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Authors: Charlaine Harris

Muerto hasta el anochecer (14 page)

BOOK: Muerto hasta el anochecer
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Me acerqué con el coche hasta el Merlotte's, un poco nerviosa por que la gente me viera tan arreglada.

Pero cuando crucé la puerta de entrada tuve un momento de gloria: un instante de asombrado reconocimiento en el más absoluto de los silencios. Sam estaba de espaldas a mí, pero Lafayette estaba asomado a la ventanilla, y Rene y J.B., apoyados en la barra. Por desgracia, así estaba también mi hermano Jason, que abrió los ojos como platos cuando se giró a mirar lo que Rene estaba contemplando.

—¡Estás increíble, reina! —gritó Lafayette, entusiasmado—. ¿De dónde has sacado ese vestido?

—¡Buf! Hace siglos que tengo este trapo —dije bromeando. El se rió.

Sam se volvió a ver de qué hablaba Lafayette y también abrió mucho los ojos.

—Madre mía —exhaló. Un poco cortada, me acerqué a él para pedirle el cheque.

—Pasa al despacho, Sookie —me dijo, y lo seguí hasta el pequeño cubículo que tenía al lado del almacén. Rene medio me abrazó cuando pasé a su lado yJ.B. me besó en la mejilla.

Sam estuvo rebuscando entre los montones de papeles que se apilaban sobre su escritorio hasta que finalmente dio con el cheque. Sin embargo, no me lo entregó de inmediato.

—¿Vas a algún sitio en especial? —me preguntó, casi a regañadientes.

—Tengo una cita —contesté, tratando de que sonara de lo más natural.

—Estás impresionante —dijo, y tragó saliva. Su mirada era ardiente.

—Muchas gracias. Esto... Sam, ¿me das el cheque?

—Claro —me lo entregó y lo guardé en el bolso.

—Bueno, entonces adiós.

—Adiós —pero en lugar de indicar que ya me podía ir, Sam se acercó a mí para olerme. Con la cabeza a escasos centímetros de mi cuello, aspiró profundamente. Cerró sus brillantes ojos azules un instante, como para evaluar el aroma. Luego, exhaló con suavidad y sentí su cálido aliento sobre la piel.

Salí del despacho y dejé el bar, algo confusa y llena de curiosidad ante el comportamiento de Sam.

A la puerta de casa había aparcado un coche extraño. Se trataba de un fulgurante Cadillac negro: el coche de Bill. ¿De dónde sacaban el dinero para comprarse esos cochazos? Sacudí la cabeza y entré en casa tras cruzar el porche. Al sentirme, Bill dirigió la vista a la entrada, expectante; estaba sentado en el sofá, charlando con la abuela, que se apoyaba contra el brazo de una vieja silla llena de trastos.

En cuanto me vio, supe que me había excedido. Parecía bastante contrariado: tenía la cara completamente rígida y le centelleaban los ojos; sus manos se habían crispado en un gesto atenazador.

—¿Voy bien así? —pregunté con nerviosismo. Sentía cómo la sangre se me subía a las mejillas.

—Sí —contestó finalmente; pero había tardado tanto en responder como para enfurecer a la abuela.

—Cualquiera con un poco de criterio ha de reconocer que Sookie es una de las chicas más guapas de por aquí —dijo la abuela con voz aparentemente amable, pero más fría que el acero.

—Oh, desde luego —admitió Bill, pero su voz carecía de inflexión, lo cual resultaba bastante significativo.

«Mira, que le den.» Yo había intentado hacerlo lo mejor posible. Me erguí con dignidad y le pregunté:

—Bueno, ¿nos vamos?

—Sí —contestó, y se puso en pie—. Buenas noches, señora Stackhouse. Ha sido un placer volverla a ver.

—De acuerdo, que lo paséis bien —dijo ella, más apaciguada—. Vete con cuidado, Bill. Y no bebas mucho.

—Descuide, señora —dijo él, arqueando una ceja. La abuela lo dejó correr.

Bill mantuvo abierta la puerta del coche mientras yo me sentaba, como parte de una serie de estudiadas maniobras dirigidas a que no se me viera nada que tuviera que estar cubierto por el vestido. Cerró mi puerta y se metió en el coche. Me pregunté quién le habría enseñado a conducir. Henry Ford, seguramente.

—Siento no llevar la vestimenta apropiada —dije, mirando hacia delante.

Estábamos sorteando los baches del camino de entrada con lentitud. De pronto, el coche frenó en seco.

—¿Quién ha dicho eso? —preguntó Bill con suavidad.

—Me has mirado como si hubiera hecho algo malo —le solté.

—Sólo estaba considerando las probabilidades que tengo de sacarte luego de allí sin tener que matar a nadie por desearte.

—Estás siendo sarcástico —seguía sin mirarlo.

Me agarró el cuello con la mano y me obligó a volver la cara hacia él.

—¿De verdad te lo parece?

Mantuvo sus oscuros ojos abiertos de par en par sin pestañear.

—Ah... no —admití.

—Entonces, créeme.

Casi no hablamos en todo el trayecto a Shreveport, pero no resultaba incómodo. Bill puso cintas durante la mayor parte del camino. Sentía debilidad por Kenny G.

El Fangtasia estaba situado en la zona comercial de un barrio residencial de Shreveport, muy cerca de un economato Sam's y una juguetería Toys 'R' Us. A esas horas, el bar de vampiros era el único establecimiento abierto del centro comercial en el que se encontraba. Un llamativo neón rojo indicaba el nombre del bar sobre la fachada de color gris acero. A juego con el letrero, unas puertas rojas completaban el conjunto. Quienquiera que fuera el dueño debía de pensar que el gris no resultaba tan explícito como el negro, ya que el interior estaba decorado en los mismos tonos.

A la entrada, una vampira me pidió la documentación. Ni que decir tiene, inmediatamente reconoció a Bill como uno de los suyos y le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero a mí me inspeccionó con atención. Pálida como la tiza, al igual que todos los vampiros caucásicos, resultaba inquietantemente atractiva con su largo vestido negro de mangas hasta el suelo. Me pregunté si su recargado «look vampiro» obedecía a sus propios gustos o era sólo un intento de no defraudar las expectativas de la clientela humana.

—Hacía años que no me pedían la documentación —le dije, hurgando en el bolso a la búsqueda de mi carné de conducir. Estábamos en un pequeño vestíbulo cuadrado.

—Hace mucho que no distingo la edad de los humanos, y tenemos que tener mucho cuidado de no atender a menores, en ningún sentido —dijo, con lo que con toda probabilidad pretendía ser una sonrisa ingeniosa. Le dedicó una mirada de soslayo a Bill, recorriéndolo de arriba abajo de un modo ofensivo. Ofensivo, al menos, para mí—. Hace ya meses que no te veo —dijo ella, con ese tono meloso y a la vez distante que sólo le había escuchado a Bill.

—Estoy integrándome —le contestó, y ella asintió.

—¿Qué le has querido decir? —le susurré mientras cruzábamos el pequeño vestíbulo para franquear la doble puerta roja de la entrada principal.

—Que estoy intentando vivir entre los humanos.

Quería enterarme de más, pero por primera vez tenía ante mí el interior del bar. Todo era gris, negro o rojo. Las paredes estaban revestidas con escenas de películas de vampiros, mostrando a todos los actores que alguna vez hubieran sacado los colmillos en la gran pantalla, desde Bela Lugosi a George Hamilton, pasando por Gary Oldman y otros mucho menos ilustres. La iluminación era muy tenue, por supuesto; no había nada raro en ello. Lo inusual era la clientela. Y los letreros.

El bar estaba lleno. Los clientes humanos podían dividirse en dos grupos claramente delimitados: los
groupies
del movimiento vampiro y los turistas. Los
groupies
o «colmilleros» iban ataviados con sus mejores galas: la tradicional capa y el esmoquin para los caballeros, y el manido «estilo Morticia Adams» para ellas. Además, algunos llevaban reproducciones del vestuario utilizado por Brad Pitt y Tom Cruise en
Entrevista con el vampiro,
mientras otros recurrían a modelitos más modernos, seguramente inspirados en
El ansia.
Para completar el efecto, había quien llevaba colmillos postizos, y quien se había pintado hilillos de sangre en la comisura de los labios o marcas de mordiscos en el cuello. Todo aquello era extraordinario; a la vez que extraordinariamente patético.

Los turistas tenían el aspecto de cualquier turista, quizá algo más arriesgado que en la mayoría de los casos.

Pero, para no desentonar con el espíritu del bar, iban todos vestidos de negro, como los «colmilleros». ¿Vendrían con un viaje organizado? «¡No se olvide de incluir algo negro en su equipaje para la emocionante visita a un bar de vampiros real! Siga nuestras indicaciones y podrá disfrutar de este exótico submundo con total tranquilidad.»

Esparcidos entre aquella variedad humana, como piedras preciosas en un cajón de bisutería, estaban los vampiros. Habría unos quince, y también parecían inclinarse por los colores oscuros.

Me quedé allí en medio, mirando a mi alrededor con interés y asombro; y algo de desagrado, también. Bill susurró:

—Eres como una vela blanca en una mina de carbón.

Me reí y nos abrimos paso hasta la barra entre las diseminadas mesas. Era la única barra que he conocido que tuviera a la vista un mostrador con botellas de sangre caliente. Como es natural, Bill pidió una. Yo respiré hondo y me decidí por un gin-tonic. El camarero me sonrió, de modo que pude apreciar cómo sus colmillos se asomaban ante el placer de atenderme. Intenté devolverle la sonrisa y parecer recatada al mismo tiempo. Era amerindio, de largo pelo liso, tan negro como el carbón. Tenía la nariz aguileña y una boca afilada; y un cuerpo enjuto y fibroso.

—¿Cómo te va, Bill? —le preguntó el camarero—. Cuánto tiempo... ¿El menú de esta noche? —me señaló con un gesto de la cabeza mientras nos ponía las bebidas.

—Esta es mi amiga Sookie. Tiene algunas preguntas para ti.

—Lo que tú quieras, preciosidad —contestó el camarero, sonriendo de nuevo. Me gustaba más con la boca cerrada.

—¿Has visto a alguna de estas dos chicas por el bar? —le pregunté, sacando del bolso las fotografías de Maudette y Dawn publicadas en el periódico—, ¿o a este hombre? —con cierta desazón, le enseñé la foto de mi hermano.

—Sí que he visto a las chicas, pero a él no... y eso que tiene que ser una delicia... —dijo él, dedicándome una nueva sonrisa—. ¿Tu hermano, quizá?

—Sí.

—Todo un mundo de posibilidades... —susurró.

Desde luego era una suerte tener tan desarrollado el control de los músculos faciales.

—¿Recuerdas con quién solían quedar ellas?

—No sabría decirte —contestó con rapidez, cambiando el gesto—. Aquí, no nos fijamos en eso. Tú no lo harás tampoco.

—Muchas gracias —le dije, con cortesía. Acababa de romper una de las reglas del bar. Resultaba evidente que era peligroso andar preguntando quién se iba con quién—. Has sido muy amable.

Se quedó un momento pensando.

—Esa de ahí... —dijo, apuntando la foto de Dawn—. Esa quería morir.

—¿Cómo lo sabes?

—Eso es lo que quieren todos los que vienen por aquí, en mayor o menor medida —lo dijo con tanta naturalidad que me di cuenta de que para él estaba clarísimo—. Eso es lo que somos nosotros: muerte.

Sentí un horrible escalofrío. Bill me agarró por el hombro y me condujo a un reservado que acababa de quedarse libre. Como para subrayar las palabras del indio, a intervalos regulares se podían leer carteles por todo el bar que advertían:

Está prohibido morder en el recinto de este establecimiento, se ruega eviten demoras en el aparcamiento, atiendan sus asuntos personales en otro lugar, o apreciamos su confianza. haga un uso responsable de nuestras instalaciones.

Bill abrió su botella con un solo dedo y tomó un sorbo. Traté de no mirar, pero no lo conseguí. El vio la expresión de mi cara y sacudió la cabeza.

—Esta es la realidad, Sookie —me dijo—. La necesito para vivir.

Tenía restos rojos entre los dientes.

—Pues claro —le dije, intentando adoptar el mismo tono de naturalidad que había empleado el camarero. Respiré hondo—. ¿Piensas que quiero morir porque he venido a este lugar contigo?

—Creo que quieres averiguar por qué otra gente ha muerto —contestó. No estaba segura de si aquello era lo que pensaba en realidad.

Me pareció que Bill no era consciente de lo precario de su propia situación. Di unos sorbos a mi copa y empecé a sentir la reconfortante calidez de la ginebra apoderándose de mi cuerpo.

Una «colmillera» se acercó al reservado. He de reconocer que yo quedaba medio oculta tras de Bill pero, aún así, todo el mundo me había visto llegar con él. La chica era delgada y tenía el pelo rizado. Mientras se aproximaba, se había quitado las gafas y las había metido a toda prisa en el bolso. Se inclinó sobre la mesa hasta dejar su boca a escasos centímetros de la de Bill.

—Hola, chico peligroso —le dijo, tratando de poner un acento seductor. Con una uña pintada de escarlata, dio unos golpecitos en la botella de sangre de Bill—. La mía es de verdad —se acarició el cuello por si aún no había quedado claro.

Inspiré profundamente para controlarme. Era yo la que le había insistido a Bill para que me llevara a aquel local, y no al revés; por tanto, no tenía ningún derecho a opinar sobre lo que fuera que él decidiera hacer allí. Aun así, sentía unas ganas casi irreprimibles de darle un buen bofetón a aquella fresca en su pálida y pecosa cara. Me mantuve completamente inmóvil para no darle a Bill ninguna pista de lo que se me estaba pasando por la cabeza.

—Tengo compañía —le respondió Bill en tono amable.

—Pues no parece que tenga ninguna marca en el cuello —indicó la chica, dignándose por fin a reconocer mi presencia con una mirada despectiva. Lo mismo podría haber dicho «¡Gallina!» y haberse puesto a agitar los brazos a modo de alas. Me pregunté si ya sería apreciable el humo que me salía por las orejas.

—Tengo compañía —repitió Bill, sin tanta amabilidad esta vez.

—No sabes lo que te pierdes —le dijo ella, con sus grandes y desvaídos ojos centelleando de furia.

—Sí que lo sé —replicó él.

Se volvió a su mesa tan apresuradamente como si de verdad la hubiese abofeteado.

Pero, para mi disgusto, sólo fue la primera de un total de cuatro. Aquella gente, tanto hombres como mujeres, quería intimar con un vampiro y no tenía ningún reparo en demostrarlo. Bill los despachó a todos con mucho aplomo.

—No dices nada —me dijo, justo después de que un hombre de cuarenta años se hubiera alejado llorando al verse rechazado.

—No tengo nada que decir —contesté, en un ejercicio de autocontrol.

—Podías haberlos mandado a paseo. ¿Quieres que te deje a tu aire? ¿Hay alguien que te interese? A Sombra Larga, el de la barra, le encantaría pasar un rato contigo, te lo puedo asegurar.

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