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Authors: Leigh Brackett

La espada de Rhiannon (5 page)

BOOK: La espada de Rhiannon
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Ni un solo músculo del rostro de Carse se movió, mientras él reflexionaba con rapidez.

¿Así pues, la Tumba era un misterio en aquella época como lo había sido también en sus tiempos futuros?

Se encogió de hombros.

—No sé nada de Rhiannon ni de su Tumba.

Boghaz se sentó en el suelo al lado de Carse, y le sonrió como quien razona con una criatura que no piensa sino en jugar.

—Compañero, no eres sincero conmigo. Nadie ignora en Marte que hace muchos, muchísimos años, los Quiru abandonaron nuestro mundo a causa de lo que hizo Rhiannon, el Renegado de entre ellos. Todos sabemos que antes de marcharse construyeron una tumba, donde confinaron a Rhiannon y a todos sus poderes. —Hizo una pausa y después continuó—: ¿Debe asombrarnos que los hombres ambicionen el poder de los dioses? ¿No es normal que, desde siempre, los hombres hayan buscado esa Tumba perdida? Y ahora que tú has tenido la suerte de hallarla, ¿te he censurado yo, Boghaz, por querer guardar el secreto para ti solo?

Palmeó el hombro de Carse con una ancha sonrisa.

—Es muy lógico de tu parte. Pero el secreto de la Tumba es una carga excesiva para ti. Necesitas que yo te ayude con mi talento. Juntos, y en posesión de tal secreto, seremos los dueños de Marte.

Carse dijo sin aparentar ninguna emoción:

—Estás loco. No sé de ningún secreto. Te digo que le compré la espada a un mercader. —Boghaz se quedó largo rato mirándole de hito en hito. Parecía muy triste. Luego lanzó un hondo suspiro.

—Piénsalo, amigo mío. ¿No sería mejor decírmelo, en vez de obligarme a sacártelo por la fuerza?

—No hay nada que decir —dijo Carse con aspereza.

No deseaba ser torturado. Pero aquel extraño instinto vigilante se había manifestado otra vez, muy intensamente. ¡Algo muy hondo dentro de su ser le advertía que no revelase a nadie el secreto!

Además, incluso si hablaba, era muy posible que el gordo valkisiano le matase para impedir que se lo repitiera a nadie más.

Boghaz encogió sus macizos hombros, con desaliento.

—Me obligas a tomar medidas extremas. Aborrezco tener que hacerlo. Soy demasiado blando para esa clase de trabajos. Pero, si es necesario…

Echó mano a la bolsa del cinto para sacar algo, pero entonces ambos hombres oyeron voces en la calle, y fuertes pisadas de pies pesadamente calzados.

Fuera, una de las voces gritó:

—¡Aquí! ¡Este es el cubil de ese cerdo Boghaz!

Un puño empezó a golpear la puerta con tal fuerza, que la pequeña habitación resonaba como un tambor.

—Abre ya, grasiento canalla de Valkis!

Unos pesados hombros embestían contra la puerta.

—¡Dioses de Marte! —gruñó Boghaz—. ¡La ronda de Sark ha seguido nuestros pasos!

Corrió hacia la espada de Rhiannon, y estaba escondiéndola debajo de su cama cuando las débiles planchas de la puerta cedieron a los tremendos golpes. Un escuadrón de hombres armados irrumpió en el cuarto.

5 - Esclavo de Sark

Boghaz se hizo cargo de la situación con magnífico aplomo. Hizo una profunda reverencia al jefe de la ronda, un hombre alto, de negra barba y nariz aguileña, que llevaba una coraza negra lo mismo que los soldados de Sark a quienes Carse había visto en la plaza.

—¡Mi señor Scyld! —dijo Boghaz—. Lamento ser tan voluminoso, y por consiguiente torpe de movimientos. Por nada del mundo habría consentido que vuestra señoría se molestase en tener que romper mi humilde puerta… especialmente…

Su rostro se iluminó con el resplandor de la más pura inocencia al continuar:

—Especialmente cuando estaba a punto de salir para ir a veros. —Hizo un gesto en dirección a Carse.

—Lo he capturado para vos —dijo—. Vedlo, está bien cogido.

Scyld apoyó ambos puños en las caderas, levantó al aire su barba puntiaguda y soltó una ruidosa carcajada. A su espalda, los soldados de la ronda le imitaron, y más allá hicieron lo mismo los numerosos jekkaranos que habían acudido con intención de divertirse un rato.

—Lo ha capturado para nosotros —repitió Scyld. Más risas.

Scyld se acercó a Boghaz, diciendo:

—Supongo que habrá sido tu lealtad la razón por la cual te llevaste a ese perro khond de entre las manos de mis hombres, allá en la plaza.

—Mi señor, la multitud le habría despedazado —protestó Boghaz.

—Por eso envié a mis hombres… Le necesitábamos vivo. Un khond muerto no nos serviría de nada. Pero tuviste que aparecer tú para ayudarnos, Boghaz. Por suerte, has sido visto. —Alargó la mano para tocar los adornos robados que Boghaz llevaba al cuello—. Sí —dijo—, ha sido una suerte.

Le quitó el collar y el cinturón, admiró la calidad de las piedras que los adornaban, y luego lo guardó todo en la bolsa de su cinto. En seguida se acercó a la cama, debajo de la cual sobresalía la espada que el gordo no había tenido tiempo de esconder.

Tomándola, la sopesó, mientras examinaba la hoja y la empuñadura.

—Esto sí que es un arma —sonrió—. Hermosa como la Señora misma… y mortífera como ella.

Utilizó la punta para cortar las ataduras de Carse.

—¡Andando, khond! —le dijo, ayudándole con la puntera de su pesada sandalia.

Carse se puso en pie, sacudiendo un instante la cabeza para despejarla. Luego, y antes de que se apoderasen de él los hombres de la ronda, estampó su duro puño en la abultada barriga de Boghaz.

Scyld se echó a reír. Tenía una risa ronca y cordial de viejo marino. Contuvo su hilaridad mientras los soldados separaban a Carse del valkisiano, que se ahogaba doblado en dos por el dolor.

—Dejemos eso por ahora —le dijo Scyld—. Habrá tiempo para todo, pues vosotros dos vais a estar juntos una larga temporada.

Carse vio el espanto pintado en las rollizas facciones de Boghaz.

—Mi señor —suplicó el valkisiano con voz trémula, y jadeando todavía—. Soy un hombre leal. No deseo sino servir a la causa de Sark y de Su Alteza, la Señora Ywain.

Acompañó estas palabras con una reverencia.

—Naturalmente —dijo Scyld—. Y ¿cómo podríais servir mejor a Sark y a la Señora Ywain, sino tirando del remo en su galera de guerra?

Boghaz palidecía por momentos.

—Pero, mi señor…

—¡Cómo! —gritó Scyld con ira—. ¿Osas protestar? ¿Dónde está tu lealtad, Boghaz? —Alzó en el aire la espada—: ¿Ignoras acaso cómo se castiga la traición?

Los hombres de la ronda estaban a punto de reventar, de tanto contener la risa.

—¡No! —dijo roncamente Boghaz—. Soy leal. Nadie puede acusarme de traición. Mi único deseo es servir…

Se interrumpió de súbito, dándose cuenta de que su lengua acababa de traicionarle. Scyld bajó la espada propinando un tremendo planazo en las enormes nalgas de Boghaz.

—Pues entonces, ¡a servir! ¡Andando! —gritó.

Boghaz aulló, dando un paso adelante. Los soldados se apoderaron de él, y en pocos instantes le dejaron atado, así como a Carse, el uno al lado del otro.

Satisfecho, Scyld guardó la espada de Rhiannon en su propio cinto, después de arrojar la suya a un soldado para que se la llevase. Luego salió de la cabaña el primero, con paso jactancioso.

Una vez más recorría Carse las calles de Jekkara, pero ahora de noche y encadenado, privado de sus joyas y de su espada.

Fueron conducidos a los muelles de Palacio. Carse volvió a experimentar aquella fría y estremecedora sensación de irrealidad cuando vio las airosas torres espléndidamente iluminadas, y la suave fosforescencia blanca del mar extendiéndose hasta el horizonte.

Todo el barrio que circundaba el palacio hormigueaba de esclavos, de hombres armados que vestían la coraza negra de Sark, de cortesanos, mujeres y juglares. Cuando pasaron frente al palacio mismo, oyeron música y otros ruidos festivos.

Boghaz se volvió hacia Carse y le advirtió hablando entre dientes:

—Esos zoquetes no han reconocido la espada. Guárdate tu secreto… o de lo contrario nos conducirán a Caer Dhu para interrogarnos, ¡y ya sabes lo que eso significa!

Al decir esto, todo su corpachón se estremeció.

Carse estaba demasiado embotado para contestar. La conmoción de aquel mundo increíble y la pura fatiga física se le venían encima como una marejada.

Boghaz siguió hablando en voz alta, a intención de sus guardianes:

—¡Todos estos esplendores son para honrar a la Señora Ywain de Sark! ¡Una princesa tan grande como lo es su padre, el rey Garach! Servir en su galera debe ser, sin duda, un privilegio.

Scyld rió, sarcástico.

—¡Bien dicho, valkisiano! Tu ferviente lealtad no dejará de verse recompensada. Podrás gozar de ese privilegio por mucho tiempo.

Ante ellos se alzaba la negra galera de combate, que era su punto de destino. Carse vio que era larga, elegante, con un puente de remeros debajo de la cubierta y un castillete bajo a popa.

La cubierta de popa estaba adornada con gallardetes y salía una luz rojiza por las ventanas de las cabinas debajo de aquélla.

Alrededor de ellas se amontonaban los soldados de Sark, lanzándose pullas en voz alta.

En cambio, en el largo y sombrío puente de galeotes no había sino un amargo silencio. Scyld alzó su estentórea voz en una llamada:

—¡Eh! ¡Aquí, Callus!

Un individuo robusto salió de la oscuridad del puente y bajó por la pasarela con la seguridad de una larga práctica. En la derecha llevaba una bota de cuero, y en la izquierda un látigo negro, largo y muy flexible por el uso.

Saludó a Scyld con un gesto de la bota, sin molestarse en hablar.

—Carne para el banco —dijo Scyld—. Son tuyos. —Ahogó una risa y agregó—: Procura que los encadenen al mismo remo.

Callus contempló a Carse y Boghaz, luego sonrió perezosamente y les invitó a pasar con otro ademán de la bota.

—¡A popa, carroña! —gruñó, desenrollando el látigo.

Carse rugió, mirándole con rabia. Boghaz tomó al terrícola de un hombro y le sacudió con fuerza.

—¡Vamos, estúpido! —le urgió—. Ya recibiremos golpes de sobra, sin necesidad de buscárnoslos.

Empujó a Carse hasta que ambos se vieron bajo cubierta, siguiendo la pasarela que había entre los bancos de remeros.

El terrícola, entumecido por las emociones y el cansancio, apenas se fijó en los rostros que se volvían para contemplarles, en el arrastrar de cadenas y los olores de sentina. No distinguió sino a medias las extrañas cabezas redondas de los dos seres peludos que dormitaban sobre la pasarela, y que se apartaron para dejarlos pasar.

El último banco a estribor, frente al castillete de popa, estaba ocupado por un solo hombre que dormía, encadenado a su remo.

Quedaban dos puestos vacíos. La ronda no se alejó hasta que Carse y Boghaz estuvieron firmemente encadenados a su vez.

Luego los hombres que mandaba Scyld giraron sobre sus talones y salieron. Callus hizo restallar el látigo, a modo de advertencia dirigida a todos en general, y pasó a proa.

Boghaz le dio a Carse un codazo en las costillas. Luego se inclinó hacia él y le sacudió. Pero Carse ya estaba muy ajeno a cualquier cosa que Boghaz quisiera decirle. Dormía doblado sobre la caña del remo.

Carse estaba soñando. Soñó que se repetía otra vez aquella caída de pesadilla, a través de los infinitos aullantes del vacío en la burbuja negra de la tumba de Rhiannon. Caía y caía incesantemente…

Y una vez más experimentó la sensación de una presencia viva y poderosa, acompañándole en la tremenda caída; de algo que se apoderaba de su cerebro con avidez siniestra y temible.

—¡No! —susurró Carse en sueños—. ¡No!

Una y otra vez murmuraba aquella negativa, negándose a algo que la siniestra presencia le urgía, algo misterioso y temible.

Pero el ruego se hacía cada vez más urgente, más insistente. Quienquiera que fuese el suplicante, ahora parecía mucho más poderoso de lo que se manifestó en la Tumba de Rhiannon. Carse lanzó un alarido estremecedor.

—¡No, Rhiannon!

Al mismo tiempo despertó, mirando sin ver el banco de la galera bañado por la claridad lunar.

Callus y el capataz recorrían la pasarela, despertando a latigazos a los galeotes. Boghaz miraba a Carse con una expresión extraña.

—¡Has invocado en sueños al Maldito! —le dijo.

El otro esclavo de su mismo banco le miraba fijamente también, lo mismo que las dos sombras peludas de ojos fosforescentes, encadenadas a la pasarela.

—Una pesadilla —murmuró Carse—. Eso fue todo.

Sus palabras fueron cortadas por un silbido y un chasquido, que con el dolor lancinante de su espalda le recordaron dónde se hallaba.

—¡Coge el remo, carroña! —rugió sobre él la voz de Callus.

Carse gritó como una fiera, pero al instante Boghaz le tapó la boca con una de sus manazas.

—¡Quieto! —le advirtió—. ¡Quieto y chitón!

Carse logró contenerse, aunque no sin recibir otra caricia del látigo. Callus le dominaba desde lo alto de la pasarela, sonriendo con sarcasmo.

—Me ocuparé de ti —dijo—. Me ocuparé muy especialmente.

Luego alzó la mano y rugió, dirigiéndose a todos los del puente:

—¡Muy bien, carroña miserable! ¡A tirar de los remos! Vamos a zarpar hacia Sark con la marea, ¡y le sacaré el pellejo a tiras al primero que pierda comba!

En cubierta, los marinos largaban velas. El velamen se desplegaba de las vergas, recortando siluetas en negro contra la claridad lunar.

Hubo en toda la embarcación un súbito silencio expectante, un tomar aliento y tensar músculos. Un esclavo se agazapaba en una plataforma situada a un extremo de la pasarela, inclinándose sobre un enorme timbal.

Se oyó una orden. El esclavo levantó el puño y lo descargó, sobre el instrumento.

A ambos costados de la galera, los remos se alzaron al unísono, bajaron a encontrar su punto de apoyo en el agua y así se desplazaron una y otra vez, a ritmo uniforme. El timbal daba la cadencia, y el látigo se encargaba de velar por su cumplimiento.

Carse y Boghaz aprendieron muy pronto cómo realizar correctamente lo que se exigía de ellos.

Desde aquel puente bajo cubierta no se veía nada del exterior, salvo algún atisbo a través de las portillas. Pero Carse pudo escuchar el rugido jubiloso de la multitud que saludaba desde los muelles, mientras la galera de combate de Ywain de Sark zarpaba dirigiéndose hacia la bocana del puerto.

La brisa nocturna era tenue, por lo que apenas tiraba el velamen. El timbal aceleró su cadencia, forzando el compás de los remos y tensando al máximo las llagadas y sudorosas espaldas de los galeotes.

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