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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (5 page)

BOOK: Historia de los griegos
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Este hecho acarrea otro: la colonización.

La diáspora de los griegos en toda la cuenca mediterránea, que les condujo a fundar sus características
poleis
un poco en todas partes, desde Mónaco y Marsella a Nápoles, a Reggio, a Bengasi, en las costas asiáticas y en el mar Negro, atravesó dos estadios. El primero fue el confuso y desordenado de la fuga pura y simple, escapando de las invasiones, y especialmente de la doria, y no obedecía a ningún plan ni programa. La gente no partía para fundar colonias: huía para salvar el pellejo y la libertad, y buscó refugio sobre todo en las islas de la Jonia y del Egeo porque eran las más cercanas a la tierra firme y porque ya estaban habitadas por una población pelasga. Es imposible decir qué proporciones alcanzó este fenómeno; pero debieron ser notables. Como fuere, un primer estrato de población griega con sus usos y costumbres estaba establecido ya en estos archipiélagos cuando en el siglo VII comenzó el flujo migratorio organizado.

Con seguridad, ello fue debido al aumento de la población en las
poleis
y a su carencia de aledaños donde alojarla. No había espacio donde desarrollar una sociedad campesina. Además, admitiendo que lo hubiese sido en el pasado, el griego que emergía de los seis siglos de vida en la ciudad no era ya un campesino; y hasta cuando poseía una granja, después de haber trabajado en ella todo el día, por la noche volvía a dormir, y sobre todo a charlar y a chismorrear, en la ciudad. Pero las murallas ciudadanas no podían contener gente más allá de cierto límite: además de una repugnancia espiritual, como hemos visto en Platón y Aristóteles, existía para la
polis
la imposibilidad material de transformarse en metrópoli. Y fue entonces, o sea en el siglo VIII, cuando se comenzó a disciplinar y a organizar la emigración.

«Colonia», en griego, se dice
apoikia,
que significa literalmente «casa afuera»; y ya la palabra excluye toda intención de conquista y toda reticencia imperialista. Eran solamente unos pobres diablos que se iban a poner casa. Y si bien su Gobierno designaba al frente de aquellas expediciones un «fundador» que asumía el mando y la responsabilidad de la expedición, la
apoikia,
una vez constituida, no se convertía en dependencia, dominio o protectorado de la ciudad-madre, sino que conservaba con ésta tan sólo vínculos sentimentales. Algún privilegio era concedido a los viejos conciudadanos cuando iban de visita o por negocios; la lumbre en el hogar público era encendida con tizones traídos de la patria de origen; y a ésta era costumbre dirigirse para que designase un nuevo «fundador», si la colonia, superpoblada a su vez, decidía fundar otra. Pero no había servidumbre política. Es más, de vez en cuando estallaban guerras entre ellas, como tal ocurrió entre Corinto y Corfú. Y ni siquiera había servidumbre económica. La
apoikia
no era una base ni un emporio de la madre-patria, con la cual hacía solamente los negocios que le convenían. En suma, así como faltaba una ligazón nacional entre las
poleis,
también faltaba un vínculo imperial entre cada una de ellas y sus colonias. Y también esto contribuyó de manera decisiva a la dispersión del mundo griego, a su sublime desprecio de todo orden y criterio territorial. Grecia nació a pesar de la geografía. De este desafío sacó muchas ventajas, pero del mismo le vino también la ruina.

Otros motivos que la obligaron a ellos fueron, se dice, los geofísicos y los económicos, o sea la configuración particular de la península, que hacía difíciles los contactos por vía terrestre. Pero nosotros creemos que ésta fue más bien una consecuencia que una causa. Ningún obstáculo natural impidió a los romanos, animados por una enorme fuerza centrípeta, el crear una imponente red de caminos aun a través de las regiones más impenetrables. Los griegos eran, y siguen siendo, centrífugos. Atenas no sintió jamás necesidad de una carretera que la uniese con Tebas, sencillamente porque ningún ateniense sentía el deseo de ir a Tebas. En cambio, tuvo una hermosísima, con El Pireo porque El Pireo formaba parte de la
polis,
la cual a su vez no se sentía parte de nada más.

Los griegos podían concedérselo, por otra parte, porque en aquel momento ninguna fuerza externa enemiga les amenazaba, y ésta fue acaso su gran desventura. En Asia, el imperio de los hititas se había derrumbado: en su lugar había, a la sazón, los reinos de Lidia y de Persia, todavía en formación y, por tanto, sin fuerza agresiva. En África, Egipto decaía. El Occidente estaba sumido en las tinieblas de la prehistoria, Cartago era un puertecito de piratas fenicios. Rómulo y Remo no habían nacido, y los emigrantes griegos que se habían ido a fundar Nápoles, Reggio, Síbari, Crotona, Niza y Bengasi, no habían encontrado en los parajes más que tribus bárbaras y desunidas, incapaces, no digo ya de atacar, sino siquiera de defenderse. Al Norte, la península balcánica era tierra de nadie. Tras la invasión de los aqueos y la de los dorios, desde sus selvas y montañas no se había ya asomado ningún enemigo sobre Grecia.

En aquel vacío, la
polis
pudo tranquilamente entregarse a su vocación particularista y secesionista, sin ninguna preocupación de unidad nacional. Es bajo la amenaza del exterior cuando los pueblos se unen. Y por eso los dictadores modernos la inventan cuando no existen. Reyertas y pequeñas guerras se desarrollaban entre
poleis,
es decir, en familia, y, por consiguiente, en vez de unirla, contribuían a dividirla cada vez más.

He aquí, pues, el cuadro que nos presenta Grecia, políticamente, ahora que comienza su verdadera historia; una vía láctea de pequeños Estados diseminados a lo largo de todo el arco del Mediterráneo oriental y del occidental, cada uno de ellos ocupado en elaborar dentro de las murallas ciudadanas una propia experiencia política y una cultura autóctona. Intentemos recoger los primeros frutos en sus personajes más representativos.

CAPÍTULO VII

Zeus y familia

La historia política de Grecia es, pues, la de muchos pequeños Estados, compuestos con mucha frecuencia de una sola ciudad con pocas hectáreas de tierra alrededor. Jamás constituyeron una nación. Pero a hacer de ellos lo que suele llamarse una civilización contribuyeron dos cosas; una lengua en común a todos, por encima de los dialectos particulares, y una religión nacional, por encima de ciertas creencias y cultos locales.

En cada una de estas pequeñas ciudades-estado, el centro estaba, en efecto, constituido por el templo que se alzaba en honor del dios o de la diosa protectora. Atenas veneraba a Atenea, Eleusis a Deméter, Éfeso a Artemisa, y así sucesivamente. Sólo los ciudadanos tenían derecho a entrar en aquellas catedrales y de participar en los ritos que en ellas se celebraban: era uno de los privilegios que más apreciaban. Los más trascendentes acontecimientos de su vida —nacimiento, matrimonio y muerte— habían de ser consagrados en los templos. Como en todas las sociedades, cualquier autoridad —desde la del padre sobre la familia a la del
arcante
sobre la ciudad— había de ser «ungida por el Señor», o sea que era ejercida en nombre de un dios. Y dioses los había para personificar todas las virtudes y todos los vicios, todo fenómeno de la tierra y del cielo, cada éxito y cada desventura, cada oficio y cada profesión.

Los mismos griegos no lograron jamás poner orden y establecer una jerarquía entre sus protectores, en nombre de los cuales también se enzarzaron en muchas guerras entre sí, reclamando cada cual la superioridad del dios suyo. Ningún pueblo los ha inventado, maldecido y adorado jamás en tal cantidad. «No hay hombre en el mundo —decía Hesíodo, que, sin embargo, pasaba por ser competente— que pueda recordarlos todos.» Y esta plétora es debida a la mezcla de razas —pelasga, aquea y doria— que se superpusieron en Grecia, invadiéndola en oleadas sucesivas. Cada una de ellas traía consigo sus propios dioses, pero no destruyó los que ya estaban instalados en el país. Cada nuevo conquistador degolló un determinado número de mortales, pero con los inmortales no quiso líos y los adoptó, o por lo menos los dejó sobrevivir. De modo que la interminable familia de dioses griegos está dividida en estratos geológicos, que van de los más antiguos a los más modernos.

Los primeros son los autóctonos, es decir, los de las poblaciones pelasgas, originarias del territorio, y se reconocen porque son más terrestres que celestes. En cabeza figura Gea, que es la Tierra misma, siempre encinta u ocupada en amamantar como una nodriza. Y detrás de ella viene al menos un millar de deidades subalternas, que viven en las cavernas, las árboles y los ríos. Se lamentaba un poeta de aquellos tiempos: «No se sabe ya dónde esconder una fanega de trigo: ¡cada hoyo está ocupado por un dios!» En un dios se personificaba hasta cada viento. Fuesen gélidos como Noto y Euro, o tibios como Céfiro, se divertían enmarañando las cabelleras de náyades y nereidas que poblaban torrentes y lagos, acosadas por Pan, el robacorazones cornudo que las hechizaba con su flauta. Había divinidades castas, como Artemisa. Pero también indecentes como Deméter, Dioniso y Hermes, los cuales exigían prácticas de culto que hoy serían castigadas como otros tantos ultrajes al pudor. Y por fin había los más aterradores y amenazadores, como el ogro de la fábula: los que moraban bajo tierra. Los griegos trataban de congraciarse con ellos dándoles nombres amables y afectuosos; llamaban por ejemplo Miliquio, es decir «el benévolo», a un tal Ctonio, serpiente monstruosa y Hades, el hermano de Zeus, a quien éste había cedido en contrata los más bajos servicios, fue rebautizado Plutón y le nombraron dios de la abundancia. Pero el más espantoso era Hécate, la diosa del mal de ojo, a la que se sacrificaban muñecas de madera esperando que sus jefaturas se limitasen a ellas.

El Olimpo, o sea la idea de que los dioses moraban no en la tierra, sino en el cielo, la llevaron a Grecia, como hemos dicho, los invasores aqueos. Estos nuevos amos, cuando llegaron a Delfos, donde se alzaba el más majestuoso templo a Gea, la sustituyeron por Zeus, y poco a poco impusieron también en todo el resto del país sus dioses celestes a los terrestres que ya eran venerados, pero sin barrerlos. Así se formaron dos religiones; la de los conquistadores, que constituían la aristocracia dominante, con sus castillos y palacios, que rezaba mirando al cielo; y la del pueblo llano dominado, en sus chozas de adobe y paja, que rezaba mirando la tierra. Homero nos habla solamente de los olímpicos, o sea celestes, porque estaba a sueldo de los ricos; hoy día, la gente de izquierdas le habría llamado «el poeta de la Confindustria». Y de esta «religión para señores», Zeus es el rey.

No obstante, en el sistema teológico que poco a poco se fue instituyendo, tratando de conciliar el elemento celeste de los conquistadores con el terrestre de los conquistados, no es él quien creó el mundo, que existía ya. No es siquiera omnisciente y omnipotente, tanto es así que sus subalternos le engañan a menudo, y él tiene que sufrir las malicias de aquéllos. Antes de volverse «olímpico», o sea sereno, estuvo sujeto a crisis de desarrollo, tuvo pasiones terribles no sólo por diosas, sino también por mujeres comunes, y de este vicio no le curó tampoco la vejez. En general, se mostraba caballeroso con las seducidas, porque las desposaba. Pero luego era capaz también de comérselas, como hizo con su primera esposa, Metis, que, estando encinta, le parió dentro del estómago a Atenea, y él, para sacarla, tuvo que desenroscarse la cabeza. Luego casó con Temis, que le pagó al contado con doce hijas, llamadas Horas. Después Eurínome, que le dio las tres Gracias. Después, Leto, de quien tuvo Apolo y Artemisa. Después Mnemosina, que le hizo padre de las nueve Musas. Después su hermana Deméter, que parió a Perséfone. Y por fin Hera, que él coronó reina del Olimpo, sintiéndose ya demasiado viejo para correr otras aventuras matrimoniales: lo que no le impidió, sin embargo, dedicarse de pasada a pequeñas distracciones como aquella con Alcmena, de la que nació Hércules.

Como que la sangre no miente, cada uno de estos hijos tuvo otras tantas aventuras y dio a Zeus un ejército de nietos otro tanto desordenados. Sin embargo, no hay que creer demasiado a los poetas que se lo atribuyeron. Cada uno de éstos estaba al servicio de una ciudad o de un señor que, queriendo buscar en su propio árbol genealógico un vínculo con aquellos encumbrados personajes celestes, le pagaba para que se lo encontrase.

Este Panteón, litigioso, inquieto, chismoso y sin jerarquía definitiva, fue común a toda Grecia. Y aunque alguna de sus ciudades eligió como protector un dios o diosa diferentes a los demás, todas reconocieron la supremacía de Zeus y, lo que más cuenta, practicaron los mismos ritos. Los sacerdotes no eran los dueños del Estado, como sucedía en Egipto, pero los dueños del Estado se hacían sacerdotes para desarrollar las prácticas del culto, que consistían en sacrificios, cánticos, proposiciones, rezos y alguna vez banquetes. Todo estaba regulado con una precisa y minuciosa liturgia. Y en las grandes fiestas que anualmente cada ciudad celebraba en honor de su patrono, todas las demás mandaban sus representantes. Lo que constituyó uno de los pocos ligámenes sólidos entre aquellos griegos centrífugos, pendencieros y separatistas..

Los magistrados, en su calidad de altos sacerdotes, se hacían ayudar por especialistas, para los cuales no existía ningún seminario, pero que se habían vuelto tales a fuerza de práctica. No constituían ninguna casta y no estaban sujetos a regla alguna. Bastaba con que conociesen el oficio. El más buscado era el de adivino, que cuando se trataba de mujeres se llamaban sibilas y tenían la especialidad de interpretar los oráculos. De estos oráculos los había en todas partes, pero los más célebres fueron el oráculo de Zeus en Dodona y el de Apolo en Delfos, que habían alcanzado grandísima fama hasta en el extranjero y conseguido una afectuosa clientela entre los extranjeros. También Roma, más tarde, solía enviar mensajeros para interrogarles antes de iniciar alguna empresa importante. Los oráculos eran atendidos por sacerdotes y sacerdotisas que conocían el secreto para interpretar sus respuestas, y lo hacían de tal suerte que éstas resultasen siempre exactas.

Estas ceremonias sirvieron también mucho para crear y mantener vínculos de unión entre los griegos. Algunas ligas entre varias ciudades, como la anfictiónica, se formaron en su nombre. Los Estados que las componían se reunían dos veces al año en torno del santuario de Deméter: en primavera en Delfos, en otoño en las Termópilas.

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