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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (8 page)

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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La mujer de cara redonda buscó un cuenco.

—A veces me pregunto por qué te llamarán Dei el Sabio. Deberían llamarte Dei el Ladrón de Sueños Ajenos. No es la primera vez que escuchas un sueño y te convences de que también tú lo has soñado.

—No, Shotan —dijo Dei, al tiempo que se retorcía un extremo de sus largos bigotes—. No es tan sólo que mi sueño no fuera claro, sino que lo compartí con Bortai. Soñé una parte de su sueño, y ella me ha mostrado qué es lo que no vi en el mío.

Shotan lo miró cariñosamente con ojos oscuros y cálidos.

—Tal vez tendrías que haber sido chamán, Dei.

—No es un mal augurio, ¿verdad? —preguntó Bortai.

—El pájaro era blanco —respondió Dei—, y ése es un color de buen augurio.

12.

Las ovejas balaban, los corderos permanecían cerca de sus madres. En el borde de los círculos del campamento, otros grupos de ovejas y cabras pastaban en la corta hierba que brotaba entre la nieve semiderretida.

Bortai se alejó de su madre y se sentó en una pequeña loma al noroeste del rebaño de su padre. Por lo general chismorreaba con sus primas y las otras niñas mientras vigilaban las ovejas, pero ahora quería estar sola para pensar en su sueño.

Los "yurts" de los Onggirat que seguían a su padre se alzaban al oeste del río Urchun. Dei era jefe de un campamento pequeño, compuesto por menos de doscientas personas. Otros clanes Onggirat se unían a ellos en el otoño, cuando se trasladaban al sur, hacia el lago Buyur, para llevar a cabo su gran cacería antes de seguir viaje a los campos de pastoreo invernales.

Como muchos guerreros Onggirat, Dei hacía algún tiempo que no combatía. Cuando era joven, antes de que Bortai naciera, su padre había participado en incursiones, pero a menos que fuesen amenazados los Onggirat preferían evitar los combates. El comercio con los mercaderes cuyas caravanas solían llegar a las tierras vecinas habitadas por los tártaros, les redituaba tanta riqueza como podían obtener en una incursión.

Los Onggirat también se jactaban ante sus visitantes de la belleza de sus muchachas. No había razones para guerrear con los tártaros si podían sellar la paz casando a una mujer Onggirat con un jefe tártaro, ni tenía sentido luchar contra los Merkit o los mongoles si otras hijas Onggirat vivían en sus campamentos.

Los Onggirat habían comprado cierta seguridad de ese modo, sin duda más sabio que el de hacer juramentos con un jefe u otro, ganando así los enemigos de éstos. A cambio, los demás sabían que no era probable que tuvieran que enfrentarse alguna vez en combate con los Onggirat. Ese pueblo sólo luchaba cuando se lo exigía su honor: cuando les robaban caballos o mujeres, o quebrantaban una promesa, pero en general preferían vivir pacíficamente.

El padre de Bortai había hecho bastante por asegurar la paz en el campamento. Tal vez por eso lo llamaban Dei Sechen, Dei el Sabio. El hijo mayor de Dei había muerto cinco años atrás; era muy probable que Anchar fuese el único hijo que le sobreviviera, a menos que Dei tomara una segunda esposa, y no parecía demasiado proclive a hacerlo.

La pacífica vida de Bortai acabaría cuando se convirtiese en esposa. Durante el pasado invieno, había escuchado a sus padres susurrar acerca de los posibles candidatos para su hija menor. En tres o cuatro años su primera regla la convertiría en mujer, y Dei no esperaria demasiado para casarla favorablemente.

—Allí —gritó una niña—. Extraños.

Bortai se incorporó y agarró su cubo de madera. Las ovejas se apiñaban a su alrededor; casi todas habían sido ya ordeñadas y liberadas de la soga que las retenía, y ahora las conducían hacia las tiendas.

Miró hacia el oeste. Dos jinetes avanzaban en dirección al campamento llevando detrás cuatro caballos atados. De vez en cuando llegaban visitantes, cazadores que se detenían a comer, comerciantes del sur del Gobi con mercancías para ofrecerles a cambio de pieles, cueros y lana, jóvenes que llevaban a sus esposas a campamentos lejanos, algún chamán errante que contaba historias o que invocaba a los espíritus en un trance. El sol estaba bajo en el oeste y los jinetes eran pequeñas figuras negras contra la esfera roja. Bortai pensó en la ardiente bola que el halcón le había dado.

—¡Ven, vamos! —le gritó su madre.

—Siguió a Shotan al "yurt". Cuando la leche empezó a bullir en el fogón, Bortai sintió que estallaría de impaciencia. Dei traería a los extranjeros a la tienda, y ella no podía más de curiosidad.

Fuera, los perros ladraron. Entró Anchar y colgó su arco y su carcaj.

—Dos visitantes —anunció—. Un mongol y su hijo. Mientras Okin iba a buscar a nuestro padre, oí que hablaban con algunos de los hombres. Son Kiyat, una rama del clan Borjigin. El hombre dice que es un jefe y nieto de un Kan.

—¡Bien! —Shotan estaba claramente impresionada—. Les serviré lo que queda del cordero hervido; hay que honrar a los huéspedes, especialmente si son nobles. —Bortai se agitó, inquieta. Su madre la miró—. Bortai, si no puedes ser útil, siéntate y sal de en medio.

—Buscaré más "argal" —dijo ella. Luego recogió una canasta y salió rápidamente.

Fuera había un carro cargado con un gran tronco. Justo más allá del carro, Dei estaba hablando con los extraños, que ya habían desmontado. Bortai avanzó sigilosamente, agradecida de que no hubiera ovejas junto al carro, y se ocultó detrás de éste.

El hombre era alto y corpulento, pero no podía verle el rostro pues el sombrero se lo ocultaba en parte.

—Así que cabalgáis hacia los Olkhunuguds, amigo Yesugei —estaba diciendo Dei.

—Vamos a ver a tus hermanos pues buscamos una esposa para Temujin —respondió el extraño.

—Hermoso muchacho. Veo fuego en sus ojos y luz en su rostro.

Bortai no podía ver la cara del niño, pero por la estatura parecía tener unos doce años.

—Su madre es mi esposa principal —dijo el hombre llamado Yesugei—, y me ha dado otros tres hijos y una hija.

Bortai se esforzó por escuchar lo que decían por encima del murmullo de la voces del "yurt" vecino. Estas formalidades podían durar un rato todavía.

—Yo tengo un hijo pequeño —dijo Dei—. Mis hijas son adultas y están casadas… salvo una.

Bortai se puso tensa.

—Tu campamento parece próspero —dijo otra voz, tal vez la del muchacho—. Pocas veces he visto caballos más hermosos que los que tienes aquí.

Tenía la voz aguda, pero Bortai percibió en ella una seguridad inusual para su edad.

—No podrían competir con vuestros bellos animales —dijo Dei. Hizo una pausa y continuó—: Amigo Yesugei, anoche tuve un sueño y no he dejado de preguntarme qué podía significar. Un halcón blanco me trajo el sol y la luna en cada una de sus garras y se posó en mi mano. Y en el momento en que soñaba esto, tú y tu hijo, del noble linaje de un Kan, cabalgaban hacia mi campamento. El halcón debe de ser un espíritu que te protege, y veo la luz de sus ojos en los tuyos y en los de tu hijo. —Permaneció un momento en silencio—. Tienes un hijo de nueve años, y yo tengo una hija más o menos de la misma edad.

Las manos de Bortai apretaron la canasta.

—Nuestras hijas son nuestros escudos, amigo Yesugei —prosiguió Dei—, su belleza nos protege. En vez de luchar, ponemos a nuestras bellas muchachas en sus carros y las llevamos a las tiendas de otros jefes.

—Conozco su belleza, Dei Sechen —dijo Yesugei—. La madre de mi hijo pertenece a tu clan Olkhunugud.

—Desensillad los caballos —dijo el padre de Bortai—. Venid a mi humilde tienda, servíos nuestra pobre comida, y verás a mi hija por ti mismo.

Bortai se alejó con sigilo, después corrió al "yurt". Se detuvo un momento en la entrada para calmar a los perros, que ladraban, y después entró apresuradamente.

—No encontraste mucho estiércol para alimentar el fuego —dijo Shotan.

—Pronto estarán aquí —dijo Bortai. Luego le arrojó la canasta a su madre, se lavó la cara y se alisó las gruesas trenzas negras.

—Vamos, niña. Ven a sentarte, y compórtate como es debido.

Era evidente que su padre creía que el sueño tenía que ver con los visitantes. El extraño deseaba comprometer a su hijo, y Dei debía de haber visto algo bueno en el muchacho, pero ella no sabía nada de él, salvo que su linaje era noble y que era alto para tener tan sólo nueve años.

Los perros ladraron.

—¡Llama a tus perros! —gritó Yesugei.

—Entrad —respondió Dei.

Bortai bajó rápidamente los ojos cuando los visitantes aparecieron.

—Traigo huéspedes —continuó su padre—. Han venido cabalgando desde el oeste bajo el cielo. Este Noyan es Yesugei Bahadur, jefe de Kiyats y Taychiuts y líder del clan Borjigin en la cacería y en la guerra, nieto del Kan Khabul y sobrino de Khutula Kan. Su hijo se llama Temujin.

Bortai temía levantar la mirada.

—Ésta es mi esposa Shotan —agregó Dei—, y mi hijo Anchar, y ella es mi hija Bortai.

La niña irguió la cabeza. El extraño llamado Yesugei la miró atentamente con sus grandes ojos pálidos, después sonrió.

—Has dicho la verdad, hermano Dei. La muchacha es bella. Veo luz en sus ojos y fuego en su rostro.

—Un hombre noble ha elogiado a nuestra hija —dijo Dei.

Los ojos de Bortai se posaron en el niño, todavía oculto por las sombras, detrás del fogón. Temujin se adelantó hasta quedar junto a su padre y la luz le iluminó el rostro.

Bortai tuvo que esforzarse para no gritar. Consternada, observó que el muchacho tenía los mismos ojos que el halcón. Eran tan pálidos como los de su padre; en ellos se mezclaba el verde con el oro y el pardo, pero parecían más fríos y duros que los de Yesugei, que eran más cálidos. Él le devolvió la mirada, y ella sintió que era como si el halcón le apretara la muñeca.

Yesugei le ofreció una faja a su anfitrión; Dei respondió alcanzándole un jarro de "kumiss". Muy pronto los dos estuvieron sentados delante del lecho de Dei mientras Temujin y Anchar se mostraban sus cuchillos y sus arcos.

Bortai roció "kumiss" sobre la imagen de los espíritus del hogar. Su madre sirvió cordero hervido, pato con cebollas silvestres, un poco de cuajada y "airagh", el "kumiss" más fuerte que Dei guardaba para las fiestas y ocasiones especiales. Las dos mujeres se sentaron en el tapete a la izquierda de los hombres, y los niños hicieron lo propio a la derecha.

—Tienes un hijo muy apuesto, Yesugei Bahadur —dijo Shotan. El huésped respondió con un gruñido de asentimiento; como casi todos los hombres, no era probable que hablara hasta que no hubiera terminado de comer—. Mi propio hijo tal vez sea pequeño, pero lucha bien y puede enfrentar a cualquier otro muchacho del campamento.

Era evidente que la mujer intentaba llenar el silencio con elogios a sus hijos.

Dei pinchó un trozo de carne con su cuchillo y se lo ofreció a Yesugei.

—Mi hija también es pequeña para su edad —continuó Shotan—, pero nunca la ha aquejado enfermedad alguna. Cabalga como el viento y jamás he visto que un animal la atemorice.

Bortai sentía temor ahora. Su madre se estaba jactando demasiado. ¿Tan seguros estaban de que este Bahadur la querría para su hijo? Miró de reojo a Temujin, quien la observaba abiertamente por encima de la bandeja llena de trozos de carne; Bortai se sonrojó y tomó un bocado.

Temujin no se parecía a los otros muchachos que ella conocía. Su frente era agradablemente ancha, su pelo oscuro tenía reflejos rojizos, y los bien formados pómulos denunciaban que algún día sería tan apuesto como su padre. También había observado cómo se había comportado con Anchar. Temujin le había hablado cariñosamente, casi como un hombre podía hacerlo con un niño, aunque no era mucho mayor que su hermano. Además, estaban sus ojos, tan cautelosos y atentos como los de un gato, e inereíblemente pálidos, también.

Yesugei engulló un último bocado de pato y soltó un eructo.

—Bortai cazó ese pato —dijo Shotan—, así que espero que te haya gustado. Tiene una puntería notable con el arco, y pronto será tan buena cocinera como arquera. En algunas, la belleza no es un disfraz que oculta los defectos, sino una cualidad entre otras muchas.

—Veo cómo es tu hija, Ujin —masculló Yesugei, un tanto ebrio ya—. Nos has alimentado bien, Dei Sechen. Mereces que te llamen el Sabio, por haber elegido a esta esposa.

—Él me eligió —dijo Shotan—, pero yo le rogué a mi padre que lo aceptara. Dei tuvo que pedirme tres veces antes de que su futuro suegro accediera. Siempre he creído que en estos casos las demoras no sirven para nada.

Hizo un gesto a su hija. Bortai recogió la bandeja y salió a arrojarles unos huesos a los perros. Tal vez se marcharan mañana, pensó. Tal vez Yesugei y su hijo sólo se quedaran el tiempo suficiente para intercambiar historias con sus tíos y los otros hombres antes de seguir su camino.

Volvió a entrar, enjuagó la bandeja con un poco de caldo, que volvió a verter en el caldero, después alimentó el fuego. Al otro lado del fogón Anchar y Temujin jugaban con unos huesos de antílope. Temujin cogió uno de sus huesos, apuntó, lo lanzó y golpeó un hueso de Anchar.

—Eres bueno en este juego —dijo Anchar.

Temuiin se encogió de hombros, después miró a Bortai.

—Siéntate con nosotros —le dijo.

Ella se sentó. Él le sonrió, después hizo puntería con otro hueso. Sus padres y Yesugei estaban profundamente concentrados en una conversación, con otro jarro de "airagh".

—Recuerdo una incursión dos otoños atrás. —La voz de Yesugei era pastosa—. Tomamos un campamento tártaro. Esa noche comí en la tienda del jefe. Su espalda era un cojín para mis pies mientras las lágrimas de su hija salaban mi comida.

Bortai apretó los labios. Los dos hombres parecían tan abstraídos en sus anécdotas que ya no se acordarían de ella.

Temujin se inclinó hacia Bortai y le dijo:

—Tu padre nos ha contado que tuvo un sueño en el que un halcón le traía el sol y la luna.

—Bortai ha soñado lo mismo —intervino Anchar.

Temujin enarcó las cejas. Bortai escuchó un chasquido y después otro cuando el hueso de su hermano chocó contra otro.

—Bien, Temujin, he ganado.

—Tú también eres bueno para este juego, pero la próxima vez ganaré yo. —Temujin hizo una pausa—. ¿Tú soñaste el sueño de tu padre?

—El soñó el mío —respondió ella.

—Yo tuve uno anoche —dijo Temujin—. Ya lo había soñado otras veces, pero en esta ocasión fue diferente. Estaba en una montaña, tan alta que podía ver el mundo entero. Antes, siempre que soñaba eso, no podía ver lo que había a mis pies, pero esta vez pude ver todo.

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