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Authors: Leigh Brackett

La espada de Rhiannon (6 page)

BOOK: La espada de Rhiannon
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Carse notó cómo el casco del navío recibía el primer embate de la mar abierta. A través de la portilla pudo divisar la resaca blanquecina del océano; navegaban rumbo a Sark por el Mar Blanco de Marte.

6 - En los mares de Marte

Al fin la galera encontró una brisa fresca y los galeotes pudieron descansar. Carse cayó de nuevo dormido. Amanecía cuando despertó por segunda vez.

A través de la portilla pudo observar cómo cambiaban de color las aguas bajo la claridad de la aurora. Nunca en su vida había visto nada tan irónicamente hermoso. El agua recibía el tono sonrosado de la primera luz y lo devolvía teñido de su propia fosforescencia perla y amatista, rosado y azafrán. Luego, al salir el sol, el mar se convertía en una lámina de oro encendido.

Carse miró hasta que la orgía de colores empezó a extinguirse, devolviendo a las aguas su tinte blanquecino. El fin del espectáculo le entristeció. Era tan irreal, que uno podía creer que estaba durmiendo todavía en lo de Madam Kan, en los Canales Bajos, soñando las alucinaciones que produce el abuso del thil.

A su lado, Boghaz roncaba despreocupadamente. El tamborilero dormía junto a su timbal. Los esclavos descansaban tumbados sobre los remos.

Carse los contempló. Eran una pandilla de aspecto feroz y empedernido… delincuentes convictos y confesos en su mayoría, supuso. Creyó reconocer tipos jekkaranos, valkisianos y keshinos.

Pero algunos de ellos, como el tercer remero de su propio banco, eran de una raza muy diferente. Supuso que serían khond, y entonces creyó comprender por qué le habían confundido con uno de ellos. Eran hombres altos y huesudos, de ojos claros, rubios o pelirrojos, con un aspecto de rudeza bárbara que agradó a Carse.

Luego volvió la mirada hacia la pasarela, y esta vez pudo ver claramente a las dos criaturas que yacían allí encadenadas.

Eran de la misma raza que los esclavos que le habían jaleado desde los barcos el día anterior, mientras él se enfrentaba a la plebe.

No eran del todo humanos. Algo en ellos recordaba a la foca o al delfín, a la suavidad y la fuerza perfectas de una ola. Tenían los cuerpos cubiertos de pelo corto y oscuro, que se convertía en un vello suave por todo el rostro. Sus rasgos eran delicados, bien parecidos. Descansaban, pero sin dormir, con los ojos abiertos, grandes, negros y llenos de inteligencia.

Supuso que aquellos debían ser los Nadadores, según les denominaban los jekkaranos. Se preguntó cuál sería su función a bordo. Eran una pareja, hombre y mujer. Por alguna razón se le hacía imposible pensar en ellos como macho y hembra, es decir, como si fuesen animales.

Notó que le estaban mirando con atenta curiosidad. Se estremeció ligeramente. Sus ojos tenían algo sobrenatural, como si pudieran ver más lejos de los horizontes normales.

La mujer habló con voz suave:

—Bienvenido a la fraternidad del látigo.

El tono era amistoso, pero Carse advirtió cierta reserva, así como una nota de extrañeza.

Le sonrió:

—Gracias.

Una vez más se dio cuenta de que hablaba el antiguo Alto marciano con acento extranjero. Iba a serle difícil explicar su procedencia, pues los khond no cometerían el mismo error que los jekkaranos.

Las siguientes palabras de la Nadadora confirmaron su presentimiento.

—Tú no eres de Khondor —dijo—, aunque te asemejas a su gente. ¿Cuál es tu nación? —Entonces intervino la voz áspera de un hombre:

—Sí, extranjero. ¿Cuál es?

Al volverse, Carse vio al talludo esclavo khond que era el tercer remero de su banco, y que le miraba con suspicacia y hostilidad.

El hombre continuó:

—Se rumoreó que habías sido desenmascarado como espía khond, pero eso es mentira. Me parece más cierto que seas un jekkarano con apariencias de khond, enviado entre nosotros por los de Sark.

Un gruñido amenazador recorrió las filas de remeros.

Carse, sabiendo que pronto tendría que dar cuenta de su persona, había reflexionado con rapidez. Por eso dijo ahora:

—No soy jekkarano, sino miembro de una tribu fronteriza de más allá de Shun. Es un país tan lejano, que todo esto resulta como un mundo nuevo para mí.

—Podría ser —concedió el hercúleo khond, no muy convencido—. Tienes un aspecto raro y hablas de una manera extraña. ¿Cómo habéis venido a caer aquí tú y ese cerdo de Valkis? —Boghaz estaba despierto ahora. El gordo valkisiano se apresuró a intervenir:

—Mi amigo y yo hemos sido falsamente acusados de robo por los de Sark. ¡Qué vergüenza! ¡Yo, Boghaz de Valkis, condenado por ladrón! ¡Es un insulto a la justicia!

El khond escupió en señal de repugnancia y les volvió la espalda.

—¡Me lo figuraba!

Boghaz aprovechó la oportunidad para murmurar al oído de Carse:

—Ahora creen que somos un par de ladrones habituales. Es mejor que lo crean así, compañero.

—¿Acaso no lo eres tú? —replicó brutalmente Carse. Boghaz le estudió con sus ojillos astutos.

—Y ¿qué eres tú, amigo?

—Ya lo has oído. He venido de más allá de Shun.

«De más allá de Shun, es verdad. Y también de más allá de este planeta», se dijo Carse con rabia. Pero no podía contar a aquellas gentes tan increíble verdad acerca de su persona.

El gordinflón se encogió de hombros.

—Si te empeñas en mantener esa historia, a mí no me importa. En el fondo, confío en ti. ¿Vamos a ser socios o no?

Carse no pudo reprimir una agria sonrisa al escuchar la ingeniosa pregunta. El descaro de aquel gordo ladrón podía resultar incluso divertido. Boghaz sorprendió esa sonrisa.

—¡Ah! Estás pensando en mi desacertado acto de violencia de anoche. ¡Es que soy tan impulsivo! Olvidémoslo, por favor. Yo, Boghaz, ya lo he olvidado —añadió, magnánimo.

Bajando la voz hasta un susurro, continuó:

—El hecho es que tú, compañero, posees el secreto de… la Tumba de Rhiannon. ¡Suerte que el ignorante de Scyld no supo conocer la espada! Porque tal secreto, convenientemente explotado, puede convertirnos en los amos de Marte.

Carse le preguntó:

—¿Por qué es tan importante la Tumba de Rhiannon?

La pregunta cogió por sorpresa a Boghaz. Su expresión era de asombro sin límites.

—¿Quieres hacerme creer que ni siquiera sabes eso?

Carse le recordó:

—Ya he dicho que vengo de muy lejos y que todo esto es como un mundo nuevo para mí.

El grasiento rostro de Boghaz manifestaba una mezcla de asombro e incredulidad. Por último dijo:

—No acabo de creer si eres realmente quien dices, o si finges una ignorancia infantil por alguna conveniencia tuya.

Se encogió de hombros.

—Sea como fuere, no te iba a faltar quien te pusiera al corriente. Conque no tengo inconveniente en explicártelo.

Habló en voz apagada, rápidamente, mientras observaba con astucia a Carse:

—Hasta el más atrasado de los bárbaros habrá tenido noticia de los sobrehumanos Quiru de antaño, que poseían todos los poderes de la sabiduría científica. Y de cómo surgió entre ellos un Renegado, es decir Rhiannon, quien faltó a la ley al transmitir demasiados conocimientos a los dhuvianos. Por este motivo, los Quiru abandonaron nuestro mundo para ir nadie sabe adónde.

Pero antes de irse, maldijeron al transgresor Rhiannon y lo encerraron en una tumba oculta, junto con sus instrumentos de tremendo poder. ¿No es normal que todo Marte haya buscado durante milenios esa Tumba perdida? ¿No es evidente que tanto el Imperio de Sark como los Reyes-Almirantes darían cualquier cosa por poseer los ignotos poderes del Maldito? Y ahora que has tenido la suerte de hallar la Tumba, ¿te he censurado yo, Boghaz, por querer ser cauteloso con tu secreto?

Pero Carse ya no le escuchaba. Estaba recordando ahora… recordaba aquellos extraños instrumentos de piedras talladas, de prismas cristalinos y de metal, hallados en la Tumba.

¿Serían aquellos, realmente, los secretos de una antigua y gran ciencia… una ciencia largo tiempo olvidada en aquel Marte semibárbaro de eras pasadas?

Preguntó entonces:

—¿Quiénes son esos Reyes-Almirantes? Creo entender que no se llevan bien con los de Sark.

Boghaz asintió.

—Sark domina los países al este, al norte y al sur del Mar Blanco. Pero quedan al oeste pequeños reinos libres, corsarios rebeldes como los khond y sus Reyes-Almirantes, que desafían el poder de Sark.

Hizo una pausa y añadió:

—Así es, y además hay muchos en mi propio país vasallo Valkis, y en otros, que odian en secreto a Sark por causa de los dhuvianos.

—¿Los dhuvianos? —repitió Carse—. Antes también los mencionaste. ¿Quiénes son? —Boghaz lanzó un bufido.

—Mira, compañero, está bien que te hagas el ignorante, ¡pero esto va demasiado lejos! ¡Ninguna tribu, por lejana que sea, deja de conocer y temer a la maldita Serpiente!

Así pues, ¿sería la Serpiente un apelativo genérico de los misteriosos dhuvianos? ¿Por qué les llamarían así?, se dijo Carse.

De súbito, el terrícola se dio cuenta de que la mujer Nadadora estaba mirándole fijamente. Por un instante de pánico, tuvo la extraña sensación de que podía leer sus pensamientos.

—¡Silencio por ahora! Shallah nos está mirando —susurró precipitadamente Boghaz—. Nadie ignora que los Híbridos saben algo de leer en la mente.

Si así era, pensó Carse con disgusto, sus pensamientos le darían a Shallah la Nadadora un buen tema para meditar a fondo y por espacio de una larga temporada.

Estaba perdido en un Marte completamente insólito, muchos de cuyos aspectos eran todavía un misterio para él.

Pero, si Boghaz decía la verdad, si los extraños objetos de la Tumba de Rhiannon eran instrumentos de un gran poder científico olvidado, entonces él, Carse, pese a no ser más que un galeote poseía la clave de un secreto ambicionado por todo el planeta.

Dicho secreto podía ser su perdición. Era preciso guardarlo celosamente hasta que se viese libre de aquella esclavitud brutal. La resolución de recobrar su libertad, y un creciente odio mortal hacia aquellos fanfarrones de Sark, eran de momento las únicas seguridades con que podía contar.

El sol continuó su carrera, abrasando a los indefensos remeros. El viento que gemía en el cordaje no aliviaba el calor de los que sudaban bajo cubierta. Los hombres se asaban como pescados en la parrilla, sin que en todas aquellas horas se les diese agua ni alimento.

Con ojos sombríos, Carse contempló a los soldados de Sark que se paseaban con arrogancia sobre cubierta, casi por sobre las cabezas de los galeotes. Al fondo, en el castillete de popa, la puerta de la cabina principal permanecía siempre cerrada.

Arriba se veía al timonel, un fornido soldado de Sark, que sujetaba la robusta barra y obedecía a las órdenes de Scyld.

El propio Scyld estaba a su lado, con la puntiaguda barba levantada mientras miraba al horizonte, sin hacer caso de la miseria apelotonado en el puente bajo. De vez en cuando ladraba breves indicaciones al piloto.

Al fin llegaron las raciones: pan negro y una escudilla de agua, servidos por uno de aquellos extraños esclavos alados que Carse viera en Jekkara. Los Hombres-pájaro, les había llamado la plebe.

Carse le contempló con interés. Parecía un ángel mutilado, con sus radiantes alas cruelmente rotas y su rostro bello y doliente. Avanzaba despacio por la pasarela, repartiendo el alimento, pero como si el caminar fuese una carga excesiva para él.

No sonreía ni hablaba, y parecía tener los ojos cubiertos por un velo.

Shallah le agradeció la ración, pero él se volvió sin responder palabra, arrastrando el cuévano vacío. Ella se volvió hacia Carse.

—Muchos de ellos mueren cuando les rompen las alas.

Él comprendió que se refería a una muerte espiritual. El espectáculo de aquel Híbrido de alas rotas encendió aún más el odio que los Sark le inspiraban, al hacerle prisionero.

—¡Malditos sean los bárbaros capaces de hacer una cosa así!

—¡Sí! ¡Malditos los que se juntan con la Serpiente para hacer el mal! —gruñó Jaxart, el khond que era su compañero de banco—. ¡Maldito sea su rey y su heredera, la diablesa Ywain! Ojalá tuviera yo la oportunidad de anegarlos en el mar, para poner fin a las infamias que habrá estado tramando en Jekkara.

—¿Por qué no se ha dejado ver? —preguntó Carse—. ¿Es tan delicada que prefiere permanecer encerrada en su camarote hasta que lleguemos a Sark?

—¿Delicada esa bruja? —escupió Jaxart con desprecio—. Estará fornicando con el amante que lleva escondido en el camarote. Subió a bordo en Sark, todo encapotado y encapuchado, y aún no ha salido. Pero nosotros le vimos.

Shallah dirigió hacia popa su mirada ausente, y murmuró:

—No es un amante lo que tiene ahí escondido, sino el espíritu del mal. Lo percibí cuando abordaba la galera.

Volvió hacia Carse unos ojos extrañamente luminosos.

—Creo que dentro de ti vive también un espíritu maligno, forastero. Puedo adivinarlo, aunque no acabo de comprenderte.

Carse notó de nuevo un ligero estremecimiento. Aquellos Híbridos podían intuir vagamente, con sus poderes extrasensoriales, que él estaba fuera de lugar allí. Respiró con alivio cuando Shallah y su compañero Naram dejaron de fijarse en él.

Durante las horas siguientes, Carse se sorprendió a menudo alzando la mirada hacia la cubierta de popa. Sentía un porfiado deseo de conocer a aquella Ywain de Sark, cuyo esclavo era él ahora.

Después de soplar durante horas, a media tarde el viento cesó y se instauró una calma chicha.

El timbal volvió a sonar. Los remos entraron en acción y una vez más Carse vertió sudor en aquella faena desacostumbrada, rebelándose cada vez que el látigo besaba su espada.

Sólo Boghaz parecía feliz.

—No soy hombre de mar —decía, sacudiendo su barba—. Para un khond como tú, Jaxart, estar embarcado es lo más natural. Pero yo fui un joven delicado y consagrado a más reposados menesteres. ¡Bendita calma! Prefiero las penalidades del remo a verme sacudido como un madero por el oleaje.

A Carse le conmovieron estas patéticas palabras, hasta que descubrió por qué a Boghaz no le importaba demasiado remar.

No hacía más que inclinarse de atrás adelante, mientras Carse y Jaxart tiraban con todas sus fuerzas. Carse le propinó un bofetón que por poco lo derriba del banco, después de lo cual tiró como los demás, sin dejar de lamentarse.

La tarde transcurrió sofocante, interminable, bajo la incesante cadencia de los remos.

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