Read Historia de los griegos Online

Authors: Indro Montanelli

Tags: #Historia

Historia de los griegos (9 page)

BOOK: Historia de los griegos
11.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Apenas había regresado del exilio en Pirra, cuando Pitaco la echó, de nuevo, esta vez a Sicilia. Pero aquí casó con un industrial rico, como sucede a las «divas» de todos los tiempos, que eligen por marido a un caballero millonario. Y tuvo una niña; «que no cambiaría —escribió— por toda la Lidia y ni siquiera por la adorable Lesbos». El industrial, después de habérsela dado, cumplió también con el postrero de sus deberes de buen marido: la dejó viuda y dueña de toda su hacienda. «Necesito del lujo como del sol», reconoció ella lealmente. Y volvió a gozar de uno y otro en Lesbos, adonde después de cinco años de confinamiento pudo regresar rica y sin compromisos conyugales.

Disfrutó de ello ampliamente a lo que parece. Primeramente, además de la hijita, dedicóse con maternal afecto al hermanito Carasso. Mas éste la decepcionó enamorándose de una cortesana egipcia. Safo, emotiva y mujer que era, tuvo un ataque de celos, le arañó y no quiso volver a verle. Después instituyó un colegio para muchachas en el que se inscribieron desde el principio todas las de la mejor sociedad de Mitilene. Ella las llamaba «hetairas», o sea, «compañeras», les enseñaba música, poesía y danza, y fue, según parece, una maestra incomparable. Pero luego comenzaron a cundir extraños rumores sobre las costumbres que ella introdujo en aquella escuela. Y un día los padres de una hetaira llamada Atti acudieron con el rostro ensombrecido a llevarse a su hijita, que era justamente la preferida de la maestra.

Esta desdicha de Safo fue, para la poesía, una gran suerte, pues el dolor de la separación inspiró a la poetisa algunos de los mejores versos de la lírica de todos los tiempos. El
Adiós a Atti
sigue siendo un modelo por la sinceridad de la inspiración y la sobriedad de la forma, y demuestra que —desgraciadamente— para la buena poesía no son necesarios en absoluto los buenos sentimientos. En su «agridulce tormento», como ella lo llamó, cada cual puede reconocer los propios.

Como sucede con frecuencia a las pecadoras, Safo tuvo una vejez muy decorosa y casi edificante. Según una leyenda, creída y recogida hasta por Ovidio, ella recomenzó a amar a los hombres, perdió la cabeza por el marino Faón y, no correspondida por éste, se mató precipitándose desde un peñón de Léucade. Pero parece ser que la heroína de esta tragedia fue otra Safo, una cortesana. Un fragmento de sus prosas, descubierto en Egipto, nos la presenta en cambio muy diferente y serenamente resignada. Es su respuesta a una petición de matrimonio: «Si mi pecho pudiese aún dar jugo y mi regazo frutos, me encaminaría sin temblar hacia un nuevo tálamo. Pero el amor ha grabado ya demasiadas arrugas en mi piel y el amor ya no me acosa más con la fusta de sus exquisitas penas.» Y en otra frase, difundida a los siglos: «Irremediablemente, como la noche estrellada sigue al rosado ocaso, la muerte sigue a toda cosa viviente, y al final la arrebata.»

Por razones morales la posteridad fue severa para con Safo. Hace novecientos años, la Iglesia condenó a la hoguera su obra, reunida en nueve volúmenes. Fue por casualidad, a fines del siglo pasado, que dos arqueólogos ingleses descubrieron en Oxicorrinco algunos sarcófagos envueltos en tiras de pergamino, en una de las cuales eran aún legibles seiscientos versos de Safo.

Es todo lo que nos queda de ella, pero basta para catalogarla entre los más grandes poetas, acaso el más grande, del siglo VI, como por lo demás la consideraron unánimemente sus contemporáneos y, lo que es más extraño, hasta sus rivales. Entre estos últimos los había de buena calidad, como Mimnermo. Pero acaso el único que puede parangonársele fue Anacreonte, excelente artesano de la rima, pero carente del apasionamiento y del ímpetu lírico que constituyen el hechizo de Safo. Anacreonte era un poeta de la Corte, a quien le agradaba estar entre señores y hacerse mantener. Nació en Teo y cuidó sobre todo de vivir bien. Lo consiguió, pues vivió hasta los ochenta y cinco años, y seguramente hubiese llegado a los cien si un gajo de uvas no se le hubiese atragantado, ahogándole. Para evitarse disgustos no se comprometió jamás en nada: ni en política, ni en amor. Pero precisamente esto impide a su poesía meterse dentro de la piel de sus lectores. Está magníficamente construida desde el punto de vista métrico. Y ha constituido un modelo: precisamente el de las odas «anacreónticas». Mas a diferencia de Safo, que pagó con exceso toda inspiración con goces y tormentos extenuadores, para Anacreonte la poesía fue sobre todo, si no únicamente, un oficio. Como Vincenzo Monti, escribía con facilidad, comía con apetito, bebía en abundancia y no tenía problemas sentimentales ni casos de conciencia.

Dícese que de viejo se enamoró en serio y que aprendió a conocer el sufrimiento de los celos. Pero era ya demasiado tarde para renovar en él su musa ligera, cuyo egoísmo le había impedido el calar hondo en los sentimientos humanos.

CAPÍTULO XIII

Licurgo

Quien desde la costa remonta el Peloponeso hacia el Norte, halla en un punto determinado el valle de Lacedemonia, o Laconia, engarzado entre montañas tan impenetrables que su capital, Esparta, jamás tuvo necesidad de construir murallas para defenderse. Domina a todos los demás el pico nevado del Taigeto, de donde se precipita, hervoroso, el torrente Eurotas.

Esparta quiere decir «la esparcida», y hoy tendrá más o menos cinco mil habitantes. Fue llamada así porque fue el resultado de la fusión de cinco poblados que entre todos contarían unos cincuenta mil habitantes. Esta fusión no fue espontánea. La impusieron a la fuerza los conquistadores dorios, cuando bajaron del Norte en seguimiento de sus reyes heráclidas. Éstos dominaban desde las montañas circundantes el Peloponeso, e iniciaron su conquista atacando Mesene. Pausanias cuenta que el rey de la ciudad, Aristodemo, corrió a Delfos para consultar al oráculo sobre la manera de salir de aquel apuro. Apolo le sugirió que sacrificara su hija a los dioses. Aristodemo, que seguramente tenía en sus venas un poco de sangre napolitana, dijo que sí, pero en el último momento, a escondidas, puso en lugar de su hija a otra muchacha, esperando que los dioses no lo notarían. Luego fue a la guerra y quedó derrotado. Cincuenta años después, su sucesor Aristómenes se rebeló contra el yugo. Perdió vida y trono y sus súbditos la libertad. Éstos fueron equiparados a los indígenas de Esparta, que se llamaban «ilotas», y que a su vez estaban equiparados a los esclavos, los cuales debían entregar, gratis, a los ciudadanos la mitad de sus rentas y cosechas. Sobre esa masa de desheredados, que entre la ciudad y el campo sumaban cerca de trescientas mil almas, incluyeron los «periecos», que eran los ciudadanos libres pero privados de derechos políticos, sobrenadaba la minoría guerrera de los treinta mil conquistadores dorios, únicos que gozaban de los derechos de ciudadanía y que ejercitaban los políticos. Era natural que éstos hicieran por manera de cortar el paso a las ideas progresistas de justicia social para no perder sus privilegios patronales. Las montañas que circundaban el valle les ayudaron, al dificultar los contactos con las otras ciudades, y especialmente donde la democracia triunfaba. Licurgo añadió a aquellas ideas un conjunto de leyes que petrificaban la sociedad en sus dos estratos de siervos y amos.

No se sabe si Licurgo ha existido efectivamente jamás. Los que lo creen, conforme a los testimonios de los antiguos historiadores griegos, dudan respecto a las fechas. Algunos creen que vivió novecientos años antes de Jesucristo; otros ochocientos; otros setecientos, y otros, seiscientos, que es lo más probable. No era un rey. Era tío y tutor del joven soberano Carilao. Dícese que fue a buscar el modelo de su famosa Constitución a Creta, y que para hacerla aceptar por sus compatriotas contó, a su regreso, que fue el oráculo de Delfos en persona quien se la sugirió en nombre de los dioses. Ésta imponía una disciplina tan severa y sacrificios tan grandes, que no todos se mostraban dispuestos a aceptarla. Un joven de la aristocracia, Alcandro, enfurecióse hasta tal punto al discutirla, que le tiró una piedra a Licurgo y le dio en un ojo. Plutarco cuenta que, por sustraer el culpable al furor de los circunstantes, Licurgo se lo hizo entregar y que por todo castigo se lo llevó a cenar consigo. Y entonces, entre plato y plato, mientras se ponía compresas sobre el ojo lastimado, explicó a su agresor cómo y por qué se proponía dar a Esparta leyes tan duras. Alcandro quedó convencido y, admirado por la generosidad y la cortesía de Licurgo, convirtióse en uno de los más celosos propagandistas de sus ideas.

Alguien sostiene que las leyes de Licurgo no fueron escritas jamás. De todos modos, fueron observadas hasta que se volvieron consuetudinarias y formaron las costumbres de aquel pueblo. Su autor reconocía que su esencia era «el desprecio de lo cómodo y de lo agradable» y, para hacerlas aprobar, propuso un plazo, obligándose sus conciudadanos a mantenerlas en vigor hasta el día siguiente de su retorno. El día siguiente partió a Delfos, se encerró en el templo y se dejó morir de hambre. Así las leyes no fueron jamás derogadas y se tornaron consuetudinarias.

Según ellas, los reyes debían sentarse por parejas en el trono de modo que uno pudiese vigilar al otro, y que la rivalidad entre ambos la aprovechase el Senado para erigirse en arbitro de la situación. El Senado se componía de veintiocho miembros, todos de más de sesenta años. Cuando alguno moría (y, dada la edad, debía de suceder a menudo), los candidatos a la sucesión desfilaban en fila india por la sala. El que recibía más aplausos quedaba elegido, así como en las discusiones ganaba la proposición el que sabía gritar con voz más potente.

Debajo del Senado estaba la Asamblea, una especie de Cámara de Diputados, abierta a todos los ciudadanos de treinta años para arriba. Ésta nombraba, previa aprobación del Senado, a los cinco
éforos,
o ministros, para la aplicación de las leyes. En esa división de poderes, Esparta no difería sustancialmente de los otros Estados de la Antigüedad. Pero lo que le dio aquel carácter que, de entonces acá se ha llamado «espartano», fueron la regla ascética y los criterios de disciplina militar que, por voluntad de Licurgo, imprimieron la vida y sobre todo la educación de los jóvenes.

Esparta no
tenía
un ejército; lo
era.
Además, sus habitantes eran tan sólo
súbditos
y no tenían derecho a ejercer la industria ni el comercio porque debían reservarse sólo para la política y la guerra, no conocieron nunca el oro ni la plata porque estaba prohibido importarlos, y hasta sus monedas fueron solamente de hierro. Una comisión gubernamental examinaba a los recién nacidos y mandaba arrojar a los cortos de talla desde un pico del Taigeto, haciendo dormir a los demás al raso, aun en invierno, de modo que sólo los más robustos sobreviviesen. Se tenía libertad de elegir mujer. Pero quien se casaba con una poco apta para la reproducción, pagaba una multa, como le sucedió incluso a un rey, Arquidamo. El marido estaba obligado a tolerar la infidelidad si la adúltera la cometía con un hombre más alto y fuerte que él: Licurgo había dicho que en estos casos los celos eran ridículos e inmorales.

A los siete años el niño era arrancado a la familia y entraba en el colegio militar, a costa del Estado. En cada clase se nombraba
paidónomo
—o, como dirían los alemanes,
Führer
— al más valeroso, o sea al que había zurrado más y mejor a sus compañeros, resistido mejor las desolladuras y los latigazos de los instructores, y más brillantemente soportado las noches en el chiquero. A los alumnos se les enseñaba a leer y escribir, pero nada más. La única evasión era el canto. Pero estaba prohibido el individual, admitiéndose tan sólo el coro, que consolidaba la disciplina. Los coros son un signo característico de las sociedades militares y guerreras: a coro cantan los alemanes y los rusos, en tanto que franceses e italianos cantan cada cual por su cuenta. Esparta amaba la música como la amaba la Prusia del siglo pasado. Y dado que la educación que daba a sus jóvenes no permitía desarrollar entre ellos a musicógrafos, los importaba del extranjero, como hacemos nosotros con los futbolistas. El más célebre, Terpandro, fue llevado a Lesbos, y recibió tal nombre, que significa «deleitador de hombres», porque compuso himnos patrióticos donde nadie podía cantar un solo.

Hasta los reyes, que participaban en los cantos, tenían que atenerse a su parte y basta. Y uno de ellos que quiso lanzar un do de pecho fue multado. Después de Terpandro vino Timoteo, que trató de perfeccionar la lira aumentando las cuerdas de siete a once. Los
éforos,
que no querían novedades en ningún terreno, ni en el musical, se lo prohibieron.

El espartano seguía viviendo militarmente bajo tiendas o en barracas hasta los treinta años, sin conocer camas ni otras comodidades caseras. Se lavaba poco, ignoraba la existencia del jabón y de los ungüentos, y tenía que procurarse la comida por sus propios medios, robando, pero sin que le descubrieran, porque en tal caso era duramente castigado. Si después de veintitrés años de esa vida no había muerto aún, podía volver a su casa y tomar esposa. Las chicas que aguardaban no tenían secretos que esconderles porque estaban obligadas a contender desnudas en las palestras, de modo que todos podían escoger la más florida y sana. El celibato era un delito. Se castigaba obligando a quien caía en él a la desnudez hasta en invierno y al canto de un himno en el que reconocía haber desobedecido la ley.

Hasta los sesenta años se comía a la mesa pública, donde la dieta era rigurosa. Quien engordaba hasta rebasar un límite, era confinado. Todo lujo era considerado como un ultraje a la sociedad. El rey Cleómenes mandó repatriarse a un embajador en Samos porque usaba vajilla de oro. Nadie podía ir al extranjero sin un permiso del Gobierno, muy difícil de conseguir. Como todos los Estados totalitarios de régimen policial, también Esparta tuvo su «telón de acero». Detrás de éste vivían trescientos mil siervos de treinta mil esclavos. Un sibarita que estuvo de visita, exclamó: «Apuesto a que los espartanos son soldados valerosos. Llevando esta vida, ¿qué miedo pueden tenerle a la muerte?»

Esparta ha tenido y sigue teniendo numerosos ensalzadores: especialmente los filósofos, desde Platón acá, que aspiran al Estado omnipotente y predican el sacrificio del individuo a la colectividad, han sufrido su fascinación. Por «virtud» los espartanos entendían, en efecto, la total sumisión a las leyes e intereses de la patria. Cuando iban a la guerra sus mamás les acompañaban cantando un estribillo: «Vuelve con el escudo o encima de él.» Porque el escudo era tan pesado que, para huir, había que tirarlo, y en caso de muerte servía de ataúd.

BOOK: Historia de los griegos
11.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Blood by K. J. Wignall
Unknown Remains by Peter Leonard
Starhawk by Jack McDevitt
Pines by Crouch, Blake
Mad Season by Katia Wildermann
The Perfect Hope by Nora Roberts
Clown Girl by Monica Drake; Chuck Palahniuk