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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (10 page)

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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—No es posible —dijo la muchacha.

—¡Márchate!

Las dos mujeres salieron. Hoelun tocó la frente de Yesugei: ardía. No quería a sus hijos cerca del espíritu maligno que había tomado posesión del padre, ni tampoco dentro de la tienda donde tal vez muriera.

Entró Khasar con el chamán. Hoelun levantó la cabeza.

—Khasar, te quedarás en la tienda de Sochigil-eke junto con tus hermanos. Vete para que Bughu pueda atender a tu padre.

Su hijo caminó lentamente hacia la entrada. Cuando salió, el chamán se inclinó sobre el lecho.

—¿Cuánto hace que esta enfermedad está en ti? —preguntó.

—Sentí dolor aquí dos días después de abandonar el campamento tártaro. —Yesugei se señaló el estómago—. Al tercer día, supe que había sido envenenado. Fueron esos tártaros. Me detuve allí a descansar, y me dieron comida y bebida. Alguien debió de agregarle veneno.

El chamán escrutó los ojos de Yesugei, después le levantó la camisa para palparle el abdomen; Yesugei gruñó. Bughu deslizó las manos sobre el cuerpo del enfermo y lo palpó hasta que éste gimió.

—¿Qué puedes hacer? —le preguntó finalmente Hoelun.

Bughu se enderezó y la condujo lejos de la cama.

—Si hubiera estado con el Bahadur cuando comenzó a sentir el dolor —susurró el chamán—, podría haberle dado una pócima para purgarlo. En ese momento, vomitar podría haberlo salvado, si es que el veneno le produjo esto.

—¿Qué quieres decir? Mi esposo dijo…

—Que lo envenenaron. Los tártaros tienen motivos para odiarlo, y conozco venenos de acción lenta. Pero no creo que tu esposo haya sido envenenado. He visto personas en este estado antes; aunque vomiten de inmediato el dolor no acaba, como ocurriría si el veneno fuese la causa. Empeoran, y se palpan las vísceras hinchadas en el lado derecho del vientre. Eso es lo que he sentido ahora en el Bahadur.

—¿Y qué se puede hacer?

—Nada, Ujin, salvo rezar para que el espíritu maligno lo abandone. De otro modo, el dolor aumentará y se le pudrirán las entrañas. —Bughu separó las manos—. He visto estos espíritus malignos poseer a jóvenes fuertes. A veces no hay motivo para eso, pero Yesugei se detuvo en un campamento tártaro, y tal vez alguno de sus enemigos haya sido lo bastante poderoso para maldecirlo de este modo. Ya sea consecuencia del veneno o de una maldición, podemos suponer que sus enemigos provocaron en él este sufrimiento.

El sonido agudo y suave de la voz del chamán asqueó a Hoelun. Bughu no era más que otro carroñero que rondaba a un hombre enfermo para ver qué bocados podía obtener para sí. Si los seguidores de Yesugei creían que había sido envenenado, el deseo de venganza de los tártaros podría mantenerlos unidos. Pero si un espíritu maligno era responsable de su aflicción, algunos podrían considerarlo como una pérdida del favor del cielo. La gente comprendía el envenenamiento y las maldiciones, pero la voluntad de los espíritus era más difícil de dilucidar. Hoelun vería peligrar su posición si la gente dudaba de que la enfermedad de Yesugei había sido obra de los tártaros.

—Gracias por lo que me has dicho —murmuró la mujer—. Serás recompensado… es decir, si te callas la boca.

—Llamaré a los otros chamanes, Ujin, pero debes estar preparada para su muerte. Hay que sacarlo de esta tienda antes…

—Déjame.

El chamán se marchó. Hoelun miró con impotencia a su esposo, que yacía en la cama. El campamento parecía extrañamente silencioso. Finalmente se dirigió a la entrada y miró hacia afuera, sabiendo qué vería.

Alguien, tal vez Bughu, había clavado una lanza en la tierra justo frente a la entrada; un pedazo de fieltro negro pendía de ella. Todos sabrían que no podían entrar en la vivienda, y que dentro agonizaba un hombre. Hoelun bajó la cabeza y cubrió la entrada con la cortina.

Estaba sentada junto a Yesugei. A pesar de la lanza, muchos hombres habían venido al "yurt" a ver a su jefe enfermo, pero ahora estaban solos. Bughu y otros dos chamanes habían venido con sus máscaras de lobo, de madera, habían agitado sus bolsas llenas de huesos, golpeado sus tambores y murmurado sus cánticos. Aún podía oírlos, fuera, suplicándole al espíritu maligno que liberara a su esposo.

Los gemidos de Yesugei eran más débiles, y su piel ardía. Abrió los ojos pero no pareció verla.

—Una vez te aseguré que nunca te amaría —dijo ella —. Jamás creí que llegase el momento en que te lo diría, Yesugei, pero ahora te amo. Quiero que lo oigas, para que tu espíritu se quede conmigo.

—Ah —jadeó Yesugei.

Ella se acercó más a su esposo, pero él no dijo nada más. El olor que emanaba no era el familiar a cuero y sudor, sino dulzón y enfermizo. Su muerte debía de estar próxima, y si ella se encontraba a su lado cuando muriera, tendría que permanecer fuera del campamento hasta que hubieran pasado tres lunas.

Una figura entró en la tienda y se detuvo entre las sombras, más allá del fogón.

—No deberías estar aquí —dijo Hoelun cuando la luz de las llamas iluminó el rostro pardo y arrugado de Khokakhchin.

—Eso me advirtieron los chamanes —respondió la vieja criada—, pero tal vez me necesites. Biliktu está vigilando a la niña. Si tu esposo se recupera, necesitará cuidados. —Khokakhchin hizo una señal—. Si no mejora y te aíslan por haber permanecido junto a él, necesitarás que alguien te cuide. Me arriesgaré a compartir la maldición.

Hoelun se sintió conmovida.

—Haces más de lo que deberías, anciana.

—Has sido muy amable conmigo, Ujin. Podría haber envejecido en un campamento tártaro, azotada por la lengua de mi ama y el palo de mi amo. Descansa… yo atenderé al Bahadur.

Hoelun durmió a un costado de la cama, con la cabeza sobre una almohada. La despertaron unos gritos que se alzaban sobre el constante murmullo de los chamanes. Pronto amanecería. Una voz familiar la llamó por su nombre desde fuera, mientras una mano alzaba la cortina de la entrada; ella se incorporó y se puso el tocado.

Entró Munglik. Hoelun le dijo:

—No debes quedarte.

—Siempre he servido al Bahadur. No puedo defraudarlo ahora. —Munglik se acercó a la cama—. Yesugei, estoy aquí para hacer lo que pueda por ti.

El joven miró a Hoelun por encima de Khokakhchin; sus ojos oscuros estaban arrasados en lágrimas.

—¿Quién es? —preguntó Yesugei con un hilo de voz.

—Munglik—respondió Hoelun.

—Mi fiel Munglik —suspiró Yesugei—. Acércate más. —Munglik se arrodilló junto al lecho—. Me estoy muriendo, amigo.

—Yesugei…

—Escucha. —Yesugei hablaba en voz tan baja que Hoelun tuvo que hacer un esfuerzo para escucharlo—. Dejé a Temujin con su prometida, en la tienda del padre. Él se llama Dei Sechen, y el campamento de sus Onggirat está al norte del lago Buyur, junto al río Urchun, entre las montañas Chegcher y Chikhurkhu. —Se quedó sin aire—. Mis hijos deberán vengarme. No les permitas que olviden el daño que le hicieron a su padre. Ocúpate de mis esposas como si fueran tus hermanas, y de mis hijos como si fueran tus hermanos. Es mi último pedido, amigo Munglik. Ve de prisa al campamento de Dei Sechen y trae de vuelta a Temujin. Debe prepararse para ocupar su lugar aquí.

Munglik se puso de pie.

—Antes de que salga el sol estaré en camino. —La voz del joven se quebró y las lágrimas corrieron por sus mejillas—. Adiós, Bahadur.

Hoelun acompañó a Munglik hasta la entrada y lo cogió del brazo.

—Sabemos muy poco de este Dei Sechen —le dijo—. Si descubre que Temujin ya no tiene la protección de su padre, tal vez considere que el acuerdo ya no es válido y quiera retener a mi hijo como esclavo.

—Comprendo. Sólo le diré la verdad a Temujin cuando estemos lejos —Tomó las manos de Hoelun—. Hoelun…

—Vete. Que los espíritus te protejan —dijo ella. Luego volvió junto a la cama de su esposo. Khokakhchin había arropado a Yesugei con una manta.

—¿Quién está allí? —susurró él, que apenas podía abrir los ojos.

—Hoelun.

—Márchate, esposa. Es mi última orden… no quiero que estés aquí cuando vuele al cielo. Ocupa mi lugar y mantén unido al pueblo. Cada día tendrás que fortalecer tu posición, y te resultará más difícil si te ves obligada a estar fuera del campamento.

Ella vaciló.

—Adiós, Hoelun. Mi vida habrá teminado antes de que el sol esté en lo alto. Vete ahora.

Ella se arrodilló para besar la frente de su esposo por última vez y después dejó que Khokakhchin la ayudase a salir del "yurt". Sochigil, Biliktu y los niños ya estaban sentados fuera del círculo del campamento. Hoelun se sentó y meció a su hija hasta que dejó de llorar.

No se movió ni habló hasta que el sol empezó a ascender en el cielo. Por el rabillo del ojo, vio que los chamanes entraban en su "yurt". Cuando salieron, supo que el espíritu de Yesugei ya había escapado.

Se puso de pie.

—Se ha completado el amor de mi esposo por la vida. —Se sorprendió un poco ante la firmeza de su propia voz—. Su espíritu ha volado hacia Tengri. —No debía pronunciar el nombre de su esposo en voz alta pues hacía muy poco que había muerto y también se negaba a decirlo para sí.

Sochigil chilló y se desgarró las ropas.

—¡Mi esposo nos ha dejado demasiado pronto! —aulló la mujer de ojos oscuros—. ¿Qué será de nosotros ahora?

Khokakhchin abrazó a Khachigun; Khasar trataba de consolar a Belgutei. Sochigil se arañó el rostro y los brazos; Biliktu se arrojó al suelo y se cubrió la cara de polvo.

Hoelun estaba atontada. Todos esperarían que ella también manifestara su dolor. Se arrancó las cuentas de su tocado, pero no derramó ni una lágrima. En un momento, su esposo saldría de la tienda y se reiría de todos por haberle creído muerto, como había hecho su tío Khutula irrumpiendo en el banquete de su funeral.

Los chamanes avanzaron hacia ella. Hoelun oyó el ruido que hacían los huesos de sus bolsas.

16.

El cuerpo que llevaban a la tumba no era el de su esposo. El hombre que Hoelun había conocido viviría entre los espíritus. La procesión se acercó a la ladera. Los compañeros más íntimos del Bahadur cabalgaban a ambos lados del carro tirado por un buey donde se transportaba el cadáver y las posesiones que enterrarían con él. Su caballo favorito, ensillado, era conducido por uno de los chamanes.

Hoelun iba en un carro, detrás de los hombres. Junto a ella iba sentada Sochigil, que aún lloraba. Detrás marchaban Biliktu y Khokakhchin, junto con los niños; Biliktu había llorado casi tanto como Sochigil. "Derrama tus lágrimas, Biliktu —pensó Hoelun—; tus penas pronto acabarán".

Deseó poder llorar tan fácilmente como los demás. Pero su pecho parecía encerrado entre paredes de roca. Había soportado los días pasados como en trance, sintiendo que su propio espíritu había volado hacia su esposo. Apenas si recordaba haber desarmado el "yurt" donde él había muerto y haber juntado sus pertenencias para que fueran purificadas. Ella y su familia habían pasado con todos sus objetos entre dos hogueras; después bajo una cuerda atada a dos altos postes y de la que pendían tiras de cuero, mientras los chamanes cantaban. Sus manos y su cuerpo habían hecho todo el trabajo, sin voluntad que los dirigiera.

En un claro de la ladera había una gran fosa. Otros habían sido enterrados antes en esta ladera, y sobre sus tumbas crecían ahora pequeños abetos. Hoelun vio una zona con hierba donde los raídos restos de una piel de caballo flameaban sobre unos postes, y un montículo de nieve cerca de los restos de un "yurt". Su esposo sería entregado a la tierra y los caballos pisotearían su tumba. Al cabo de unas pocas estaciones, nada marcaría el sitio de su eterno descanso.

Los hombres desmontaron y se acercaron a la fosa. El caballo castaño bufó cuando un hombre lo montó; lo harían galopar hasta que estuviese exhausto, y entonces lo sacrificarían. Ya habían matado otro caballo para el banquete fúnebre y los hombres lo estaban descuartizando. Los pájaros volaban en círculo y las sombras de sus alas moteaban la tierra.

Hoelun detuvo el buey que tiraba del carro, después descendió junto con Sochigil, que gimió al ver la fosa. Lo habría acompañado a la tumba si hubiese podido, tal como solían hacer en otros tiempos las esposas de los jefes.

Unos hombres conducían el cadáver a la tumba. Lo enterrarían con todo lo que pudiera necesitar en su próxima vida: su caballo favorito, una yegua y un potrillo para aumentar su manada, su lanza, coraza, flechas, arco, además de "kumiss" y un poco de carne del caballo sacrificado. Los deudos compartirían con él el banquete fúnebre antes de que la tierra lo cubriera.

Otras mujeres dejaron sus carros y caballos para reunirse cerca de las dos viudas. Hoelun recordó las veces que había consolado a otras esposas que habían perdido a sus maridos, cómo había caminado alrededor de las tumbas con ellas y había asistido a los banquetes fúnebres mientras quemaban huesos como ofrenda a sus muertos. Se había compadecido de ese dolor, sin creer que alguna vez ella misma enviudaría.

Bajaron el cuerpo de Yesugei a la tumba con cuidado de que mantuviese el torso y los miembros doblados, para que de ese modo el muerto pudiera sentarse a la mesa con sus provisiones. De repente, Hoelun anheló la presencia de Temujin, el hijo que más se parecía a su padre.

Una voz interior resonó en su cabeza, ahogando los cánticos de los chamanes. "Debo mantener unidos estos clanes hasta que Temujin tenga edad para gobernarlos. Los tártaros pensarán que la muerte de mi esposo nos ha debilitado; debemos atacarlos y demostrarles que aún tienen mucho que temer".

Un hombre llevaba el arco de su esposo hacia la tumba. Pero todavía le faltaba algo en la muerte, algo que por cierto había valorado mucho en vida. Hoelun acunó a su hija y se acercó a Biliktu.

—Niña —le dijo—, veo que sufres mucho por su muerte.

Bughu permaneció en silencio. Hoelun ya había hablado con él, aunque no con la muchacha. Hoelun había advertido que los ojos del chamán brillaban con anticipada excitación, como si el pedido de ella fuera otra recompensa por lo discreto que había sido. El chamán buscó dentro de su abrigo y extrajo una larga cuerda de seda.

Biliktu abrió desmesuradamente los ojos. "Demuestra un poco de coraje —pensó Hoelun—, no me supliques piedad". La muchacha era de su propiedad; ella tenía derecho. No podía dejar a su esposo solo en la tumba.

—Muchos servirán a mi amo en el otro mundo —dijo Hoelun—. Su amado caballo, vacas, los espíritus de los enemigos que ha matado. Tendrá comida y bebida, y un "yurt" donde descansar, y su cama no estará vacía.

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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