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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (4 page)

BOOK: Historia de los griegos
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Era, hay que decirlo, hijo de Zeus, quien, antes de haber desposado a Hera, se concedía algunas libertades, y una vez perdió francamente la cabeza por una mujer vulgar, aunque de sangre aristócrata: Alcmena, mujer de un Anfitrión tebano, que después había de dar su nombre a una de las más simpáticas y benéficas categorías del género humano: el de la gente hospitalaria.

Zeus estaba tan apasionado por ella, que hizo durar veinticuatro horas, en vez de ocho, la noche en que fue a visitarla. Y el fruto de aquel abrazo fue en proporción a su duración. Hera, para vengarse, mandó dos serpientes a estrangular al neonato. Pero éste cogiéndolas entre el índice y el pulgar les aplastó la cabeza. Por esto le llamaron Hércules, que quiere decir «gloria de Hera».

Creció idóneo a sí mismo, y convirtióse en breve en el más popular de los héroes griegos por su carácter alegrote, vagabundo, cariñoso y amable, aunque de vez en cuando, creyendo hacerle una caricia, le rompía la columna vertebral a un amigo, y luego se echaba a llorar sobre el cadáver por su propio atolondramiento. Las hizo de todos los colores. Sedujo a las cincuenta hijas del rey de Tespias, mató con las manos a un león, cuya piel fue, desde entonces su único vestido, enloqueció por una brujería de Hera, estranguló a sus propios hijos y fue a curarse a Delfos, donde le ordenaron retirarse a Tirinto y ponerse a las órdenes del rey Euristo, quien, para tenerle sujeto, le ordenó doce empresas dificilísimas y arriesgadísimas, esperando que en una de ellas dejase la piel. Pero Hércules las llevó a cabo.

Después de muerto, fue venerado como un dios, pero sus hijos, llamados heráclidas, que debían de ser millares dada la fuerza demográfica del papá y que habían heredado su carácter turbulento se convirtieron en los bandidos de Grecia. Uno de ellos, Hilo, retó, uno tras otro, a los soldados que el rey había movilizado para echarle con sus hermanos. La condición era que, si les vencía a todos, los heráclidas tendrían en premio el reino de Micenas. Si perdía, se marcharían, comprometiéndose a volver sólo después de transcurridos cincuenta años, o sea en las personas de sus hijos y nietos. Perdió, y la promesa fue mantenida. Los heráclidas partieron, pero sus descendientes de la tercera generación, al cumplirse el medio siglo, se presentaron puntualmente, mataron a los aqueos que intentaron resistir, y se adueñaron de Grecia.

Esto que la leyenda llama «el retorno de los heráclidas», en lenguaje histórico se llama «invasión doria», y aconteció hacia el año 1100 antes de Jesucristo. Sin duda fueron los mismos dorios, si no los que elaboraron de raíz esta leyenda, los que se la apropiaron. Deparaba un pretexto para el abuso y un blasón al señorío de los nuevos amos, haciéndoles pasar por acreedores en vez de ladrones.

Como de costumbre, no se sabe con precisión quiénes eran los dorios. Pero no hay duda de que procedían de la Europa central, porque llevaron a Grecia el don más precioso de aquella civilización que los etnólogos llaman «de Hallstatt», por el nombre de la ciudad austríaca donde se han descubierto las primeras huellas: el hierro.

También los aqueos habían conocido el hierro, pero no lo habían labrado jamás, limitándose a importarlo del Norte, manufacturado. Los dorios eran mucho más toscos y bárbaros que ellos; pero poseían hierro en gran cantidad; lo extrajeron hasta de las laderas de las montañas epirotas y macedonias a medida que avanzaban hacia el Sur en su marcha de conquista, y con él se proveyeron de armas contra las cuales las piedras y las mazas de los aqueos podían bien poco. Eran altos, de cráneo redondo y ojos azules, de un valor y una ignorancia a toda prueba. Se trataba, ciertamente, de una raza nórdica.

Cayeron a manadas, establecieron su primera fortaleza en Corinto, que dominaba el istmo, y pronto sometieron toda Grecia menos el Ática, donde los atenienses lograron resistir y rechazarlos. A diferencia de los aqueos, no eran solamente terrestres y no se limitaron al continente. Desembarcaron en las islas, y en Creta destruyeron los últimos restos de la civilización minoica.

Casi siempre, los conquistadores se cansan pronto de hacer de amos y, tras de un arrebato de prepotencia, suelen acabar como hicieron los aqueos: llegando a un compromiso con la población local, con la que se mezclan y de la que aceptan del todo o en parte las costumbres. Pero los dorios tenían una fea enfermedad: el racismo. Y hasta en esto se confirma que se trataba de nórdicos, que el racismo lo llevaron siempre y siguen llevándolo en la sangre: todos, hasta los que de palabra lo niegan. Por bien que fuesen mucho menos numerosos que los indígenas, o acaso precisamente por ello, defendieron su integridad biológica, a menudo con auténtico heroísmo como en Esparta. La civilización griega, lejos de seducirles, en el primer momento les espantó. Aceptaron la lengua, mucho más evolucionada que la suya y rica ya de una literatura, aunque sólo fuese oral. Se adueñaron de la leyenda de los heráclidas, porque les era útil. Pero la paridad de derechos y los matrimonios mixtos los excluyeron aún mucho tiempo, y esto es lo que explica el caos que provocaron.

Hesíodo, que seguramente no era dorio y escribió algún tiempo después, llamó a ésta «la edad del hierro», y no sólo porque el hierro era por primera vez ampliamente usado, sino porque la vida se había vuelto dura y difícil. La inseguridad en el campo lo había despoblado. Todos llevaban armas para defenderse y atacar. El desarrollo artístico y cultural se había detenido porque, a diferencia de los aqueos, todos muertos o fugitivos, los nuevos señores no tenían sombra de mecenazgo. Todo esto tuvo, como veremos, fatales consecuencias.

Segunda parte
Los orígenes
CAPÍTULO VI

La
polis

Los acontecimientos que —tratando de desentrañar la historia de la leyenda, que en los cronistas griegos se confunden— hasta aquí hemos narrado, pertenecen a la Edad Media helénica, que se cierra con la invasión doria y con el caos que siguió. Trataremos ahora, antes de levantar el telón sobre la historia propiamente dicha, que comienza en el siglo VII antes de Jesucristo, de fijar sus características principales. Porque, además, en ellas reside la explicación de los acontecimientos sucesivos.

Como hemos dicho, el rasgo fundamental y permanente de los griegos fue el particularismo, que halló su expresión en las
polis,
es decir, en las «ciudades-estado», que no lograron jamás fusionarse en una nación. Lo que sobre todo lo impidió fue, más que la diversidad racial de los varios pueblos que se sobrepusieron unos a otros, su escasa permeabilidad. Me explicaré. Todas las nacionalidades son compuestas. El último en creer que las hay puras, y en fundar encima una doctrina y, lo que es peor, una política, fue Hitler. Y acabó como ha acabado. De hecho, la misma Alemania es una mezcolanza de germano y de eslavo, como una mezcolanza de céltico, de normando y de sajón es Inglaterra, como de céltico, de germánico y de latino es Francia, por no hablar de Italia, donde hay de todo cabalmente. Quiero decir que en el mundo entero las invasiones que toda nación ha sufrido tarde o temprano, no han impedido la formación, a plazo más o menos largo, de un pueblo, que es precisamente el resultado de una fusión de sus distintos ingredientes étnicos.

Esto no ocurrió en Grecia por culpa de los dorios, que al invadir el país, no digo que destrozaron su unidad puesto que no existía, pero sí impidieron que se formase, permaneciendo apartados, con el sentimiento de una superioridad racial frente a los indígenas con los cuales no quisieron mezclarse. No se sabe exactamente cómo anduvieron las cosas. Pero yo creo que Heródoto, que fue el primero en tratar de ponerlo en claro, tiene sustancialmente razón cuando dice que los dorios se impusieron, reduciéndoles a la esclavitud a los aqueos, los cuales a su vez se habían impuesto, reduciéndoles a esclavitud a los pelasgos, que por lo tanto, eran los verdaderos autóctonos de Grecia. Ésta resultó así compuesta por tres estados étnicos, o al menos por dos, pues cuando los dorios llegaron, en 1100, los aqueos, que les habían precedido en un par de siglos, se habían mezclado bastante con los pelasgos, o se estaban mezclando con ellos y precisamente por esto los dorios les despreciaban llamándoles «bastardos» como llamaban los alemanes nazis a los austríacos.

No es por nada que los atenienses decían ser uno de los dos pueblos griegos que quedaron de raza pura, o sea no contaminada por los dorios. El otro era Arcadia, el más inaccesible reducto alpino del Peloponeso, donde efectivamente es probable que los nuevos conquistadores no lograran jamás instalarse. Evidentemente, el racismo dorio provocó, por reacción, otro aqueo-pelasgo, que se llamó jónico, predominó en el Ática y en las islas de la Jonia, y que impelía a los atenienses a proclamarse «generados por la tierra», y a los árcades a sostener que sus padres se habían instalado en Arcadia antes de que en el cielo naciese la luna, a fin de tener un pretexto para tratar a los dorios como intrusos.

En este punto se impone una pregunta. Aquellos griegos litigantes, que no lograron jamás formar políticamente una nación, o sea una comunidad, tuvieron, sin embargo, algo común y nacional: la lengua. Y visto que ésta no pudo nacer de una fusión que no se produjo, ¿cuál de los tres elementos la elaboró y la impuso a los otros? En suma, de las tres razas que poblaban Grecia, ¿cuál era la que hablaba griego?

Heródoto, gran buscador de curiosidades, cuenta haber hallado en sus exploraciones por todos los rincones del país, muchas poblaciones y tribus donde se hablaba una lengua incomprensible para él. Seguramente era la pelasga, que subsistió en algunas «bolsas» del interior hurtadas a la soberanía de los conquistadores aqueos primero, y después a la de los dorios. No se sabe qué lengua pudiera ser, como no se sabe de qué raza eran los pelasgos; pero seguramente era de origen meridional. Se deduce por la palabra que, extinguiéndose poco a poco, dejó a la lengua griega propiamente dicha;
thálassa,
por ejemplo, que quiere decir «mar». Jenofonte cuenta que durante la famosa «Anabasis» de los diez mil guerreros griegos de Asia Menor, éstos no hacían más que preguntar a los indígenas que encontraban por la calle: «¿Thálassa...? ¿Thálassa...?» Y los indígenas comprendían, pues precisamente era una palabra de su lengua. Hay muchas más: en general todas las pertenecientes a cosas y hechos del mar. Lo que nos confirma que aqueos y dorios no entendían de mar, acaso porque no lo habían visto antes de llegar a Grecia, y, por lo tanto, no tenían siquiera un vocablo para denominarlo. Por esto adoptaron el de los pelasgos, que con el mar tenían, en cambio, gran confianza, como sugiere su nombre.

Por consiguiente, no puede haber duda: el griego fue una lengua importada, y no tiene mucho sentido discutir si la importaron los aqueos o los dorios. Por el simple motivo que, salvo diferencias dialectales, la hablaban unos y otros, por cuanto unos y otros procedían del mismo tronco indoeuropeo, como los latinos, los celtas y los teutones.

Pero vayamos adelante. El hecho de que los dorios practicasen el racismo, suscitando otro no menos insensato en sus coinquilinos de Grecia, no basta para explicar la segmentación de ésta. Porque ellos no dominaban, en suma, más que el Peloponeso, donde siempre constituyeron una minoría, e igualmente en la misma Esparta, que era su castillo roquero. En las otras regiones, donde dominaba el cruce aqueo-pelasgo, o sea el jónico, algún Estado que fuese algo más que una ciudad con su suburbio podía formarse hasta para mejor resistir a la amenaza doria, y en cambio no se formó. ¿Por qué?

Hay que poner en guardia al lector ante la tentación de interpretar ciertos fenómenos de la Antigüedad según su experiencia moderna. Los antiguos historiadores reclutados por el servicio de propaganda de los dorios seguramente se equivocaban al imaginárselos nietos de los cincuenta hijos de Hércules, que retornaban a su patria de origen a recuperar su posesión en virtud de un pacto debidamente estipulado y suscrito. Pero nosotros no nos equivocaríamos menos atribuyendo a su invasión, que ciertamente fue tal, los métodos y la técnica de la alemana en Checoslovaquia o la rusa en Estonia. Más que verdaderas y propias conquistas, planificadas y programadas, fueron aluviones de tribus escasamente coaligadas entre sí. Y si el «grueso» se acuarteló en el Peloponeso, otros grupos dispersos se diseminaron un poco por todas partes, y en todas partes crearon confusión e inseguridad.

¿Qué sucedió? Sucedió que en toda Grecia los campesinos, no pudiendo defenderse solos en sus aislados caseríos, los abandonaron y comenzaron a agruparse en las cimas de ciertas colinas, donde, juntos y con la ayuda de la naturaleza, podían resistir mejor. Estas cimas se llamaron
acrópolis,
que literalmente quiere decir «ciudad alta», Fortificadas, se convirtieron en el primer núcleo de la ciudad, que fue, como se ve, antes que nada un expediente estratégico.

Alguien objetará que esto no sucedió solamente en Grecia. Un poco en todas partes las ciudades nacieron por los mismos motivos, lo que no les impidió en determinado momento el fusionarse en Estados más grandes. Es verdad. Pero no en todas partes los motivos que obligaron a los griegos a despoblar los campos para agruparse en las acrópolis y permanecer en ellas, sin contactos con las demás acrópolis de Grecia, duraron mucho. El Medievo griego, o sea el período de las invasiones y de las convulsiones, iniciado por la llegada de los aqueos en el 1400 antes de Jesucristo, alcanza hasta el 800, o sea que se extiende durante seiscientos años. Seiscientos años representan veinticuatro generaciones. Y en veinticuatro generaciones se forma una mentalidad, costumbres y hábitos que nada logra ya destruir. El espíritu de la
polis,
o sea aquella fuerza coagulante que hace de cada griego un ciudadano tan sensible a lo que sucede dentro y tan indiferente a todo aquello que sucede fuera de su ciudad, es en estos seiscientos años cuando se desarrolla hasta hacerse indestructible. Incluso los grandes filósofos del Siglo de Oro no lograron concebir algo que superase la ciudad con su inmediata campiña. Es más, esta ciudad no la querían sino de cierta medida. Platón decía que no debía rebasar los cinco mil habitantes; y Aristóteles sostenía que todos debían conocerse entre sí, al menos de vista. Muchos se le echaron encima a Hipodamo cuando, encargado por Pisístrato de realizar el proyecto para circuir de murallas a Atenas hasta El Pireo, calculó que dentro del recinto debían caber diez mil personas: «¡Exagerado!», dijeron. En realidad, Atenas alcanzó después las doscientas mil almas. Pero en aquellos tiempos el alma era atribuida únicamente a las corporaciones de ciudadanos, que sólo representaban una décima parte de la población, de quien preocuparse en caso de invasión. Los demás podían quedarse fuera y dejarse aporrear. La sociabilidad del pueblo griego, su sentido comunitario y exclusivista con todos sus derivados, hasta los más menguados —murmuración, envidia, intrusión en la conducta ajena—, nacen de esta larga incubación. «Evita la ciudad», dice Demóstenes de un enemigo suyo para significar que no participa de la vida de todos, lo que era la peor acusación que pudiera lanzarse contra un ateniense.

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