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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (5 page)

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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Una visión la inundó repentinamente. Vio otras llanuras y campos de pastoreo y enormes campamentos obligados a someterse a un solo Kan. Tengri tenía un propósito al forjar a su pueblo y convertirlo en un arma: lanzarlo contra los que eran más débiles. La visión se esfumó cuando se acercó a otro círculo de carros y tiendas. Era inútil pensar en eso ahora, cuando ni siquiera sabía qué ocurriría al día siguiente.

Orbey y Sokhatai estaban sentadas fuera de una tienda, remendando ropa. Cerca de ellas, tres mujeres golpeaban con palos largos un montón de lana, ablandándola para que las fibras se mezclaran.

Hoelun hizo una profunda reverencia.

—Mis saludos, Honorables Damas. Deseo hablar con vosotras, si me lo permitís.

—Saludos, joven Ujin. —Las arrugas que rodeaban los angostos ojos de Orbey se hicieron más profundas cuando escrutó a Hoelun—. ¿Tan temprano has terminado hoy con tu trabajo?

—He golpeado lana toda la mañana. Ahora se está secando y mis otras obligaciones pueden esperar. Deseaba ofreceros mis respetos, y también hablar de un asunto que me concierne.

Orbey miró a la otra Khatun, después hizo un gesto con la mano.

—Por favor, siéntate.

Hoelun bajó la cabeza.

—Tal vez podamos hablar dentro —dijo con suavidad.

Las otras mujeres levantaron la vista de la lana.

—Muy bien. —Orbey se incorporó lentamente, sosteniendo todavía su costura, y luego ayudó a Sokhatai a ponerse de pie. Hoelun las siguió al interior del "yurt" de Orbey. Las dos ancianas se sentaron en la parte trasera, justo más allá del rayo de luz que entraba por la salida de humo; Hoelun se arrodilló ante ellas y se sentó sobre los talones.

Los ojos oscuros de Sokhatai eran tan duros como las piedras negras que pendían de su cuello. Orbey trajo un jarro, roció unas gotas de ofrenda a su "ongghon", y luego ofreció el "kumiss" a Hoelun.

—¿Por qué vienes a nosotras? —preguntó Orbey.

—Busco vuestro consejo —replicó Hoelun—. Soy joven. Hace apenas una estación que soy esposa y carezco de la sabiduría de otras. —Permaneció un momento en silencio—. Sé que ayudasteis a guiar al pueblo después de que vuestro esposo fuese tan vergonzosamente traicionado. Temo que mi esposo esté olvidando todo lo que se os debe, pero por favor creed que su único deseo es que aquellos que lo siguen se mantengan unidos contra los enemigos.

Orbey hizo un gesto con su mano callosa.

—Mi hijo podría habernos dado la victoria. Podría ser Kan ahora pero los Noyan tuvieron que elegir a Khutula, y el padre de tu esposo fue uno de los que decidió esa elección. Bartan Bahadur no pensó en quién sería el mejor jefe, sino tan sólo en ver a su hermano convertido en Kan. —Dejó su costura—. A menudo los hombres creen que quien tiene un enorme apetito y se jacta de sus proezas será un buen jefe. Tuvieron que elegir a Khutula y, por culpa de él, los tártaros y los Kin nos aplastaron, y mi hijo fue uno de los que murió en el combate.

—Lo lamento por ti, Khatun —dijo Hoelun—. Sin embargo, me han dicho que tu propio esposo, en su último mensaje, pidió a sus hombres que eligieran entre Khutula y tu hijo.

—Hasta Ambaghai Kan podía engañarse y ver a Khutula mejor de lo que era. Mi hijo podría haber sido Kan.

—Mi esposo puede darte la victoria.

—Lo dudo mucho.

—Podría beneficiarse con tus consejos.

Orbey mostró los dientes; a pesar de su edad, los conservaba todos.

—Él no me pide consejos.

—Yo puedo hacerlo —dijo Hoelun—, y transmitírselos. Cuando elogie mi sabiduría, puedo decirle que tú me guiaste. Por lo que veo, te concede todos los honores que te mereces.

Las dos viudas quedaron en silencio.

—Nuestros lazos deben ser fuertes —continuó la joven—, si es que quieres vengarte de los que te arrebataron a tu esposo y a tu hijo. Sólo deseo hacer todo lo que pueda para fortalecer esos lazos.

Orbey miró a Sokhatai, después se dirigió a Hoelun.

—Quiero vengar a mi esposo —dijo en voz baja—. Quiero ver a sus enemigos decapitados y su sangre manchando la tierra. Quiero oír llorar a sus hijos cuando se conviertan en nuestros esclavos. Si Yesugei Bahadur me da lo que deseo, dejaré de lado mis dudas.

—Lo conseguirá.

—Y si el Bahadur gana más gloria para sí —masculló Sokhatai—, no tendrás que esperar a que ningún otro hombre te reclame.

Hoelun irguió la cabeza.

—Honorable Khatun, no es bueno hablar de eso. Sólo servirá para enfurecer a mi esposo.

Miró fijamente los ojos vidriosos de Sokhatai hasta que ésta desvió la mirada.

—Tal vez te juzgamos mal —dijo Orbey.

—Pido autorización para marcharme ahora —dijo Hoelun, incorporándose y haciendo una reverencia.

Orbey Khatun hizo un gesto de despedida con la mano.

Hoelun salió del "yurt". Las dos viudas le habían recordado una vez más que los vínculos entre los Taychiut y sus parientes Kiyat eran muy frágiles.

Yesugei estaba inmóvil. Hoelun creyó que dormía, pero él se movió acercándose a ella.

—Hoy has hablado con las viudas de Ambaghai —murmuró—. No me has dicho de qué.

—Lo habría hecho cuando llegase el momento.

Él le clavó los dedos en el brazo.

—Yo decidiré qué debo saber y cuándo. Orbey Khatun quería gobernar a través de su hijo. No permitiré que te utilice en mi contra.

—Las Khatun quieren vengar a su esposo —dijo Hoelun—. Les dije que tú podías conseguirlo.

—Orbey quiere que uno de sus nietos ocupe mi lugar… Targhutai o Todogen podrían escucharla. Yo no lo haré.

—Deja que crea que sí. Cuando hayas vencido, tendrás fuerza suficiente para mantener la lealtad de los Taychiut. Hasta entonces, no te conviene que esas mujeres sean tus enemigas.

—Son mis enemigas ahora —dijo—. Sé lo que han dicho de ti.

Ella se puso tensa, repentinamente temerosa, y susurró:

—Creí que no prestabas atención a la charla ociosa de las mujeres.

—Un hombre fue tan tonto como para contar la historia en mi presencia. Por suerte para él, también dijo que no creía en ella, así que lo perdoné y le dije que lo mataría si volvía a escuchar algo semejante.

—¿Y no me dijiste nada?

Yesugei se sentó.

—No había necesidad. Estoy seguro de que puedo confiar en ti. —Sus ojos pálidos centellearon a la vacilante luz de las llamas—. Si alguna vez te encontrara con otro hombre, lo mataría, sea o no mi hermano.

—Por supuesto que lo harías.

—También te mataría a ti.

—Lo sé. —Hoelun cerró los ojos un momento, agradeciendo la confianza de él—. No volverás a escuchar esas historias. Las Khatun saben que me han juzgado mal.

—No las juzgues mal tú a ellas, Hoelun.

Los hombres partieron al alba y cabalgaron hacia el este, en dirección a las tierras más llanas que estaban más allá del valle. Los niños y los hombres que habían quedado atrás galoparon tras ellos, lanzando gritos de despedida; los niños a caballo chillaban y agitaban los brazos para saludar a los soldados que partían.

Hoelun hundió los pies en los estribos azuzando a su caballo. Un viento fresco le azotaba el rostro y le hacía arder las mejillas. Yesugei había estado impaciente por marcharse, y sus ojos pardoverdosos centelleaban ante la perspectiva de la guerra.

Nekun-taisi llevaba en alto el estandarte de Yesugei; el viento agitaba las nueve colas de caballo. Los hombres sacudieron sus escudos de cuero saludando a Hoelun. Un ala del ejército se desplegaba hacia el sur.

—¡Yesugei! —gritó ella al divisar el semental bayo de su esposo.

Yesugei volvió la cabeza en dirección a ella. De repente, Hoelun deseó cabalgar con él. Sus hombres le darían la victoria. Durante ese breve momento, pudo imaginar que lo amaba.

7.

—Las ovejas —dijo Hoelun a Munglik.

Tres animales se alejaban del rebaño; el muchacho se dirigió hacia ellos con sus piernas cortas y arqueadas. El hijo de Charakha solía encontrar excusas para estar cerca de ella. El niño la miraba soñadoramente y sonreía cada vez que ella le agradecía su ayuda.

Habían llevado las ovejas más lejos de las tiendas, ya que habían dejado el terreno que las rodeaba casi completamente pelado. El campamento debería mudarse otra vez muy pronto.

—Mirad allá —gritó una mujer.

Hoelun levantó la cabeza. Contra el cielo del este se divisaban las diminutas figuras de unos jinetes. Munglik corrió a su lado. Las ovejas balaron cuando las mujeres se abrieron paso a través del rebaño.

Hoelun aguzó la vista, después localizó el estandarte de nueve colas de Yesugei. Detrás de los jinetes, una oscura masa de hombres a caballo se desplazaba desde el este. Yesugei no había enviado mensajeros para anunciar el resultado del combate. Hoelun había creído que los bultos que se veían sobre el lomo de algunos caballos eran sacos que contenían el botín; ahora, a pesar de la distancia, advirtió que eran cadáveres.

Daritai, que galopaba delante de los otros, fue el que llegó primero. Sofrenó el caballo; tenía el rostro demacrado y marcado por la fatiga.

—Yesugei… —dijo Hoelun; las mujeres que la rodeaban permanecieron en silencio.

—Está vivo —dijo Daritai; sus ojos pardos miraron más allá de la mujer. Algunas mujeres y niños corrían hacia los hombres que se acercaban. Habría que enterrar a los muertos; estaba prohibido llevarlos al campamento.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Hoelun en un susurro.

Daritai se inclinó hacia adelante en su montura.

—Presentaron batalla en el lago Buyur. Cuando nuestra fuerza de vanguardia atacó, ellos retrocedieron, y después otros nos atacaron desde atrás. Entonces tuvimos que retirarnos, sin poder cubrirnos y con los tártaros atacándonos desde ambos lados. Sus exploradores son mejores de lo que supuse, o los nuestros son peores. En cualquier caso, no esperábamos que fueran tantos.

Hoelun agitó las manos.

—Debo hablar con mi esposo.

—No lo hagas. —El Odchigin la miró severamente y después se dirigió hacia el campamento.

Hoelun permaneció con las mujeres durante los entierros. Una joven viuda se tambaleó al borde de la tumba de su esposo; otra mujer la sujetó. Se pusieron armas y ofrendas de comida junto a cada cuerpo; el aire hedía a la sangre de los caballos sacrificados.

Yesugei no habló y mantuvo los ojos bajos mientras se alzaban los pequeños "yurts" sobre los túmulos. Con el tiempo, nuevos árboles crecerían y no quedaría signo alguno de que allí yacían los cadáveres de los guerreros.

Hoelun había visto antes la muerte. Estos hombres habían perdido la vida luchando y sus cuerpos habían encontrado descanso aquí en vez de caer en las manos del enemigo: había muertes peores. Se quemarían huesos por ellos, y se sacrificaría otro caballo para alimentar a los espíritus y a los deudos. Las viudas formarían parte de otros hogares, como esposas de los hermanos sobrevivientes del esposo o a cargo de sus hijos adultos.

Su propio esposo vivía, pero su espíritu parecía estar tan alejado de su gente como el de los muertos. Ella sabía lo que algunos estaban pensando. El cielo se había vuelto contra Yesugei; el joven jefe había fracasado.

Se levantó un frío viento otoñal que azotó a las personas que descendían por la ladera. Hoelun levantó la cabeza y vio la mirada oscura y acusadora de Orbey Khatun.

8.

Hoelun estaba alimentando el fuego del fogón cuando entró Yesugei. Se había marchado del campamento tres días antes, sólo con su halcón; ni siquiera sus hermanos se habían atrevido a seguirlo. Colgó sus armas, cogió un jarro lleno de "kumiss" y se sentó junto al lecho.

Ella lo dejó beber en silencio, luego se acercó a su esposo.

—Podrías haber enviado a alguien a avisarme que habías regresado —le dijo—. ¿Cazaste algo?

Yesugei no respondió. Hoelun se arrodilló junto a él.

—Pronto llegará el invierno —le dijo—. Tendrás que encabezar la cacería y llevarnos a nuevos campos de pastoreo.

—¿Quieres callarte?

—Has perdido una batalla, Yesugei. Ya habrá otras.

Él buscó otro jarro. Sus bigotes goteaban "kumiss".

—Debes hablar con los hombres mañana —dijo Hoelun—. Eres un Bahadur… actúa como tal.

Él la arrojó al suelo de una bofetada.

—Te he dicho que te calles —masculló.

Hoelun se sentó con dificultad.

—No estás apenado por la muerte de tus camaradas —susurró—. Estás apenado por ti mismo. Aprende de tus errores o toda esta gente buscará otro jefe. ¿Eso es lo que quieres? ¿Abandonarás ahora, y dejarás a tus hijos sin nada?

Él se puso de pie de un salto, cogió a Hoelun por una de las trenzas y tiró hasta obligarla a incorporarse.

—¿Llevas a mi hijo ahora? —preguntó—. Deberías saberlo ya… estuvimos ausentes casi un mes. ¿Estás embarazada?

Ella lamentó sus palabras. Deseaba decirle que sí, pero no estaba segura. Su sangre mensual se había atrasado otras veces.

—No lo sé —respondió.

Él le tiró del pelo, haciéndole daño.

—¿Qué quieres decir con que no lo sabes?

—No estoy segura.

—Mujer inútil. —La golpeó con fuerza en el rostro, ella gritó y se cubrió la cabeza con los brazos—. De nada sirves, tú y tus palabras valerosas. —Le dio un puñetazo en el pecho, haciéndola tambalear. Una de sus botas la golpeó en la rodilla y Hoelun cayó.

La mujer tenía la boca llena de sangre. Mantuvo los ojos bajos, temiendo que él volviera a golpearle.

Yesugei dio un paso atrás.

—Voy a ver a Sochigil —dijo finalmente.

Hoelun no se movió hasta que él hubo salido, después gateó hasta el fogón. La boca le sangraba, pero el golpe no le había aflojado ningún diente; tenía el cuerpo magullado, pero ningún hueso roto. Se tendió junto al fogón y dejó que las llamas le calentaran la cara.

Sochigil recogió estiércol para Hoelun y se sentó junto a ella un rato, mientras cosía.

—La primera vez que me pegó —dijo—, no pude levantarme de la cama en toda la mañana.

—Yo no merecía esto —dijo Hoelun.

Sochigil suspiró.

—Tal vez dijiste algo que lo enfureció.

—Dije la verdad. Me pegó porque no quería escucharla.

Yesugei volvió a ir con Sochigil esa noche. Hoelun durmió inquieta mientras el viento aullaba fuera. Su esposo había hablado con los otros hombres; al día siguiente levantarían el campamento. Él había aceptado su consejo, por más que siguiera enfadado. Hoelun dejó que la furia la colmara, después esperó a que cediese. Él le habría pegado más tarde o más temprano. Era parte de la vida de una mujer, y a algunas les ocurría con mayor frecuencia.

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