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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Intriga

Monstruos invisibles (14 page)

BOOK: Monstruos invisibles
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Precisamente por ser tan tonto, Manus podría haberme apuñalado esta noche, creyendo que yo era Evie, creyendo que Evie me había disparado, mientras yo dormía en la oscuridad, en su cama.

Mi padre le contaría a todo el mundo en mi funeral que estaba a punto de volver a la universidad para terminar mis estudios de fisioterapeuta y que luego estudiaría medicina. Papá, papá, papá, papá, papaíto. No fui capaz de enfrentarme al feto del cerdo en biología. Y ahora soy el cadáver.

Evie estaría junto a mi madre, junto al féretro abierto. Se tambalearía, apoyándose en Manus. Y seguro que encontraría en la funeraria algo grotesco para amortajarme. Evie abraza a mi madre y Manus no es capaz de alejarse rápidamente del féretro abierto, y yo estoy allí, tendida en esa caja de terciopelo azul, como el interior de un Lincoln Town. Sin duda alguna, gracias, Evie. Llevo un quimono de concubina, de seda china amarilla, abierto hasta la cintura, con medias negras de red y dragones rojos bordados en la región pélvica y en el pecho.

Y zapatos de tacón rojos. Y no tengo mandíbula.

Desde luego, Evie le dice a mi madre:

—Le encantaba este vestido. Este quimono era su favorito. —La sensible Evie diría—: Supongo que a usted le sorprende.

Me gustaría matarla.

Pagaría para que le mordieran las serpientes.

Evie llevaría su traje de cóctel negro y corto, con una falda de seda asimétrica y un top sin tirantes de Rei Kawakubo. Los hombros y las mangas serían de chiffon negro. Ya sabéis que Evie tiene joyas, grandes esmeraldas para sus ojos demasiado verdes y un par de accesorios en su bolso de mano negro, para cambiarse luego, cuando vaya a bailar.

La odio.

Yo me pudro, después de haberme desangrado, con esa ropa de concubina travesti de Suzie Wong Tokyo Rose que me han sujetado con alfileres en la espalda para que se me ajuste mejor.

Parezco una mierda, muerta.

Parezco mierda muerta.

Apuñalaría a Evie ahora mismo por teléfono.

No, en realidad, le diría a la señora Cottrell, mientras colocamos la urna de Evie en el nicho familiar de algún lugar de mala muerte de Texas, que Evie quería que la incinerasen.

Yo, en el funeral de Evie, llevaría mi minivestido negro de Gianni Versace, ajustado como un torniquete, con metros y metros de guantes de seda negra amontonados en los brazos. Me sentaría al lado de Manus, en el asiento trasero del Caddy fúnebre, y llevaría puesto un sombrero de Christian Lacroix negro y grande como una rueda de tren, con un velo negro que luego podría quitarme para ir a una subasta inflada o a una venta pública o algo por el estilo, y luego a almorzar.

Evie, Evie estaría sucia. Vale, cenizas.

Sola en su cuarto de estar, cojo una pitillera de cristal de la mesa, que parece un bloque de malaquita, y coloco rápidamente este pequeño tesoro sobre los ladrillos de la chimenea. Por todas partes se oye un estrépito de cigarrillos y cerillas.

Aunque soy una chica burguesa muerta, de pronto me entran ganas de desprenderme de todo, y me arrodillo y me dispongo a recogerlo todo. El cristal y los cigarrillos. Pero Evie. . . una pitillera. Es demasiado de última generación.

Y cerillas.

Siento un ligero tirón en el dedo, y me corto con un trocito de cristal tan pequeño y transparente que resulta invisible.

Es deslumbrante.

Cuando la sangre perfila de rojo el trozo de cristal, entonces veo lo que me ha cortado. Lo que saco es mi sangre en el cristal roto. Mi sangre en un librillo de cerillas.

No, señora Cottrell. No, de verdad que Evie quería que la incinerasen.

Me alejo del lío que he organizado y me marcho, dejando sangre en los interruptores y en las lámparas a medida que las voy apagando. Paso junto al armario, y Manus me dice: «Por favor». Pero se me ha ocurrido una idea apasionante. Apago todas las luces de la planta baja, y Manus me llama. Dice que tiene que ir al cuarto de baño. «Por favor. »

La gran mansión colonial de Evie, con sus columnas en el porche, está completamente a oscuras, mientras regreso a tientas al comedor. Siento el marco de la puerta y cuento hasta diez, despacio, avanzando a ciegas sobre la alfombra oriental hasta la mesa, con su mantel de encaje.

Enciendo una cerilla. Enciendo una de las velas del gran candelabro de plata.

Sí, todo es como de novela gótica, pero enciendo las cinco velas del candelabro de plata, y pesa tanto que necesito las dos manos para levantarlo.

Con mi bata de seda y mis plumas de avestruz, no soy más que el fantasma de una chica guapa muerta que sube la larga escalera circular de Evie con el candelabro en la mano. Paso junto a los óleos y llego al pasillo del segundo piso. En la habitación principal, la hermosa chica fantasma con su seda iluminada por las velas abre los armarios llenos de ropa suya, completamente deformada por el demonio gigante de Evie Cottrell. Los torturados cuerpos de los vestidos y los jerséis, de los pantalones y los vestidos, de los vaqueros y los trajes, de los zapatos y los vestidos, todos mutilados y deformados, suplicando que alguien los saque de su miseria.

El fotógrafo dice en mi cabeza:

Dame rabia.

Flash.

Dame venganza.

Flash.

Dame una retribución total y absolutamente justificada.

Flash.

El fantasma que soy, muerto, lo que no ocurre, la nada todopoderosa e invisible en la que me he convertido, pasa el candelabro junto a todas esas ropas y:

Flash.

Lo que encontramos es el gigantesco infierno de la moda de Evie.

Es impresionante.

¡Es divertido a rabiar! Toco la colcha, de encaje belga antiguo, y empieza a arder.

Las pantallas de las lámparas arden.

Vaya mierda. El chiffon que llevo puesto también arde. Me sacudo las plumas ardiendo y, caminando hacia atrás, salgo del horno que es el dormitorio de Evie y me adentro por el pasillo del segundo piso.

Hay otras diez habitaciones y varios cuartos de baño, y voy de habitación en habitación. Las toallas arden. ¡El infierno en el cuarto de baño! El Chanel Número Cinco arde. Los óleos de caballos de carreras y faisanes muertos arden. Las alfombras orientales arden. Los adornos de flores secas de Evie arden, como pequeños infiernos. ¡Qué monada! La muñeca Katty Kathy de Evie se derrite, y luego arde. La colección de peluches es un holocausto de pieles. Dulcísimo. Precioso.

De vuelta en el baño, cojo una de las pocas cosas que no está ardiendo.

Un frasco de Valium.

Me dispongo a bajar la gran escalera de caracol. Cuando entró para matarme, Manus dejó la puerta principal abierta, y el infierno del segundo piso succiona la brisa fresca de la noche, envolviéndome. Apagando las velas. Ahora no hay más luz que la del infierno, un gigantesco calefactor que me sonríe desde arriba, y yo completamente chamuscada con mis once hierbas y especias de chiffon quemado.

Tengo la sensación de haber recibido un importante premio por una gran hazaña vital.

Como: «Con ustedes, la señorita América».

Bajo.

Y me sigue entusiasmando ser el centro de atención.

En la puerta del armario, Manus pregunta lloriqueando por qué huele a humo, y suplica, por favor, por favor, que no le deje morir. Como si a estas alturas pudiese importarme.

No, de verdad. Manus quería que lo incinerasen.

En el taco de notas del teléfono, escribo:

abriré la puerta dentro de un minuto, pero aún tengo la escopeta. antes te meteré unos cuantos valium por debajo de la puerta: cómetelos o te mato.

Y meto la nota por debajo de la puerta.

Salimos hacia su coche. Yo lo voy arrastrando. Hará todo lo que yo quiera, bajo la amenaza de decirle a la policía cómo entró en la casa. Fue el quien prendió fuego y usó la escopeta para secuestrarme. Lo contaré todo sobre Manus y Evie y su enfermiza historia de amor.

La palabra «amor» suena como un tapón de cera cuando pienso en Manus y Evie.

Golpeo la puerta del armario con la culata de la escopeta, y esta se dispara. Un par de centímetros y estaría muerta. Muerta junto al armario cerrado, y Manus se quemaría.

—Sí —grita Manus—. Haré lo que quieras. Pero, por favor, no me dispares ni dejes que me queme. Lo que quieras, pero ¡abre la puerta!

Empujo con el zapato los Valium por debajo de la puerta del armario. Apuntando con la escopeta, abro la puerta y me retiro. Con la luz del fuego que llega desde el piso de arriba, se ve que la casa está llena de humo. Manus sale tambaleándose, los ojos azules desorbitados, las manos en alto, y le obligo a dirigirse hacia el coche, con el cañón de la escopeta en la espalda. Incluso en la punta de una escopeta, la piel de Manus resulta tersa y sexy. No tengo ningún plan. Lo único que sé es que por el momento no quiero resolver nada. No sé cómo terminaremos, pero no pienso volver a la normalidad.

Encierro a Manus en el maletero de su Fiat Spider. Un coche bonito, muy bonito, rojo, descapotable. Cierro el maletero con la culata de la escopeta.

Mi cargamento amoroso no dice nada. Me pregunto si aún tendrá ganas de orinar.

Tiro la escopeta en el asiento del pasajero y vuelvo al infierno colonial de Evie. En el vestíbulo hay una chimenea, un túnel de viento que se forma con el aire frío que entra por la puerta principal y asciende hacia la luz y el calor del piso de arriba. El vestíbulo sigue teniendo esa mesita con el teléfono en forma de saxofón dorado. Hay humo por todas partes, y el coro de sirenas antiincendios es tan agudo que hace daño.

Es mezquino tener a Evie despierta en Cancún tanto tiempo a la espera de sus buenas noticias.

Y llamo al número que ha dejado. Como podréis imaginar, Evie responde a la primera llamada.

Y dice:

—¿Hola?

Solo se oye el ruido de lo que he hecho, los detectores de humo y las llamas, el tintineo de la araña movida por la brisa; eso es lo único que se oye a este lado del teléfono.

Evie dice:

—¿Manus?

En alguna parte, puede que en el comedor, el techo se desploma, y las chispas y las brasas se esparcen por el suelo del vestíbulo.

Evie dice:

—Manus, no me gastes bromas. Si eres tú, ya te he dicho que no quiero verte más.

Y acto seguido:

Crash.

Un semitono de luz blanca, centelleante, de afilado cristal austríaco, y la araña cae del centro del techo y se estrella demasiado cerca.

Un par de centímetros más, y estaría muerta.

Cómo no reírme. Ya estoy muerta.

—Escucha, Manus —dice Evie—. Te dije que si me llamabas le contaría a la policía que has dejado a mi mejor amiga sin cara. ¿Lo has entendido?

Evie dice:

—Has ido demasiado lejos. Estoy dispuesta a conseguir una orden de detención.

No sé a quién creer, si a Manus o a Evie. Solo sé que mis plumas están ardiendo.

16

Volvamos a una sesión fotográfica en un desguace de coches, donde Evie y yo tenemos que trepar por los montones de chatarra con unos bañadores de Hermaun Mancing tan estrechos que tienes que ponerte un esparadrapo en el coño, y Evie empieza a decir:

—Hablando de tu hermano mutilado. . .

No es mi fotógrafo ni mi director artístico favorito.

Yo me vuelvo hacia Evie y, mientras me concentro en sacar mucho el trasero, digo:

—¿Sí?

Y el fotógrafo dice:

—Evie, eso no es un mohín.

Cuanto más feas son las prendas, peores son los lugares donde tenemos que posar para que resulten bonitas. Desguaces. Mataderos. Plantas de tratamiento de residuos. Es el truco de la novia fea, donde una resulta guapa por comparación. En una sesión de fotos para Industry JeansWar, posamos besando cadáveres.

Los coches desguazados están llenos de agujeros oxidados y bordes cortantes, y yo estoy casi desnuda, intentando recordar cuándo me puse la antitetánica por última vez. El fotógrafo baja la cámara y dice:

—Mientras no os decidáis a meter la tripa, estoy gastando película en balde.

Ser guapa es un esfuerzo cada vez mayor. El simple tacto de la cuchilla te da ganas de llorar. La depilación con cera para el biquini. Cuando le inyectaron colágeno en los labios, Evie salió diciendo que no quería volver a pasar un infierno así en la vida. Lo peor es cuando Manus te arranca el esparadrapo del coño, si no te has depilado bien.

Hablando del infierno, le digo a Evie:

—Mañana posamos allí.

Y el director artístico dice en ese momento:

—Evie, ¿podrías subir un par de coches más arriba?

Y eso con zapatos de tacón, pero Evie sube. Hay pequeños diamantes de cristal desperdigados por todas partes, y es fácil caer.

Sin perder su gran sonrisa de foto, Evie dice:

—¿Qué le pasó a tu hermano, exactamente?

Es imposible mantener una sonrisa real tanto tiempo; al cabo de un rato todo son dientes.

El director artístico sube con su esponjita en la mano y me retoca el trasero en las zonas donde el bronceador se ha deteriorado.

—Fue por culpa de un frasco de laca que alguien tiró en la incineradora. Explotó mientras quemaba la basura.

Y Evie dice:

—¿Alguien?

Y yo digo:

—Por cómo gritaba y cómo intentaba detener la hemorragia, cualquiera diría que fue mi madre.

Y el fotógrafo dice:

—Chicas, ¿podéis poneros un momento de puntillas?

Evie continúa:

—¿Un envase de laca grande? Seguro que le arrancó media cara.

Nos ponemos de puntillas.

Yo sigo diciendo:

—No fue para tanto.

—Esperad un momento —dice el director artístico—. No juntéis tanto los pies. —Y añade—: Más separados. —Y luego—: Un poco más, por favor. —Después nos pasa unas herramientas niqueladas para que las sostengamos.

La mía pesa por lo menos ocho kilos.

—Es un martillo de bola —dice Evie—, y lo estás agarrando mal.

—Cariño —le dice el fotógrafo a Evie—, ¿puedes acercarte la motosierra un poco más a la boca, por favor?

El sol calienta la chapa de los coches, con los techos hundidos bajo el peso de la chatarra. Hay coches con los parachoques delanteros torcidos, porque nadie se apartó de ellos. Coches con laterales reforzados en los que murieron familias enteras. Coches de tres cuerpos con los asientos clavados en el salpicadero. Coches de antes de que existieran los cinturones de seguridad. Coches de antes del airbag. De antes de los servicios de urgencia. Coches destrozados por la explosión del depósito de gasolina.

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