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Authors: Leigh Brackett

La espada de Rhiannon (11 page)

BOOK: La espada de Rhiannon
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Los demás instrumentos dhuvianos eran aún más incomprensibles. Uno de ellos consistía en una lente de gran diámetro, rodeada de prismas cristalinos de raras formas asimétricas. Otra era un soporte metálico donde se alojaba cierto número de lengüetas. Se podía conjeturar que aquellas armas obedecían a desconocidas y sutiles leyes de óptica y acústica.

—Ningún hombre puede comprender la ciencia dhuviana —murmuró Jaxart—. Ni siquiera los sarkeos, pese a ser aliados de la Serpiente.

Contemplaba los instrumentos con el odio supersticioso que suelen sentir los pueblos primitivos frente a los prodigios de la mecánica.

—Puede que Ywain sepa algo; al fin y al cabo es la hija del rey de Sark —aventuró Carse—. Valdría la pena intentarlo.

Con esta intención se encaminó al camarote donde la tenían prisionera. La encontró sentada y llevando los grilletes y cadenas que antes habían sido de Carse.

Como la entrada de éste fue bastante súbita, la sorprendió con la cabeza baja y los hombros abatidos, en actitud de completo desaliento. Sin embargo, al oír rechinar los goznes de la puerta, se irguió y le miró a la cara desafiante. Pudo observar que estaba muy pálida, y se le marcaban profundas ojeras.

Permaneció largo rato contemplándola en silencio. No le inspiraba compasión. Al mirarla, saboreaba su victoria, se recreaba pensando que ahora podía hacer con ella lo que se le antojase.

Cuando le preguntó acerca de las armas científicas dhuvianas que habían encontrado, Ywain se echó a reír con sarcasmo.

—Realmente debes ser un bárbaro muy ignorante, si crees que los dhuvianos se dignan compartir su ciencia con alguien, aunque ese alguien sea yo misma. Uno de ellos consintió en acompañarme para espantar con sus armas al rey de Jekkara, que empezaba a mostrarse algo indócil. Pero S'San ni siquiera me habría permitido tocar sus aparatos.

A Carse le parecieron verosímiles aquellas palabras. Concordaban con lo dicho por Jaxart, en el sentido de que los dhuvianos guardaban celosamente los secretos de su armamento y no se fiaban ni siquiera de sus aliados sarkeos.

—Además —agregó burlonamente Ywain—, ¿qué te importa a ti la ciencia dhuviana, si tienes la llave de una ciencia muy superior como es la que se guarda en la Tumba de Rhiannon?

—Tengo esa llave y ese secreto —replicó Carse, y su respuesta tuvo el poder de borrar la mueca irónica del rostro de ella.

—Entonces, ¿cómo piensas servirte de él? —preguntó Ywain.

—A este respecto, mis propósitos están bien definidos —dijo Carse con rudeza—. Cualesquiera que sean los poderes que me confiera esa Tumba, los emplearé contra Sark y contra Caer Dhu… ¡y espero que sean suficientes para destruir tu ciudad hasta que no quede de ella piedra sobre piedra!

Ywain asintió.

—Bien dicho. Y conmigo…, ¿qué piensas hacer? ¿Ordenarás que sea azotada y encadenada al remo? ¿O me darán muerte aquí mismo?

El terrícola meneó despacio la cabeza en respuesta a la última pregunta.

—Si hubiera querido darte muerte, me habría bastado con dejar que mis lobos te despedazasen.

Ella descubrió brevemente la dentadura, en una mueca que podía interpretarse como una sonrisa.

—Poca satisfacción representa eso. El placer está en hacerlo uno mismo, con sus propias manos.

—También he tenido ocasión de hacerlo, aquí en este camarote.

—Y lo intentaste, aunque sin llevarlo a término. Así pues…, ¿qué?

Carse no replicó. Estaba pensando que, hiciera lo que hiciese, ella no dejaría de desafiarle hasta el último momento. Aquella mujer tenía un orgullo férreo.

Sin embargo, él la había marcado. La herida de su mejilla podría curar y cerrarse, pero quedaría la cicatriz. No podría olvidarle mientras viviera. Se alegró de haberla marcado.

—¿No hay respuesta? Poco decidido me pareces tú, para ser un caudillo.

Con un salto de pantera, Carse rodeó la mesa y se plantó frente a ella. No podía replicar aún, porque no sabía qué hacer en realidad. Sólo sabía que la odiaba como no había odiado a nadie en toda su vida. Se inclinó sobre ella con su rostro mortalmente pálido, con las manos convertidas en garfios, ansiosas e impacientes.

Ella alzó las suyas como el rayo y encontró la garganta del hombre. Tenía los dedos fuertes como flejes de acero, y sus uñas se clavaron muy adentro.

Carse aferró las muñecas femeninas y la obligó a soltar presa, con sus músculos tensos como cables contra el vigor de ella.

Ywain luchó furiosamente, en silencio, pero al fin se vio vencida. Cuando entreabrió los labios para cobrar aliento, Carse los selló de improviso con los suyos.

No hubo ternura ni amor en aquel beso. Fue el gesto humillante del macho, brutal y cargado de odio. Sin embargo, se prolongó durante unos momentos insólitos; luego los afilados dientes de ella encontraron el labio inferior del hombre. Carse sintió el sabor de su sangre, y ella prorrumpió en una carcajada.

—Asqueroso bárbaro! —murmuró—. Ahora tú también llevarás mi marca.

Él se quedó mirándola con asombro. En seguida alargó las manos y la tomó de los hombros con violencia, derribando la silla con estrépito al hacerlo.

—Adelante —dijo ella—. Haz lo que quieras.

Lo que él quería era troncharla, despedazarla entre sus manos. Lo que él quería era… La apartó de un empujón y salió. Desde entonces no había vuelto a pasar por aquella puerta.

Ahora estaba palpándose la nueva cicatriz del labio, mientras ella salía a cubierta conducida por Boghaz. Se mantenía muy erguida con su enjoyada cota de malla, pero los pliegues de su boca tenían una expresión amarga y sus ojos estaban sombríos, a pesar del obstinado orgullo que ardía en ellos.

Carse no se acercó. La dejó a solas con su guardián, tomándose tiempo para contemplarla con disimulo. Era fácil adivinar lo que estaría pasando por la mente de Ywain. Seguramente apuraba el trago de verse prisionera en la cubierta de su propio navío. Contemplaría el rompiente y la costa cercanas diciéndose que aquél era el término de su viaje. Pensaría que estaba a punto de morir.

Entonces se oyó un grito desde la cofa del vigía:

—¡Khondor!

Al principio, Carse no vio sino un peñasco escabroso que se adentraba en el mar, una especie de cabo rocoso entre dos rías. Sin embargo, de aquel lugar áspero y aparentemente inhabitable empezaron a salir cientos de Hombres-pájaro hasta que la atmósfera pareció vibrar con el batir de sus alas. Al mismo tiempo se acercaba un gran número de Nadadores, trazando en el mar estelas luminosas que les hacían asemejarse a un enjambre de diminutos cometas. De las bahías surgió una flotilla de embarcaciones, más pequeñas que la galera real pero rápidas como avispas, con hileras de escudos flanqueando las dos bordas.

El viaje había llegado a su término. La galera negra fue escoltada hasta Khondor entre vítores y gritos de júbilo.

Carse comprendió entonces las palabras de Jaxart. La roca misma era una fortaleza inexpugnable erigida por la naturaleza. Al fondo se alzaban montañas infranqueables que cerraban el paso a todo ataque de tierra. La pendiente del arrecife impedía el acceso por vía marítima, sin más entrada que la tortuosa ría del lado norte. Este abrigo estaba guardado por baterías de catapultas, que lo convertían en una trampa mortal para cualquier embarcación que se hubiese atrevido a entrar en él.

El largo y atormentado canal daba a una rada cubierta que ni siquiera los vientos podían atacar. El refugio estaba abarrotado de galeras khond, barcas de pesca y numerosas embarcaciones de las más variadas formas, entre las cuales pasó la galera negra dominándolas a todas con su majestuosidad.

Los muelles y la vertiginosa escalinata que conducía al coronamiento del arrecife, donde se abrían galerías talladas a modo de túneles en la roca, estaban abarrotados con toda la población de Khondor y de otros clanes aliados que se refugiaban allí. Eran gentes rudas, con un aspecto indómito y curtido que agradó a Carse. Los arrecifes y montañas devolvieron en ecos multiplicados sus ensordecedoras aclamaciones de bienvenida.

Aprovechando el jolgorio general, Boghaz insistió por centésima vez en la cuestión que venía discutiendo aparte con Carse.

—¡Déjame negociar con ellos a cambio del secreto! Podríamos adueñarnos de todo un reino… o más, si tú lo quieres.

Y por centésima vez respondió Carse:

—Aún no he dicho que posea ningún secreto. Y aunque así fuese, mío es.

Boghaz profirió una retahíla de maldiciones y juramentos, poniendo a todos los dioses por testigos del mal pago que recibían sus desvelos.

Ywain volvía sus ojos de vez en cuando hacia el terrícola, con indescifrable expresión. Los Nadadores les rodeaban y seguían a cientos. También había Hombres-pájaro con sus radiantes alas plegadas. Carse pudo ver por primera vez a sus mujeres, criaturas tan exquisitamente bellas que casi hacía daño mirarlas. Los khond destacaban por su estatura y su cabello rubio entre otras razas exóticas. Era un caleidoscopio de colores y resplandores acerados. Los cabos fueron lanzados y atados a los bitones, y por último la galera quedó atracada.

Carse fue el primero en saltar a tierra, seguido de su tripulación. Ywain avanzaba muy erguida al lado de él, llevando sus grilletes como si fuesen pulseras de oro elegidas por ella para tan solemne ocasión.

Había un grupo que se mantenía aparte sobre el muelle, en actitud expectante. Era un puñado de hombres curtidos, veteranos por cuyas venas parecía correr agua del mar en vez de sangre, templados en incontables batallas. Unos eran de tez cetrina y ademán ceñudo mientras otros presentaban rostros rubicundos y risueños. Uno de éstos tenía la mejilla derecha y el brazo del mismo lado, el de la espada, totalmente desfigurados por cicatrices y quemaduras.

También destacaba de los demás un gigantesco khond que parecía el rayo de la guerra, con su cabello del color del cobre pulimentado. Le acompañaba una doncella que vestía una túnica azul.

Recogía su cabello rubio y lacio con una redecilla de oro puro, y entre los pechos, que la túnica dejaba al descubierto, una perla negra relucía con sombrío esplendor. Su mano izquierda descansaba sobre el hombro de Shallah la Nadadora.

Como todos los demás, la muchacha prestaba más atención a Ywain que al propio Carse. No sin cierta amargura, éste comprendió que la multitud no se había congregado para ver al bárbaro desconocido, aunque fuese de éste el mérito de la acción, sino para poder contemplar a la hija del rey Garach de Sark humillada y cargada de cadenas.

El pelirrojo khond fue el primero en recordar los buenos usos de la tradición, por lo que hizo la señal de paz y saludó:

—Soy Rold de Khondor. Nosotros, los Reyes-Almirantes, te damos la bienvenida.

Carse respondió, pero pronto advirtió que se olvidaban de él, al observar la salvaje alegría de su interlocutor ante la presencia del enemigo número uno.

Tenían mucho que decirse, Ywain y los Reyes-Almirantes.

Carse contempló otra vez a la joven. Por el jubiloso saludo de Jaxart supo que era Emer, la hermana de Rold.

Nunca había visto una mujer así. Tenía un aire de hada, o de duende, como si sólo por consideración se dignase vivir entre los humanos, pudiendo abandonar el mundo material cuando se le antojase.

Los ojos los tenía tristes y melancólicos; en cambio los labios eran suaves y de sonrisa fácil. Su cuerpo tenía la misma gracia flexible que había observado entre los Híbridos, y sin embargo era un cuerpo bien humano y deseable.

Tenía orgullo, también…, tanto como Ywain, aunque de una naturaleza muy diferente. Ywain era toda fulgor y fuego y pasión: una rosa de pétalos rojos. Carse la comprendía; se sabía capaz de luchar con ella en su propio terreno y vencer.

Ahora, en cambio, se daba cuenta de que nunca podría comprender a una Emer. Ella era parte de las cosas a las que había renunciado Carse desde hacía mucho tiempo. Era la melodía perdida, el sueño olvidado, la compasión y la ternura; era todo el mundo exquisito entrevisto en su infancia, pero no recuperado jamás desde entonces.

De súbito, ella alzó la mirada y le vio. Los ojos de ambos se encontraron y quedaron prendidos largo rato. Carse observó que la expresión de la joven cambiaba. Los colores fueron borrándose de su rostro hasta que se convirtió en una máscara de nieve. Oyó que decía:

—¿Quién eres tú?

Él la saludó con una inclinación.

—Mi señora Emer, soy Carse el bárbaro.

Vio que acariciaba con los dedos el pelo de Shallah. La Nadadora fijaba en él una mirada indefinible, tal vez hostil. La voz de Emer habló entonces, tan baja que casi resultaba inaudible:

—Tú no tienes nombre. Eres, como dijo Shallah…, un extranjero.

En el modo de pronunciar esa palabra parecía ocultarse una velada amenaza. Por otra parte, implicaba una sorprendente intuición de la verdad.

Repentinamente, comprendió que aquella joven poseía el mismo poder extrasensorial que los Híbridos. En su cerebro humano, aquella cualidad se hallaba además potenciada al máximo.

Soltó una risa forzada.

—En Khondor habréis recibido a muchos extranjeros estos días. —Volviéndose hacia la Nadadora, agregó—: Shallah desconfía de mí, aunque desconozco el motivo. ¿Te ha dicho también que llevo dentro de mí una sombra, la cual me acompaña a todas partes?

—No necesitaba decírmelo —murmuró Emer—. Tu rostro no es sino una máscara. Detrás de él adivino una sombra y una voluntad…, y ninguna de ambas es de nuestro mundo.

La joven se acercó a paso lento, titubeante, como empujada por un poder superior. Carse vio que tenía la frente empañada de sudor y, de pronto, se echó a temblar él también, con una honda conmoción que no era sólo corporal.

—Puedo verlo…, casi puedo verlo…

No quiso que continuara. No quiso escucharlo.

—¡No! —exclamó Carse—. ¡No!

Ella cayó fulminada, y Carse recibió todo el peso de su cuerpo desmadejado. Recogiéndola entre sus brazos, la acostó sobre la grisácea roca, donde quedó echada en un desmayo muy semejante a la muerte.

Iba a arrodillarse a su lado, sin saber qué hacer, pero Shallah intervino con serenidad:

—Yo cuidaré de ella.

Al incorporarse vio que Rold y los demás Reyes-Almirantes les rodeaban como un círculo de águilas espantadas.

—Ha tenido una visión —les explicó Shallah.

—Pero no le había ocurrido esto antes —dijo Rold, preocupado—. La impresión ha debido de ser muy fuerte. ¡Y yo que sólo me fijaba en Ywain!

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