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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (25 page)

BOOK: Historia de los griegos
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Pero Tucídides, el discípulo de los sofistas, nos demuestra también otra cosa: que el escepticismo había vencido ya. Los griegos, una vez arrojados del Olimpo sus dioses, instalaron en él la Razón. Y él no creía ya en nada: ni siquiera en lo que escribe.

CAPÍTULO XXXIV

De Asclepios a Hipócrates

Oh Asclepios, oh deseado, oh invocado dios, ¿cómo pues podría conducirme dentro de tu templo si tú mismo no me conduces a él, oh invocado dios que sobrepasas en esplendor el esplendor de la tierra y de la primavera? Y ésta es la plegaria de Diofanto. Sálvame, oh dios socorredor, sálvame de esta gota, que sólo tú lo puedes, oh dios misericordioso, sólo tú en la tierra y en el cielo. Oh dios piadoso, oh dios de todos los milagros, gracias a ti he sanado, oh dios santo, oh bendito dios, gracias a ti, gracias a ti, Diofanto no caminará más como un cangrejo, sino que tendrá buenos pies como tú has querido.

Ésta es una de las tantas inscripciones que se pueden leer todavía en una de las muchas lápidas del templo de Epidauro, donde todos los enfermos de Grecia acudían a hacerse curar por Asclepios, dios de la medicina. Aquella amalgama de santuario, hospital, sanatorio y bazar debía de presentar, durante el año, un aspecto harto curioso. Una muchedumbre de lisiados, de ciegos, de epilépticos, la tomaba por asalto, dando mucho quehacer, para disciplinarla, a los
zácoros,
a los
portallaves,
a los
piróforos,
que, mitad sacerdotes y mitad enfermeros, representaban a Asclepios y vigilaban los milagros.

Los peregrinos se reunían bajo los pórticos jónicos, de setenta y cuatro metros de longitud, que circundaban el templo, con su impedimenta, que debía de ser bastante voluminosa, pues cada cual tenía que proveerse por sí mismo de comida y leche. La clínica sólo proporcionaba, para no dejarles al raso, los muros del dormitorio, que estaba en la planta superior y se llamaba
ábaton.
Los pacientes, tras una noche pasada, unos durmiendo y otros rezando, eran conducidos a la fuente para tomar un baño y la precaución no debía de ser superflua: los griegos se lavaban poco cuando estaban sanos, conque figurémonos cuando estaban enfermos. Solamente después de haberse descostrado de encima lo mejor posible el hedor y la suciedad, eran admitidos en el templo propiamente dicho para la oración y la ofrenda. Asclepios era un doctor honesto; se remitía, para los honorarios, al cliente y sólo los exigía en caso de curación. Para soldar un fémur roto se contentaba con un pollo. Mas para los pobres trabajaba también gratis, como demuestra la inscripción de otra lápida, donde se recuerda el caso de un labrantín quien, no habiendo podido ofrendar más que un puñado de huesecitos, fue sanado lo mismo.

No sabemos con precisión en qué consistían las curas. Ciertamente las aguas tenían gran parte en ellas, pues la región abundaba en termales. Otro ingrediente muy usado eran las hierbas. Pero sobre todo se contaba con la sugestión que se creaba a copia de exorcismos y espectaculares ceremonias. Tal vez se recurría también al hipnotismo y en ciertos casos hasta a la anestesia, si bien no se sabe cómo la lograban. Porque de las inscripciones resulta que Asclepios, más que un clínico, era un cirujano. Éstas no hablan, en efecto, más que de vientres abiertos a cuchilladas, de tumores extraídos, de clavículas soldadas, de piernas torcidas enderezadas haciendo transitar un carro por encima. El caso más célebre de todos fue el de una mujer que, queriendo librarse de una tenia y estando Asclepios ocupado en aquel momento, se había dirigido a su hijo quien, teniendo como el padre la pasión por la cirugía, le separó la cabeza del cuello y con la mano fue a buscarle la lombriz en el estómago. La encontró y la sacó. Pero luego no pudo volver a poner la cabeza sobre el tronco de la desdichada, así que tuvo que entregarla en dos trozos al padre, quien, tras haberle dado un capón al incauto muchacho, los juntó. Esto también aparece escrito en una lápida.

Seguramente los sacerdotes que en nombre de Asclepios cumplían estas hazañas debían de ser unos bribonazos de marca. Pero no es imposible que tuviesen un poco de práctica en medicina, y de todas suertes conservaron en el culto a Asclepios algo de hogareño y cordial. En aquella gran Lourdes de Epidauro, el dios se había contentado con una simple capilla, donde se alzaba su estatua con los dos animales preferidos por él: el perro y la serpiente. El resto era destinado a la comodidad de los peregrinos y a sus recreos, con piscina y palestra.

Fue este dios socorredor y algo charlatán, pero bondadoso, o, por decir mejor, fueron sus sacerdotes los que monopolizaron la medicina griega hasta el siglo V. Sólo en tiempos de Pericles asomó la medicina laica, que se apoyaba o pretendía apoyarse en bases racionales, al margen de la religión y de los milagros. Pero también esta novedad le vino a Atenas desde fuera, o sea del Asia Menor y de Sicilia, donde se habían formado las primeras escuelas seglares.

El verdadero fundador fue Hipócrates, si bien parece ser que antes que él, en Crotona, había habido otro, Alcmeón, formado en la escuela de Pitágoras, al que se atribuye el descubrimiento de las trompas de Eustaquio y del nervio óptico. Pero de éste no sabemos casi nada, mientras que Hipócrates es una figura histórica. Era de Coo, donde todos los años acudían miles de enfermos para zambullirse en las aguas termales. Éstos constituían un excelente material de estudio para el joven Hipócrates, que era hijo de un «curandero» y discípulo de otro, Heródico de Selimbria. Empezó por elaborar una casuística que le allanó el camino para formular, sobre la base de la experiencia, la diagnosis. Sus libros fueron después reunidos en un
Corpus Hippocraticum,
donde de Hipócrates tal vez no hay más que una mínima parte, siendo el resto añadido por sus discípulos y sucesores. En él se encuentra confusamente de todo: Anatomía, Fisiología, inducciones, deducciones, consejos, investigaciones y un conspicuo número de absurdidades. No obstante, ha constituido el texto fundamental de la Medicina durante más de mil quinientos años.

Hipócrates debió de haber tenido algún disgusto con la Iglesia, porque comienza con la afirmación del valor terapéutico del rezo. Mas en seguida se pone a desmantelar el origen celeste de las enfermedades, tratando de reconducirlas a sus causas naturales. Parece que, como profesional, valía poco, pues no comprendió el valor revelador de las pulsaciones, juzgaba la fiebre sólo con el contacto de la mano y no auscultaba al paciente. Pero desde el punto de vista científico y didáctico, fue ciertamente el primero que separó la Medicina de la religión, prefiriendo anclarla en la filosofía, que desgraciadamente no es menos peligrosa. Era amigo de Demócrito, que le desafió a longevidad. Ganó el filósofo, rebasando los cien años, en tanto que el médico sólo llegó a los ochenta y tres.

El cuerpo, dice Hipócrates, está compuesto de cuatro elementos: sangre, flegma, bilis amarilla y bilis negra. Las enfermedades provienen del exceso o del defecto de cada uno de ellos. La cura debe consistir en un reequilibrio y por eso ha de basarse, más que en las medicinas, en la dieta. Mejor es prevenir la dolencia que reprimirla.

No puede decirse que bajo la guía de Hipócrates la Anatomía y la Fisiología hubiesen hecho grandes progresos. Sólo la Iglesia proporcionaba material de estudio con los despojos de los animales que eran sacrificados para deducir de ellos los auspicios. Y en cuanto a la cirugía, permaneció siendo monopolio de los practicones que la ejercían a troche y moche y, sobre todo, de aquellos que lo hacían al servicio del Ejército durante las guerras. Pero a él se debe la formación de la Medicina como ciencia autónoma y su organización. Antes de Hipócrates, se iba a Epidauro a solicitar el milagro. De laicos no había más que ciertos peripatéticos brujotes que se desplazaban de ciudad en ciudad y a quienes el Estado no exigía el título de estudios para ejercer. Había entre ellos muchas mujeres, porque sólo éstas podían curar a las demás mujeres. Alguno, como Democedo, adquirió incluso fama y ganaba buenos puñados de dinero. Pero la profesión estaba imbuida de charlatanería y, por lo tanto, desprestigiada.

Hipócrates le confirió una alta dignidad, elevándola a sacerdocio con un juramento que comprometía a los adeptos no sólo a ejercer según ciencia y conciencia, sino que también a atenerse a un rígido decoro externo, a lavarse mucho y a guardar una actitud mesurada que inspirase confianza al paciente. Por primera vez, con él, los médicos se organizaron gremialmente, se volvieron estables, fundaron
iatreia,
es decir, gabinetes de consulta, y celebraron congresos donde cada uno aportaba la contribución de sus propias experiencias y descubrimientos.

El Maestro ejercía poco. Por lo demás, estaba continuamente de viaje para consultas de excepción. Le llamaban hasta el rey Pérdicas de Macedonia y Artajerjes de Persia. Atenas le invitó en 430 antes de Jesucristo, cuando hubo una epidemia de tifus petequial. No sabemos qué curas prescribió ni qué resultados obtuvo. Pero Hipócrates tenía un modo de diagnosticar y de pronosticar, a fuerza de sonoras palabras científicas, que infundía respeto hasta cuando no curaba el mal. Y era célebre por aforismos como: «El arte es largo, pero el tiempo es fugaz», que dejaban a los pacientes con sus reumatismos y sus jaquecas, pero que les sugestionaban.

Su buena salud era la mejor
réclame
de sus terapias. A los ochenta años correteaba aún de una ciudad a otra, de un Estado a otro, huésped de las casas más señoriales, pero siempre sujeto a un horario y a una dieta rigurosa. Comer poco, andar mucho, dormir sobre duro, levantarse con los pájaros y con éstos acostarse, era su regla de vida.

Fue una especie de Frugoni
[1]
. Más que fundar una ciencia, dio un ejemplo a todos los que a partir de entonces habrían de servirla.

CAPÍTULO XXXV

El proceso de Aspasia

Formalmente Pericles permaneció
strategos autokrator
hasta 428 antes de Jesucristo, cuando murió. De hecho, estaba «jubilado» hacía tres años, o sea en 432, cuando se intentó un proceso contra Aspasia, aunque en realidad el objetivo era él. Fue la
grande affaire
política y mundana del momento, una especie de Capocotta con protagonistas de más alto y noble nivel, pero con aspectos no menos sórdidos y bajos.

La ofensiva fue lanzada por los conservadores, que ya habían intentado dañar a Pericles difamando y acusando a sus amigos más íntimos y colaboradores. Fidias lo fue por indebida apropiación de una cantidad de oro que se le entregó para exornar su gigantesca estatua de Atenas y resultó condenado. Ánaxágoras, atacado por herético, huyó para escapar de un proceso de cuyo resultado no estaba nada seguro y que el propio Pericles quería evitar. Hasta que, envalentonados por esos éxitos, los conservadores llevaron al tribunal a Aspasia, bajo la acusación de impiedad.

Fue como destapar un ataúd, tal fue la podredumbre que salió en forma de cartas y de libelos anónimos. Los más descalificados libelistas de la época, capitaneados por Hermipo, compitieron en lanzar las calumnias más infamantes contra la «primera dama de Atenas», representándola como una vulgar celestina, que había hecho de Pericles lo que Deyanira había hecho de Hércules, no ya envolviéndole en una camisa ardiendo, sino debilitándole y prostituyéndole con orgías, cocaína y «misas negras». Gracias a ella, decían, la casa del
autokrator
se había convertido en un burdel, donde Aspasia atraía a las damas de la buena sociedad y a sus hijas menores de edad, para darlas en pasto a su estragado amante y luego rescatarle.

Nada de esto fue probado al tribunal compuesto de mil quinientos jurados. En defensa de la acusada habló el mismo Pericles, cuya voz se quebraba en sollozos de vez en cuando. Tal vez lo que le inspiraba tal desesperación no eran los peligros que corría la persona que él amaba más que nada en el mundo, sino el espectáculo de la ingratitud, la envidia ruin, los sordos rencores, los complejos de inferioridad que la sociedad ateniense ponía de manifiesto en perjuicio de un hombre a quien debía, si no todo, mucho. Y tal vez la verdadera razón por la cual él se apartó desde entonces fue que aquella experiencia le había quitado la fe en la democracia, haciéndosela aparecer como la incubadora de los más bajos instintos humanos.

Pero incluso políticamente, además de moralmente, este proceso es instructivo porque nos muestra los límites de lo que erróneamente fue llamada «la dictadura de Pericles» y nos esclarece su esencia. ¿Os imagináis, en pleno fascismo, un proceso contra Claretta Petacci, o en pleno nazismo contra Eva Braun? Evidentemente, el
strategos autokrator
no era un
duce
ni un
führer
y su régimen no era semejo a ninguno de los modernos totalitarismos policíacos.

Para comprender algo de ello hay que poner siempre mientes en los tres hechos fundamentales que lo condicionan: la restricción de la ciudadanía, que no rebasaba los treinta mil votantes, de los que una mitad, la del campo, como yo hemos dicho, quedaba excluida por las dificultades del viaje; la conciencia, por parte de los ciudadanos, de constituir una minoría privilegiada en una ciudad de más de doscientos mil habitantes; y su honda participación en los asuntos políticos y de Estado, dado el escaso sentido que tenían de los vínculos familiares. Mientras un italiano de hoy es antes que nada un padre, un marido, un hijo, etc., o sea un hombre convencido de tener deberes sólo con la familia, en nombre de la cual puede incluso ser un desertor en la guerra y un ladrón en la paz, el ateniense de entonces era, antes que cualquier otra cosa, un ciudadano para el cual prevalecían los deberes sociales. Éste los cumplía sobre todo en dos sedes; la del
club
o «confraternita» y la del Parlamento o
Ecclesia.

En Atenas había tantos
clubs
casi como hoy día en los países anglosajones. Cada ateniense pertenecía por lo menos a tres o cuatro; pongamos el de los oficiales retirados, el de los que se habían elegido por patrono determinado dios o diosa, el profesional, el de los aficionados a cierto vino o a cierta lechoncita. Y era una manera de conocerse y controlarse uno a otro, de establecer vínculos, de tomar decisiones colegiales de categoría que tenían eco en el Parlamento.

Aquí se reunían cuatro veces al mes todos los ciudadanos, no ya sus diputados. Los atenienses no elegían a nadie para representarles. Dado el número relativamente escaso, iban en persona. Y se reagrupaban, no según los partidos, sino, en todo caso, según los
clubs,
donde habían llegado ya a un acuerdo sobre la actitud a tomar respecto a los proyectos de ley en discusión. Naturalmente, existía una notoria división entre los oligárquicos con su séquito proletario y los demócratas; mas no existía una «derecha» y una «izquierda» como en la topografía política moderna.

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