y a su gusto togado, y que no podían conmoverse más que por las suertes de héroes semejantes a ellos, espléndidos, caballerescos y a quienes sólo el Hado podía vencer.

Hesíodo era campesino, hijo de campesinos. Jamás había visto príncipes ni princesas; tal vez nunca había ido a la ciudad; y aquella tierra que él no había ido a visitar como turista, sino que araba con sus manos, le pareció tan sólo avara, ingrata, gélida en invierno y candente en estío, como así efectivamente la describe.

Se desconoce, no digo el año, sino incluso el siglo en que nació. Créese generalmente que fue el séptimo antes de Jesucristo, cuando Grecia comenzaba a salir de las tinieblas en que la había sumido cuatro siglos antes la invasión doria, y a elaborar finalmente su civilización. Hesíodo nos da un cuadro nada poético, pero exacto, de aquellos tiempos y de aquellas miserias en
Los trabajos y los días,
que son una serie de consejos impartidos a su joven hermano Perseo, de quien lo menos que podemos pensar es que se trataba de un mozallón disoluto y más bien embustero. Al parecer, defraudó al pobre Hesíodo su parte de herencia y vivía disfrutando del trabajo de éste, dedicado sólo al vino y a las mujeres. Tenemos la sospecha de que no tuvo muy en cuenta las prédicas de su hermano mayor y que continuó toda su vida burlándose de su sensatez, que le reclamaba al trabajo y a la honestidad. Mas esto no desanimó a Hesíodo, que seguía propinándole sus sermoncetes, especialmente contra el bello sexo, con el cual hubiérase dicho que tenía el diente particularmente envenenado. Según él, fue una mujer quien trajo todos los males a los hombres, que hasta aquel momento habían gozado de paz, salud y prosperidad: Pandora. Y entre líneas da a entender que, rascando un poco, se encuentra una Pandora en cada mujer. De esto muchos críticos han deducido que debió de haber sido soltero. Nosotros creemos, en cambio, que cosas semejantes sólo pueden escribirlas los casados.

En su
Teogonía
nos ha contado cómo él y sus contemporáneos veían el origen del mundo. En principio fue el dios del Cielo, y Gea, diosa de la Tierra, los cuales, al casarse, procrearon a los Titanes, extraños monstruos con cincuenta cabezas y cien manos. Urano, al verles tan feos, se puso rabioso, y los mandó al Tártaro, o sea al infierno. Gea, que no dejaba de ser una mamá, se lo tomó a malas y organizó una conjura con sus hijos para asesinar a aquel padre desnaturalizado. Cronos, el primogénito, encargóse de la ruin tarea, y cuando Urano volvió trayéndose consigo a la Noche (Erebo) para acostarse con su mujer, de la que estaba enamoradísimo, se le echó encima con un cuchillo, le infligió la más cruel mutilación que se puede infligir a un hombre, y arrojó los restos al mar. De cada gotita de sangre nació una furia; y de las olas que había engullido aquel innominable pedazo del cuerpo de Urano emergió la diosa Afrodita, que precisamente por ello, no tenía sexo. Después Cronos subió al trono del derrocado Urano, se casó con su hermana Rea y, recordando que al nacer sus progenitores predijeron que él sería depuesto a su vez por sus hijos, se los comió a todos, menos uno que Rea logró sustraerle con engaños y llevar a Creta. Éste se llamaba Zeus, quien después, habiéndose hecho mayorcito, derrocó verdaderamente a Cronos, obligándole a regurgitar los hijos que había engullido, pero que aún no había digerido, mandó definitivamente al infierno a sus tíos Titanes y quedóse, en la religión griega, como señor del Olimpo, hasta el día en que Jesucrito lo expulsó a él.

Tal vez en toda esta alegoría se halla condensada y resumida, en un estilo de fábula, la historia de Grecia: Gea, Urano, Cronos, los Titanes, etc., formaban parte de la teogonia terrestre de la primera población autóctona: la pelasga. Zeus era, en cambio, un dios celeste, que llegó a Grecia, como se diría ahora, «en la punta de las bayonetas» aqueas y dorias. Su definitiva victoria sobre el padre, los hermanos y los tíos señala precisamente el triunfo de los conquistadores provenientes del Norte.

Dígase lo que se quiera el único título de Hesíodo para la inmortalidad es su estado civil. Él es, después de Homero, el más antiguo autor de Grecia. Pero si bien escribiera en versos, no es seguramente un poeta. Hesíodo encarna un personaje tosco y mediocre que es de todos los tiempos y que está entre Bertoldo, Simplicissimus y Don Camilo. Pero su valor de testimonio consiste precisamente en habernos mostrado, en cronista escrupuloso y chato, la otra cara de aquella antigua sociedad, la proletaria y campesina de la cual Homero nos ha pintado solamente el áulico y aristocrático frontón. En sus descripciones opacas y a ras de tierra, sin un destello de lirismo, condimentadas tan sólo con un basto sentido común de hombre cualquiera, reviven los
peones
de la Beocia arcaica, los pobres villanos vejados por los latifundistas absentistas y rapaces, que no viven en el campo, que ni siquiera conocen, como la mayor parte de los barones del sur de Italia, nuestros contemporáneos. Las casas de Hesíodo son cabañas de adobe, de una sola estancia para bípedos y cuadrúpedos, donde en invierno se tirita y en verano se asa. Nadie viene de la ciudad a pedir el parecer de esta pobre gente, ni su voto. Tan sólo tiene que entregar una parte de la cosecha al amo, y otra parte al Gobierno, alistarse en el Ejército y morir, por motivos que no conoce e intereses que no le atañen, en las guerras entre Orcómenes y Tebas, o entre Tebas y Queronea. Porque la patria no es más que la región, o sea Beocia, vagamente unida por un vínculo confederal representado por los
beotarcas.

La dieta es de las que se sustraen a todo cálculo de vitaminas y calorías. Grano torrefacto, cebollas, alubias, queso y miel, dos veces al día, cuando la cosa iba bien, e iba bien muy raramente. El paludismo causaba estragos en los terrenos pantanosos del lago Copais, hoy desecado. Para escapar de él, hacía falta retirarse a colinas pedregosas e inhóspitas, donde se moría de hambre. La moneda no existía. Tenían que juntarse cinco o seis familias para reunir el grano necesario para pagar un carro al carpintero que lo había construido. No había fuerzas ni tiempo que distraer de la lucha contra el apetito. Nadie soñaba en la instrucción. La categoría más alta y evolucionada era la de los pequeños artesanos de pueblo, que solamente hacía poco habían aprendido a labrar el hierro importado por los nuevos amos dorios, y fabricaban tan sólo objetos de uso común. En las ciudades, en torno de los señores, los había más refinados, que ya tiraban hacia lo decorativo; pero en el campo se estaba aún en el estadio más arcaico. El núcleo que hacía de puntal a la sociedad era la familia en cuyo cerrado ámbito los incestos eran frecuentes, lo que todos encontraban tan natural que también se los atribuían a sus dioses.

Hesíodo fue el cantor de este mundo, de esta Grecia campesina, tiranizada por los conquistadores nórdicos que aún no se habían fusionado. Y tuvo un solo mérito: el de reproducirla fielmente en sus miserias, de las que personalmente participó: y se nota.

CAPÍTULO IX

Pitágoras

Entre las más lozanas colonias que florecieron en aquellos años de los siglos VIII al VI antes de Jesucristo, hubo las de la Magna Grecia en las costas de la Italia meridional. Los griegos llegaron por mar, desembarcaron en Brindisi y en Tarento, y fundaron varias ciudades, entre ellas Síbari y Crotona, que pronto fueron las más pobladas y progresivas.

La primera, que en determinado momento tuvo —dícese— trescientos mil habitantes, alcanzó tal celebridad por sus lujos que de su nombre se ha inventado un adjetivo,
sibarita,
sinónimo de «refinado».

Trabajaban solamente los esclavos, pero a éstos les eran prohibidas todas aquellas actividades —de albañil o de carpintero, por ejemplo— que podían, con sus ruidos, estorbar las siestecitas de los ciudadanos. Éstos se ocupaban tan sólo en cocina, modas y deportes. Alcístenes se hizo confeccionar un vestido que después Diógenes de Siracusa revendió en quinientos millones de liras, y Esmíndrides hacíase regularmente acompañar en sus viajes por mil servidores. Los cocineros tenían derecho a patentar sus platos, conservaban el monopolio durante un año, y con ello acumulaban un patrimonio que les bastaba para vivir de renta el resto de sus días. El servicio militar se desconocía.

Desgraciadamente, hacia el fin del, siglo VI esta feliz ciudad, además del placer y la comodidad, quiso también la hegemonía política, que mal se acuerda con aquéllas, por lo que se puso en litigio con Crotona, menos rica, pero más seria. Y con un enorme ejército marchó contra esta ciudad. Los crotonenses —cuéntase— les esperaron armados con flautas. Cuando se pusieron a tocarlas, los caballos de Síbaris, acostumbrados, como los de Lipizza, más a la arena del circo que al campo de batalla, se pusieron a danzar. Y los toscos crotonenses destrozaron jovialmente a los jinetes dejados a la merced de sus cuadrúpedos. Síbaris fue arrasada tan concienzudamente que, menos de un siglo después, Heródoto, que fuera a buscar los restos, no encontró siquiera rastro. Y Crotona, una vez destruido el enemigo, se infectó, como de costumbre, de sus microbios y enfermó a su vez de sibaritismo.

Y por esto Pitágoras fue a establecerse allí. En la isla de Samos, donde nació en 580, había oído hablar de aquella lejana ciudad italiana como de una gran capital donde los estudios florecían con particular lozanía. Turista impenitente, había visitado ya todo el Próximo Oriente hasta —dícese— la India. De vuelta en la patria, encontró la dictadura de Polcrates, que detestaba: era demasiado dictador él mismo para poder aceptar otro. Y se trasladó a Crotona, donde fundó la más «totalitaria» de las academias.

Podían ingresar tanto varones como hembras: mas antes tenían que hacer voto de castidad y comprometerse a una dieta que excluía el vino, los huevos y las habas. El por qué se las hubiese con las habas, nadie lo ha comprendido jamás; tal vez porque a él no le gustaban. Todos debían vestir de la manera más sencilla y decente, estaba prohibido reír, y al final de cada curso escolar todos los alumnos estaban obligados a hacer en público la «autocrítica», o sea a confesar sus propios «desviacionismos» como dicen hoy en día los comunistas que, como se ve, no han inventado nada.

Los seminaristas estaban divididos en
externos,
que seguían las clases, pero volvían a casa por la noche, y los
internos,
que se quedaban en aquella especie de monasterio. El maestro dejaba a los primeros bajo la enseñanza de sus ayudantes, y personalmente sólo se ocupaba de los segundos, los
esotéricos,
que constituían el restringido círculo de los verdaderos iniciados. Pero también estos últimos veían a Pitágoras en persona solamente después de cuatro años de noviciado, durante los cuales él les mandaba sus lecciones escritas y autentificadas con la fórmula
autos epha,
el
ipse dixit
de los latinos, que significaba «lo ha dicho él», para dar a entender que no cabía discusión. Finalmente, tras esta poca espera preparatoria, Pitágoras se dignaba aparecer en persona ante sus seleccionadísimos secuaces, y a impartirles directamente los frutos de su sabiduría.

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