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Authors: Leigh Brackett

La espada de Rhiannon (7 page)

BOOK: La espada de Rhiannon
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Las manos de Carse se llenaron de ampollas, que luego se reventaron y sangraron. Era un hombre robusto, pero aun así sentía escapársele la fuerza del cuerpo como si fuese agua, y le dolían los huesos como si le hubieran dado tormento en el potro.

Envidiaba a Jaxart, quien se conducía como si hubiese nacido en un banco de galera. Poco a poco, el cansancio mismo alivió en cierto sentido sus sufrimientos. Cayó en una especie de estupor embotado, mientras el cuerpo realizaba mecánicamente la tarea.

Luego, con el último resplandor dorado del día, alzó la cabeza para cobrar aliento y, a través del velo incierto que oscurecía su visión, contempló una mujer que estaba de pie en cubierta, mirando hacia el horizonte.

7 - La Espada

Aunque fuese de Sark, y una diablesa como dijeron sus compañeros, tenía algo que le cortó la respiración a Carse y no pudo apartar la mirada.

Allí erguida parecía una llamarada negra en medio de un halo de luz del crepúsculo. Vestía como un joven guerrero, una cota de malla negra sobre una breve túnica color púrpura.

Un dragón de pedrería subrayaba la curva de su pecho acorazado, y lucía una espada corta a un costado.

Llevaba la cabeza descubierta. Tenía el pelo negro y corto, con un flequillo sobre los ojos y melena sólo hasta el hombro.

Bajo las negras cejas, sus ojos parecían carbones encendidos.

Se mantenía con las largas y esbeltas piernas ligeramente separadas, mientras miraba en dirección al mar.

Carse sintió crecer dentro de sí un amargo sentimiento de admiración. Aquella mujer era su dueña, y él la odiaba como a todos los de su raza, pero no se podía negar su ardiente belleza y su fuerza.

—¡A remar, carroña!

El insulto y el latigazo le hicieron volver de su admirativa contemplación. Había perdido el ritmo de la remada, desordenando todo el costado de estribor. Jaxart lanzaba imprecaciones, y Callus manejaba el látigo.

Mientras se repartían equitativamente la ración de azotes, el gordo Boghaz se puso a gritar con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Gracias, oh Señora Ywain! ¡Gracias, gracias!

—¡Cierra esa bocaza, gusano! —rugió Callus, azotándole hasta sacarle sangre. Ywain bajó la vista para mirar a los remeros, pronunciando un nombre.

—¡Callus!

El cómitre se inclinó.

—¿Sí, Alteza?

—Que se den más prisa —ordenó—. ¡Pronto! Quiero pasar la Escarpa Negra al anochecer. —Miró directamente a Carse y Boghaz, agregando:

—Al que pierda el ritmo, ¡despelléjalo!

Dicho esto, se volvió. El timbal aceleró su batir. Carse contempló la espalda de Ywain con ojos furiosos. Le habría gustado amansar a aquella mujer. Habría sido un placer pisotear su amor propio, ultrajar su orgullo hasta arrancarlo de raíz.

El látigo punteó la cadencia sobre su espalda rebelde, y no le quedó más remedio que remar.

Jaxart se sonrió con mueca de lobo. Entre tirón y tirón, jadeó:

—Los de Sark han pacificado el Mar Blanco, según afirman. ¡Pero los Reyes-Almirantes aún se hacen a la vela! ¡Ni siquiera Ywain se atreve a demorarse por aquí!

—Si temen al enemigo, ¿por qué no han formado una escolta para esta galera? —preguntó Carse a soplos intermitentes.

Jaxart meneó la cabeza.

—Tampoco yo lo entiendo. Oí decir que Garach envió a su hija para que metiera en cintura al rey tributario de Jekkara, que estaba mostrándose muy levantisco. Pero el haber venido sin una flota de escolta…

Boghaz sugirió:

—Puede que los dhuvianos le hayan prestado alguna de sus misteriosas armas, y no necesite más protección.

El corpulento khond resopló con desdén.

—¡Los dhuvianos son demasiado listos para hacer eso! De vez en cuando consienten en usar sus extrañas armas para ayudar a sus aliados de Sark, eso sí. Para eso está la alianza. Pero entregar las armas a Sark, enseñar a los sarkeos cómo usarlas… ¡Nadie sería tan estúpido!

Carse se iba formando una noción más clara de lo que era el antiguo Marte. Todos aquellos pueblos eran semibárbaros… excepto los misteriosos dhuvianos. Por lo visto, ellos poseían al menos una parte de la antigua ciencia de aquel planeta, y se la reservaban celosamente en beneficio suyo y de sus aliados sarkeos.

Anocheció. Ywain permaneció en cubierta, y se doblaron las guardias. Naram y Shallah, los dos Nadadores, se removían sin cesar en sus rincones. A la luz de las antorchas, sus ojos lanzaban destellos de secreta impaciencia.

Carse no tenía fuerzas ni interés para apreciar el encanto del mar rielando bajo la luz lunar. Para colmo de males, empezó a soplar un viento contrario, que levantó mar arbolada y hacía muy penoso el manejo de los remos. El timbal sonaba inexorablemente.

Un sordo furor quemaba a Carse. Sufría dolores intolerables. Sangraba y tenía la espalda llena de cardenales. El remo era muy pesado. Pesaba más que todo Marte, se encabritaba y escapaba de las manos como una cosa viva.

Su rostro se alteró. Su mirada se volvió vidriosa e inexpresiva, fría como el hielo, como si no estuviera del todo en sus cabales. El golpear del timbal se confundió con los latidos de su corazón, más acentuados a cada tirón agotador.

Una oleada de fondo azotó los remos. La caña escapó de las manos de Carse y le golpeó en el pecho, dejándole sin aliento.

Jaxart, por experiencia, y Boghaz por su mayor peso, recobraron el ritmo casi en seguida, aunque no sin atraer las iras del capataz, quien se apresuró a tratarles de carroña —su palabra preferida— y a tirar de látigo.

Carse soltó el remo. Pese a estar impedido por sus cadenas, se movió con tal rapidez que el cómitre no se enteró de lo que le ocurría, hasta verse sobre las rodillas del terrícola tratando de proteger su cabeza bajo los golpes de los grilletes.

Al instante, todos los galeotes parecieron volverse locos. El ritmo de la remada se echó a perder, esta vez de verdad. Los hombres daban gritos de muerte. Callus se alzó y golpeó a Carse en la sien con el mango emplomado de su látigo, dejándole casi sin sentido. El cómitre huyó en seguida a lugar seguro, esquivando los brazos de Jaxart, que pretendía estrangularle. En cuanto a Boghaz, procuró hacerse chiquito y pasar desapercibido.

Desde la cubierta se oyó la voz de Ywain.

—¡Callus!

El cómitre se arrodilló temblando.

—A vuestras órdenes, Alteza.

—Azótalos a todos, hasta que recuerden que ya no son hombres, sino esclavos. —Su mirada severa e indiferente se posó en Carse.

—En cuanto a ése… es nuevo, ¿verdad?

—Sí, Alteza.

—Pues que aprenda.

Le hicieron aprender. Callus y el segundo cómitre le enseñaron a modo. Carse apoyó la frente sobre los antebrazos y lo aguantó todo. De vez en cuando, Boghaz lanzaba un alarido cuando aquellos erraban un golpe y le daban a él con la punta del látigo. Carse vio cómo se formaba un charco de sangre entre sus pies; la rabia que le habitaba se fundió y cambió de forma, lo mismo que se templa el acero bajo la acción del martillo.

Cuando sus verdugos se cansaron, Carse levantó la cabeza.

Era el más tremendo esfuerzo de toda su vida, pero quiso hacerlo, tozudo, irreductible. Miró de frente a Ywain.

—¿Has aprendido tu lección, esclavo? —preguntó ella.

Pasó un largo rato antes de que fuese capaz de articular palabras. Ahora ya no le importaba vivir o morir. Todo su universo se centraba en aquella mujer que se erguía sobre él, arrogante, inaccesible.

—Baja tú y enséñame si puedes —replicó roncamente, agregando a estas palabras un insulto del peor lenguaje barriobajero…, una palabra cuyo significado daba a entender que ella no podía enseñarle nada a hombre alguno.

Por un instante, nadie se movió ni habló. Al ver que ella palidecía, Carse profirió una carcajada que sonó terriblemente áspera y brutal en medio de aquel silencio. Luego, Scyld desenvainó su espada Y corrió por la pasarela para saltar al puente.

La espada se alzó en el aire, brillando a la luz de las antorchas. Se le ocurrió a Carse que había recorrido un largo camino para encontrar el escenario de su muerte. Esperó el golpe, pero no ocurrió nada, y entonces se dio cuenta de que Ywain había frenado a Scyld con un grito.

Scyld dejó caer el brazo, y luego se volvió, extrañado, mirando hacia la cubierta.

—Pero, Alteza…

—Ven aquí —dijo ella, y Carse notó que estaba mirando fijamente la espada en manos de Scyld, la espada de Rhiannon.

Scyld subió a cubierta por la escala, con una expresión de espanto en su rostro de pobladas cejas negras. Ywain se plantó frente a el.

—Dame eso —dijo, y ante la vacilación de él—: ¡La espada, imbécil!

Él la depositó en sus manos. Ywain se entretuvo contemplándola, le dio vueltas a la luz de las antorchas, estudió todos los detalles: la empuñadura con su gema única, los símbolos grabados en la hoja.

—¿De dónde has sacado esto, Scyld?

—Yo… —balbució, no queriendo confesarlo y llevándose instintivamente la mano al collar robado.

Ywain le cortó:

—No me importan tus latrocinios. ¿Dónde conseguiste esto? —El hombre señaló a Carse y a Boghaz.

—Ellos la tenían, Alteza, en el lugar donde los hice prisioneros. —Ella asintió.

—Condúcelos a popa, a mi camarote.

Después de lo cual se alejó en esa dirección. Scyld, contrito y mudo de asombro, se volvió para cumplir la orden recibida.

Boghaz suspiró:

—¡Dioses misericordiosos! ¡Estamos perdidos!

Aproximándose a Carse, murmuró a toda prisa, para aprovechar el tiempo que le quedaba:

—¡Miente ahora, si jamás has sabido mentir! ¡Si ella se convence de que conoces el secreto de la Tumba de Rhiannon, te lo arrancará por sí misma o con ayuda de los dhuvianos!

Carse no respondió. Bastante hacía con no perder los sentidos. Scyld, escupiendo maldiciones, ordenó que trajeran vino.

Carse fue obligado a beber un poco; a continuación soltaron sus cadenas y las de Boghaz, para ser conducidos a cubierta.

El vino y la brisa fresca reanimaron a Carse, al menos permitiéndole mantenerse en pie. Scyld los empujó con impaciencia hasta la cabina de Ywain, brillantemente iluminada con antorchas. Ella les esperaba con la espada de Rhiannon puesta sobre la mesa tallada que tenía ante sí.

En el mamparo opuesto había una puerta baja que daba a un camarote interior. Carse vio que estaba muy ligeramente entreabierta. Al otro lado no se veía luz, pero tuvo la impresión de que alguien… o algo… estaba allí agazapado, escuchando. Ello le hizo recordar las palabras de Jaxart y de Shallah.

Había un olor a corrupción en el aire…, un efluvio como de almizcle, penetrante y nauseabundo. Parecía proceder de aquella cabina interior. A Carse le produjo una reacción extraña. Sin saber lo que era, le inspiró una intensa hostilidad. Se dijo que, si era un amante que tenía escondido Ywain, debía de ser un tipo muy raro. Pero ella le sacó pronto de estas cavilaciones. Se sintió taladrado por su mirada, y una vez más se dijo que nunca había visto ojos como aquellos. Luego Ywain se volvió hacia Scyld:

—Cuéntamelo todo…, sin omitir ningún detalle.

Incómodo, con frases titubeantes, él contó lo ocurrido. Ywain miró a Boghaz.

—Y tú, gordinflón, ¿cómo conseguiste la espada? —Con un suspiro, Boghaz señaló a Carse.

—De éste, Alteza. La pieza era buena, y yo soy ladrón de oficio.

—¿Ésa fue la única razón para tomarla?

El rostro de Boghaz era un estudio de ingenuidad sorprendida.

—¿Qué otra razón podía existir? No soy soldado. Además, llevaba el cinturón y el collar. Como veis, Alteza, también son prendas valiosas.

La expresión de ella no permitió adivinar si le creía o no. La princesa se volvió hacia Carse:

—¿La espada era tuya, pues?

—Sí.

—¿Cómo la conseguiste?

—Me la vendió un mercader.

—¿Dónde?

—En tierras del norte, más allá de Shun. —Ywain sonrió.

—Mientes.

Carse replicó, fatigado:

—La adquirí por medios honrados (en cierto sentido, era verdad), y no me importa si me crees o no.

Aquella rendija de la puerta intrigaba a Carse. Le habría gustado empujarla para ver quién estaba allí emboscado, escuchando, espiando desde la oscuridad. Deseaba conocer el origen de aquel hedor apestoso.

Aunque, en el fondo, casi parecía innecesario. En el fondo, era como si ya lo supiese. Incapaz de contenerse por más tiempo, Scyld estalló:

—¡Suplico vuestro perdón, Alteza! Pero ¿por qué es tan importante la espada?

—Eres un buen soldado, Scyld —replicó ella en tono pensativo—, pero según cómo se mire también eres algo zoquete. ¿Limpiaste tú la hoja?

—En efecto. No estaba en buenas condiciones. —Miró a Carse con una mueca despectiva, agregando—: Parecía como si hubiese dejado pasar años sin tocarla.

Ywain alargó la mano para tomar la enjoyada empuñadura. Carse vio que sus dedos temblaban. Ella habló con voz suave:

—Tienes razón, Scyld. Hacía años que no la tocaba nadie. Nadie desde que Rhiannon, el forjador de esta espada, fue emparedado en su Tumba para expiar su crimen.

El rostro de Scyld perdió hasta el menor asombro de inteligencia. Se quedó con la boca abierta, y sólo al cabo de largo rato consiguió articular:

—¡Rhiannon!

8 - La criatura de las Tinieblas

Ywain fijó su penetrante mirada en Carse.

—Él conoce el secreto de la Tumba, Scyld. Debe saberlo, puesto que poseía la espada. —Hizo una pausa, y cuando volvió a hablar, sus palabras fueron casi inaudibles, como si hablara consigo misma no atreviéndose a formular su pensamiento en voz alta—. Un secreto peligroso. Tan peligroso, que casi desearía…

Se interrumpió como si ya hubiera dicho demasiado. ¿Tal vez lanzó una rápida ojeada a la puerta entreabierta?

Luego se dirigió a Carse con su tono imperioso habitual:

—Voy a darte otra oportunidad, esclavo. ¿Dónde está la Tumba de Rhiannon? —Carse meneó la cabeza.

—No sé nada —replicó, apoyándose en el hombro de Boghaz para no caer desmayado. Bajo sus pies, la alfombra estaba manchada de gotas rojas, y le parecía ver el rostro de Ywain a una gran distancia.

Scyld dijo roncamente:

—Dejádmelo a mí, Alteza.

—No; en el estado en que se encuentra, tus métodos no sirven. No quiero que muera todavía. Debo… ocuparme de este asunto.

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