Enciclopedia de las curiosidades: El libro de los hechos insólitos (5 page)

BOOK: Enciclopedia de las curiosidades: El libro de los hechos insólitos
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N
o es un hecho muy conocido el que el
Titanic
, aquel buque insumergible que se sumergió en su primera travesía oceánica, fue construido a semejanza de un barco gemelo, aunque algo más ligero, llamado
Olimpic
. Al ser botado, el
Olimpic
chocó con el crucero británico
Hawke
y tuvo que ser llevado a los astilleros de Belfast para su inmediata reparación.

Pero esta no es la única casualidad o coincidencia notable relacionada con el
Titanic
. En una novela escrita en 1898 por Morgan Robertson (1861-1915), titulada
Futilidad
, se narraba el hundimiento del buque transoceánico de lujo
Titán
, calificado de insumergible, al chocar contra un iceberg en aguas del Atlántico, una noche de abril. En la novela, como en el caso real, la ineficacia de los planes de salvamento, la carencia de un número suficiente de botes salvavidas y la extrema frialdad del agua hacen perecer a todos los viajeros. Lo curioso del caso es que esta novela fue publicada catorce años antes de que, en 1912, ocurriese el verdadero hundimiento del
Titanic
.

Y aún hay más. Parece ser que, en 1935, 23 años después del hundimiento del
Titanic
, William Reeves, marinero nacido precisamente el mismo día en que se hundió el trasatlántico, que estaba de guardia en su barco, tuvo un extraño presentimiento e hizo detener la marcha al cruzar una zona del océano Atlántico cercana a donde se había producido en 1912 aquella terrible catástrofe. Al observar detenidamente la zona, se comprobó que aquella parada había sido providencial, puesto que el buque estaba en rumbo de colisión con un gran iceberg. Lo más curioso de todo es que este tercer barco se llamaba
Titanian
.

S
egún cuentan biógrafos aficionados a este tipo de curiosidades, la vida del compositor alemán Richard Wagner (1813-1883) estuvo marcada por la sombra del número 13. Además de nacer en 1813, su nombre y apellido tienen 13 letras (en alemán, la
ch
equivale a dos letras) y los números de su año de nacimiento suman 13. Sintió su primer impulso musical un 13 de octubre. Sufrió un destierro de 13 años. Compuso 13 óperas, terminando una de las más famosas,
Tannhäuser
, un 13 de abril. Esta misma obra, que fue estrenada en París el 13 de marzo de 1845, estuvo cincuenta años sin ser repuesta hasta el 13 de mayo de 1895. Su primera actuación al frente de una orquesta se produjo en Riga, en un teatro inaugurado un 13 de septiembre. Se fue a vivir a Bayeuth a una casa que fue abierta un 13 de agosto y que abandonó un 13 de septiembre. Su suegro, Franz Listz, le visitó por última vez el 13 de enero de 1883. Como no podía ser menos, Wagner falleció el 13 de febrero de aquel mismo año, en el que, por cierto, se conmemoraba el decimotercer aniversario de la unificación nacional alemana… No hay constancia de que Richard Wagner sufriera triscadeicafobia (es decir, fobia al número 13), pero evidentemente hubiera tenido razones para ello.

No se sabe si guarda o no alguna relación con esta insistente coincidencia con el fatídico número 13, pero lo cierto es que la biografía de Wagner está salpicada de desgracias y momentos delicados. Acuciado por perennes problemas de dinero, su vida estuvo marcada por un constante peregrinaje por diversas capitales europeas huyendo de sus acreedores. Por ejemplo, al ser despedido en 1839 de su cargo de director de la orquesta de Riga, la capital de Letonia, él y su esposa (y también su perro) huyeron del país en un pequeño bote con destino a Londres, literalmente perseguidos por los acreedores. En 1849, se combinaron además los problemas políticos y tuvo que huir apresuradamente de Dresde, escondido en un vagón de carga y con un pasaporte falso. En 1864, viviendo de nuevo en Dresde, no tuvo oportunidad de escapar de sus perseguidores y fue encarcelado por deudas. Afortunadamente para él, ese mismo año subió al trono de Baviera Luis II que, en su faceta de gran mecenas del arte, le tomó bajo su protección, eliminando de una vez por todas sus problemas económicos.

L
os norteamericanos, aficionados como ellos solos a la búsqueda de coincidencias en las vidas de sus personajes ilustres han señalado una numerosa lista de ellas en las respectivas biografías de los presidentes Abraham Lincoln (1809-1865) y John Fitzgerald Kennedy (1917-1963). Para empezar, ambos fueron elegidos congresistas en 1847 y 1947, respectivamente, y designados presidentes en 1860 y 1960. Los dos medían 1,83 metros de estatura y sus apellidos tienen siete letras. Sus secretarios, apellidados, respectivamente, Kennedy y Lincoln, les aconsejaron no ir a los lugares donde ambos fueron asesinados. Los dos magnicidios ocurrieron en viernes, y ambos estadistas recibieron balazos en la cabeza, disparados desde atrás y en presencia de sus mujeres (las cuales, por cierto, perdieron un hijo durante su estancia en la Casa Blanca). El asesino de Lincoln, Booth, disparó sobre él en el teatro Ford y se escondió en un almacén. El de Kennedy, Oswald, le disparó cuando viajaba en un automóvil de la marca
Ford
(modelo
Lincoln
) desde un almacén, ocultándose en un teatro. Los magnicidas, cuyos nombres completos tenían 15 letras en cada caso, eran sureños y habían nacido en 1839 y 1939, y ambos fueron asesinados a su vez horas después de cometer los magnicidios (sin haber confesado su autoría). Los dos presidentes fueron sucedidos por los vicepresidentes Andrew y Lyndon Johnson, que eran senadores, demócratas sureños y nacieron respectivamente en 1808 y 1908. ¿Será todo esto puro azar?

A
unque posiblemente otros investigadores ya habían aislado previamente esta sus el descubrimiento oficial del valor edulcorante de la sacarina se produjo en 1879 en el laboratorio del químico estadounidense Ira Remsen, en el que trabajaba un joven científico, de apellido Fahlberg, que dio casualmente con este importante descubrimiento. Cierto día, mientras Fahlberg almorzaba, notó un sabor dulce en la sopa y se lo hizo ver a la cocinera, que, indignada, probó el caldo y no notó el supuesto sabor dulce. A continuación, el científico comprobó que el pan también tenía el mismo sabor, lo que le llevó a sospechar que tal sabor extraño tenía otro origen. Intrigado, lamió la palma de su mano y advirtió ese mismo sabor. Lo antes que pudo volvió a su laboratorio y, tras un minucioso examen, llegó a la conclusión de que el sabor dulce provenía de una sustancia desconocida que había surgido en el curso de su investigación sobre la hulla en busca de nuevos colores de reacción, que pronto identificó y patentó con el nombre de
sacarina
.

H
ub Beardsley, presidente de la empresa farmacológica
Doctor Miles Laboratories
, visitó en el invierno de 1928 las instalaciones de un periódico de la ciudad de Elkhart, en el estado norteamericano de Indiana, coincidiendo con una fuerte epidemia de gripe. En el curso de la visita, observó que ninguno de los empleados del periódico sufría los síntomas de la enfermedad. Comentando la curiosa circunstancia con el director de la publicación, éste le contó que ello era resultado de que había hecho que todos tomasen un remedio casero de su invención, consistente en una mezcla de aspirinas y bicarbonato a partes iguales. De vuelta a su empresa, Beardsley encargó a uno de sus químicos, Maurice Treneer, la fabricación de una pastilla con esa combinación. De esta forma tan casual nació, en 1931, el
Alka-Seltzer
.

L
a Cueva de Altamira fue descubierta en 1868 gracias a que el perro de un cazador se introdujo por una ranura entre las piedras que taponaban su entrada. Desde entonces, un arqueólogo aficionado santanderino, Marcelino de Sautuola, la visitó repetidamente en busca de restos arqueológicos. Pero hasta el verano de 1879 no encontró las pinturas rupestres en su interior. En esta fecha, la hija pequeña de Sautuola, María, que le acompañaba en una de sus frecuentes visitas a la cueva, ante la sorpresa de su padre, dio casualmente con la sala donde están las pinturas. Sautuola, una vez que comprendió la importancia del hallazgo, lo dio a conocer mediante un breve informe publicado al año siguiente (1880). Sin embargo, la comunidad científica internacional no concedió ningún crédito a su hallazgo, hasta que, al descubrirse dos décadas después otras cuevas con pinturas rupestres de similar calidad en parajes franceses, volvió a la actualidad el descubrimiento de Sautuola (que había muerto en 1888) y se aceptó finalmente que las maravillosas pinturas de Altamira no eran una falsificación, como se había pensado en principio.

E
n 1839, se produjo otra de las muchas casualidades que han hecho avanzar la investigación científica. En un descuido, el químico americano Charles Goodyear (1800-1860), que trataba de averiguar cómo eliminar la pegajosidad del caucho, dejó caer unos trozos de este material mezclado con azufre sobre una estufa encendida. Al comenzar a quemarse el caucho, Goodyear se dio cuenta de su descuido, pero observó sorprendido que el caucho no se fundía, sino que sólo se carbonizaba lentamente, como si fuese cuero. Inmediatamente clavó el trozo de caucho medio carbonizado en la parte exterior de la puerta de la cocina de su casa para que se enfriara con el intenso frío que hacía fuera, olvidándose de él al rato. A la mañana siguiente, comprobó con sorpresa que el trozo de caucho carbonizado se había transformado en un material que conservaba su flexibilidad y elasticidad (ésta incluso acentuada), pero que ya no era pegajoso. La conclusión era obvia: agregando azufre al caucho, sometiendo la mezcla a una temperatura mayor que su punto de fusión (proceso que, en 1842, el inglés Thomas Hancock llamaría
vulcanización
) y enfriándola rápidamente, se producía una estabilización de las propiedades del caucho que abría todo un mundo de nuevas aplicaciones para este producto que hasta entonces sólo se utilizaba como goma de borrar. Como pronto se comprobó, el caucho vulcanizado podía ser estirado hasta doce veces su tamaño original, sin romperse ni deformarse irreversiblemente.

E
n 1837, Edgar Allan Poe (1809-1849) publicó
Las aventuras de Arthur Gordon Pym
, novela en la que se relata la aventura de cuatro supervivientes de un naufragio que, tras permanecer muchos días en un bote a la deriva —contando por único
alimento
con una botella de oporto—, acuciados por el hambre, deciden sortear entre ellos cuál servirá de alimento a los demás, para lo que cortan cuatro pajitas (una de ellas mas corta) y eligen cada uno una. La fortuna quiere que el elegido sea un grumete llamado Richard Parker, al que sus compañeros, de acuerdo a lo pactado, asesinan y devoran. 47 años después, en 1884, la yola
Mignonette
zozobró al sur del océano Atlántico, logrando salvarse sus cuatro tripulantes a bordo de un bote; acuciados por el hambre, decidieron asesinar y comerse a uno de ellos que, enfermo y desnutrido, se encontraba en franco estado agonizante. Se trataba del que había sido grumete de la yola, cuyo nombre era Richard Parker.

E
n 1911, tres hombres apellidados Green, Berry y Hill asesinaron en su residencia de Greenberry Hill a Sir Edmond Godfrey.

U
n aprendiz del fabricante de lentes Hans Lippershey (1570-1619), aprovechando la ausencia momentánea de su maestro, pasaba el rato jugando con las lentes. Inesperadamente, al mezclar unas con otras, dio con una combinación que le permitía ver las cosas mucho más de cerca. A la vuelta del maestro le contó el curioso fenómeno y Lippershey, insertando las lentes en los dos extremos de un tubo opaco, inventó de ese modo el telescopio.

L
as huellas más antiguas que se conocen del primer antepasado del hombre, el
australopithecus afarensis
, fueron descubiertas en Laetoli, Tanzania, en el transcurso de un partido informal de fútbol (con una boñiga de vaca como pelota), con el que se divertían los miembros de una expedición científica. Uno de los antropólogos cayó rodando por un terraplén y, paradójicamente a cuatro patas, se topó literalmente de narices con la prueba de que hace 4 millones de años el hombre andaba erguido.

E
n 1840, el químico germano-suizo Christian Friedrich Schönbein (1799-1868) experimentaba en su laboratorio dejando pasar aire seco entre dos electrodos conectados a una corriente alterna de varios miles de voltios cuando comenzó a percibir un cierto olor que, en un primer momento, identificó como el olor de la electricidad. Dado que dicho olor le recordaba al del cloro, llegó a la conclusión de que lo que realmente estaba oliendo era una combinación inesperada de cloro con algún otra sustancia que no reconocía. De este modo, ignorando qué estaba oliendo realmente, acudió al griego y llamó a aquel gas desconocido
ozono
, es decir, en griego, «yo huelo», denominando a la forma más reactiva del oxígeno con un nombre que resultó plenamente apropiado, pues si algo caracteriza a este gas es precisamente su penetrante olor.

Cierto día de 1846, este mismo científico, derramó accidentalmente una mezcla de ácido nítrico y sulfúrico, utilizando un delantal de algodón para secarlo. Posteriormente, colgó el delantal en una estufa para que se secara, pero, una vez seco, éste detonó y desapareció. De esta forma, descubrió que transformando la celulosa en nitrocelulosa se conseguía un nuevo y potente material explosivo: el
algodón pólvora
.

E
l descubrimiento del papel secante se debe a un error y a una casualidad. En cierta ocasión, un empleado de una fábrica de papel de la ciudad estadounidense de Berkshire olvidó añadir la cola requerida durante el proceso de fabricación de papel de escritura. Como resultado de ello, aquella partida de papel hubo de ser almacenada como inservible y el empleado fue despedido. Sin embargo, poco después, el dueño de la fábrica utilizó una hoja de este papel inservible para secar unas gotas de tinta derramada y se dio cuenta de que absorbía con extraordinaria rapidez, por lo que podría ser aprovechado como papel secante. De lo que no ha quedado constancia es de si el empleado fue readmitido en la empresa.

H
acia el año 80 a. de C., los soldados de una legión romana que invadía el Asia Menor hallaron en un pozo unos manuscritos de las obras de Aristóteles y los llevaron a su general, Sila, quien ordenó que fueran llevados a Roma, donde fueron copiados rápidamente. De esta forma casual nos ha llegado gran parte de la obra de Aristóteles.

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