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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (28 page)

BOOK: Historia de los griegos
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Tucídides le atribuye estas palabras, cuando, fugitivo, se presentó a los oligarcas espartanos: «Nadie sabe mejor que yo, que he vivido en ella y soy su víctima, lo que es la democracia ateniense. No me hagáis gastar saliva sobre una cosa de tan evidente absurdidad.» Tales palabras fueron sin duda del agrado de aquellos reaccionarios, pero no desarmaron su desconfianza. Alcibíades, es cierto, era aristócrata y partidario de la guerra. Para granjearse la confianza de los espartanos, se dedicó a imitar sus estoicas y puritanas costumbres. Aquel que hasta entonces había sido el árbitro de todas las elegancias y refinamientos, tiró los zapatos para pasearse descalzo, con una basta túnica en los hombros, se alimentó de cebollas y empezó a bañarse hasta en invierno en las gélidas aguas del Eurotas. Era tal el rencor que incubaba contra Atenas que para vengarse de ellos ningún sacrificio le parecía desmedido. Así logró persuadir a los espartanos de que ocupasen Deceleia, donde Atenas se abastecía de plata.

Desgraciadamente, aun sucio y mal vestido, era todavía un buen mozo y sus maneras aparecían irresistibles a las mujeres, sobre todo a las de Esparta, que no estaban acostumbradas a ellas. La reina se enamoró de él y cuando el rey Agis volvió del campo, donde había hecho las grandes maniobras, encontró un arrapiezo del cual le constaba no haber sido el autor. Alcibíades declaró, para excusarse, que no había podido sustraerse a la tentación de contribuir con su sangre a la continuidad de la dinastía en un trono glorioso como el de Esparta, pero de todas suertes juzgó prudente embarcar como oficial de marina en una flotilla que partía hasia Asia. Los amigos le aconsejaron, una vez desembarcado, que mudase de aires. La flotilla, en efecto, era perseguida por un mensajero que tenía orden de eliminar al adúltero. Éste tuvo apenas tiempo de evitar la puñalada y en Sardes fue a ver al almirante persa Tisafernes, a quien le ofreció, para cambiar, sus servicios contra Esparta.

Dejémosle un momento en los líos de su triple juego, para volver a Atenas, al borde de la catástrofe. La ciudad estaba ya totalmente aislada, pues hasta los más fieles satélites se iban pasando al enemigo, Eubea no enviaba más trigo y no había una flota para obligarle a ello. Los espartanos, al ocupar Deceleia, además de las minas de plata, se habían adueñado de los esclavos que en ellas trabajaban y que se alistaron en su Ejército. Y por si fuera poco habían iniciado tratos con Persia para aniquilar al insolente adversario común, prometiéndole el archipiélago jonio. Era la gran traición. Los griegos llamaban en su ayuda a los bárbaros para destruir a otros griegos.

En el interior, el caos. El partido conservador, acusando al demócrata de haber querido la ruinosa guerra, organizó una rebelión, tomó el poder, lo confió a un Consejo de los Cuatrocientos y, asesinando algunos jefes de la oposición, la redujo a tal espanto que la Asamblea, si bien de mayoría aún demócrata, votó los «plenos poderes», es decir, que abdicó los propios.

Pero después de la revolución vino el golpe de Estado. Algunos de los mismos conservadores, guiados por Terámenes, volvieron a mandar a sus casas a los Cuatrocientos, les sustituyeron por un Consejo de Cinco mil y trataron de crear una «unión sagrada» con los demócratas para dar vida a un Gobierno de salvación nacional. Podía ser una solución, de no haber surgido una especie de «rebelión de Kronstadt» por parte de los marinos de la reducida flota, quienes anunciaron que no volverían a entrar en el puerto un cargamento de trigo si no se restauraba inmediatamente el Gobierno demócrata. Era el hambre. Terámenes expidió mensajeros a Esparta: Atenas estaba dispuesta a abrir las puertas a su Ejército, si venía para traer vituallas y apuntalar el régimen. Pero los espartanos, como de costumbre, perdieron tiempo pensándolo, la población hambrienta se rebeló, los oligarcas huyeron y los demócratas volvieron al poder para organizar una resistencia a ultranza.

Nada puede darnos mejor la medida de la desesperación a la que estaban reducidos, como la decisión que tomaron de llamar, para ponerse al frente de sus reducidas fuerzas, a Alcibíades, quien, no contento con haber traicionado a Atenas con Esparta y después a Esparta con Persia, había intrigado también con Terámenes. En 410 volvió a la patria, como si hasta aquel momento le hubiese servido fielmente, se puso al frente de la flota y durante tres años infligió a la espartana una nutrida serie de derrotas. Atenas respiró, comió y aclamó, pero se olvidó de mandar los haberes a los marinos. Con el desenfado que le distinguía, Alcibíades decidió obrar por su cuenta. Dejando el mando de la escuadra a su lugarteniente Antíoco con orden de no moverse de las aguas de Nozio pasara lo que pasara, partió con pocas embarcaciones hacia Caria para saquearla y proveerse de dinero. Pero Antíoco, que era un ambicioso, vio la buena ocasión para demostrar sus propias capacidades: fue al encuentro de la flota espartana mandada por Lisandro y perdió la suya, a la par que su vida. Alcibíades, esta vez, nada tenía que ver con ello. Pero como gran almirante fue considerado responsable de aquel enésimo y definitivo desastre y huyó a Bitinia.

En Atenas se tomaron decisiones supremas. Todas las estatuas de oro y plata dedicadas a la divinidad que fuese, se fundieron para financiar la construcción de una nueva flota, que fue adjudicada a diez almirantes, uno de los cuales era hijo de Pericles y de Aspasia. Encontraron a la escuadra espartana en las islas Arginusas (406 a. J. C.) y la derrotaron; pero después perdieron veinticinco naves en una tempestad. Los ocho almirantes supervivientes fueron sometidos a proceso, y le tocó ser juez también a Sócrates, quien se pronunció por la absolución, pero fue batido. Los ocho almirantes fueron ejecutados. Poco después, los autores de la condena de muerte fueron a su vez condenados a muerte. Pero el daño ya estaba hecho. Hubo de sustituir a los almirantes muertos con otros que valían menos que ellos y que buscaron un desquite contra Lisandro en Egospótamos, cerca de Lámpsaco, donde Alcibíades estaba refugiado en aquel momento. Desde lo alto de una colina vio las naves atenienses, diose cuenta en seguida de que habían sido mal alineadas y se apresuró a advertir a sus compatriotas. Éstos le acogieron mal y le echaron tachándole de traidor, precisamente la vez en que Alcibíades no lo era. El día siguiente, el traidor hubo de asistir impotente a la catástrofe de la última flota ateniense, que perdió en el encuentro doscientas naves logrando salvar solamente ocho. Lisandro, que había sabido del paso de Alcibíades mandó un sicario para matarle. Alcibíades buscó refugio en casa del general persa Farnabazo. Pero ya no era más que un Quisling que no encontraba protectores dispuestos a creerle. Farnabazo le dio un castillo y una cortesana, pero también un piquete de guerreros que en realidad eran unos sicarios y que pocas noches después le asesinaban. Así, a los cuarenta y seis años, concluyó la carrera del más extraordinario, inteligente e innoble traidor que la Historia recuerde.

Atenas no le sobrevivió de mucho. Lisandro la bloqueó con su flota y durante tres meses la hizo perecer de hambre. Para indultar a los supervivientes impuso las siguientes condiciones: demolición de las murallas, llamada al poder a los conservadores huidos y ayuda a Esparta en toda guerra que ésta hubiese de emprender en el futuro.

Corría el año 404 antes de Jesucristo cuando los oligarcas volvieron «en la punta de las bayonetas enemigas», como se diría ahora, bajo la guía de Terámenes y de Critias, quienes instituyeron, para gobernar la ciudad, un Consejo de los Treinta. Y hubo una insensata opresión. Además de los que fueron asesinados, cinco mil demócratas tuvieron que emprender el camino del exilio. Todas las libertades quedaron revocadas. Sócrates, a quien se le prohibió seguir enseñando y que se negó a obedecer, fue encarcelado, por bien que Critias fuese amigo y ex alumno suyo.

Mas las reacciones duran poco. El año siguiente, los desterrados demócratas habían formado ya un ejército a las órdenes de Trasíbulo y con él marchaban a la reconquista de Atenas. Critias llamó la población a las armas, pero ésta no respondió. Sólo un puñado de asesinos comprometidos ya con su régimen se unió a él en una resistencia sin esperanza. Fue derrotado y muerto en una corta batalla y Trasíbulo, vuelto a entrar en Atenas con los suyos, restableció un Gobierno democrático que se distinguió en seguida por su escrúpulo legalista y la benignidad de las depuraciones. Hubo condenas al destierro, pero ninguna pena capital; los afectados fueron tan sólo los grandes responsables. Para todos los demás hubo amnistía.

Esparta, que se había empeñado en sostener el régimen oligárquico, se contentó con exigir al democrático los cien talentos que había pedido como indemnización de guerra. Y como los obtuvo en seguida, no insistió con más pretensiones.

CAPÍTULO XXXIX

La condena de Sócrates

A esta regla de sabia tolerancia hacia sus adversarios, la restaurada democracia hizo una sola excepción: en perjuicio de un hombre que era sin duda el más grande de los atenienses vivos, y que no era adversario: Sócrates.

La condena de Sócrates queda como uno de los más grandes misterios de la Antigüedad. El setentón Maestro había rehusado obediencia a los Treinta y denunciado el mal gobierno de Critias. Escapaba, por tanto a cualquier acusación de «colaboracionismo», como hoy se diría, y no era susceptible de «depuración». De hecho, sus adversarios no le acusaron en el plano político, sino en el religioso y moral. La imputación que se le dirigió en 399 era de «impiedad pública respecto a los dioses, y corrupción de la juventud». El jurado estaba compuesto por mil quinientos ciudadanos. Y en aquello que hoy llamaríamos la tribuna de la Prensa, sentábanse, entre otros, Platón y Jenofonte, cuyas reseñas permanecen como los únicos testimonios dignos de consideración del proceso.

Fue el «affaire Dreyfus» de la época. Y como siempre sucede en esos casos, los motivos pasionales se sobrepusieron a todo criterio de justicia. Mas precisamente por esto el proceso nos dice más acerca de la psicología del pueblo griego que cualquier libro.

De los tres ciudadanos que habían presentado la querella, Anito, Meletos y Licón, el primero tenía motivos personales de rencor para con Sócrates porque, cuando tuvo que ir al destierro, su hijo se había negado a seguirle para quedarse en Atenas con el Maestro, del cual era un apasionado partidario, se había dado a la buena vida y murió medio alcoholizado. Anito era un hombre de bien, un demócrata auténtico que por sus ideas había sufrido destierro y que después combatió valerosamente bajo Trasíbulo respetando la vida y los bienes de los oligarcas que habían caído en sus manos. Pero, como padre, era lógico que guardase cierto resentimiento. Lo que sorprende es que éste fuese compartido por gran parte de los ciudadanos, como demostraron los hechos.

Los motivos inmediatos de la impopularidad de Sócrates eran evidentes, pero de escaso relieve. Se le reprochaba haber tenido entre sus discípulos a Alcibíades y a Critias, muy odiados en aquel momento. Pero uno y otro se habían apartado muy pronto del Maestro, precisamente por refractarios a sus enseñanzas. Además, entre los estudiantes de Sócrates siempre había habido de todo. En cuanto a sus antiguas costumbres sexuales, en la Atenas de aquel tiempo no habían sido nunca motivo de escándalo.

Pero eran otras y más profundas las razones por las que muchos, sin tener conciencia de ello, le detestaban. Y las había indicado claramente la comedia de Aristófanes, que no constituyó en absoluto, como dice Platón, un texto de acusación contra el encausado, pero que documenta los motivos por los cuales había sido mal visto. Sócrates era, por naturaleza, un aristócrata, no en el sentido trivial y vulgar de pertenecer a una clase y participar de sus prejuicios, sino en el sentido intelectual, que es el único que cuenta. Era pobre, iba vestido como un andrajoso y nadie podía reprocharle la menor deslealtad respecto al Estado democrático.

Al contrario, había sido un buen soldado en Anfípolis, en Delios y en Potidea. Se había mostrado como un juez escrupuloso en el proceso de los almirantes de las Arginusas. Se había rebelado a Critias, a pesar de ser su amigo. El respeto a las leyes de la ciudad, antes de predicarlo en el
Critón,
lo había practicado.

Como filósofo, empero, había exigido que aquellas leyes estuviesen a tono con la justicia y había impelido a sus discípulos a fiscalizar que así ocurriese. Para él, el ciudadano ejemplar era el que obedecía cuando recibía una orden de la autoridad, pero que antes de recibirla y después de haberla cumplido, discutía si la orden era buena y si la autoridad la había formulado bien. No se jactaba de saberlo en absoluto, pero reivindicaba el derecho a indagarlo y por esto había fundado todo su método en las preguntas. «
Tí estí?
», preguntaba. «¿Qué es esto?» Buscaba los conceptos generales y trataba de conseguirlos a través de las inducciones. «Dos cosas —dice Aristóteles— se le deben reconocer: los discursos inductivos y las definiciones.» Y su objeto era claro: preparar una clase política instruida que gobernase según justicia, tras haber aprendido bien qué es justicia. Llevaba en la cabeza una
noocracia,
o sea una especie de dictadura de la aptitud que naturalmente excluía la ignorancia y la superstición.

Todo esto la plebe no lo sabía porque no era capaz de seguir la dialéctica socrática. Pero lo intuía. E instintivamente odiaba a Sócrates y su sutil modo de razonar, del cual se sentía excluida. Aristófanes, con su tosco «qualunquismo»
[3]
precursor, no había sido más que el intérprete de aquella protesta plebeya, la cual pretendía oponer a Sócrates un sentido común y estaba animada por la envidia que todos los hombres mediocres sienten hacia los de intelecto superior. Porque no hay que creer que Atenas estuviese compuesta exclusivamente de filósofos cultos. Como en la Florencia del siglo XVI y en el París del siglo
XVIII,
la gente de cultura constituía una restringida minoría en medio de una masa de bajo nivel.

Ahora bien, de esta masa procedía la mayoría de los jurados y la del público que sobre aquéllos reflejaba sus propias pasiones. Es de creer, sin embargo, que difícilmente se habría llegado a la condena, si el mismo Sócrates no hubiese puesto lo suyo para provocarla. No es que se negara a defenderse. Lo hizo y hasta con elocuencia, si bien no hacía falta mucha para refutar las acusaciones. Dijo que siempre había respetado formalmente a los dioses. Era verdad y nadie pudo replicarle que, sin embargo, no había creído en ellos, pues en aquellos tiempos tal problema no se planteaba. En cuanto a la corrupción de los jóvenes, desafió a quien fuere a negar que siempre les había exhortado a la templanza, a la piedad y a la prudencia. Mas en seguida se lanzó a la más orgullosa e inoportuna apología de sí mismo, proclamándose investido por los dioses de la misión de revelar la verdad.

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