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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (15 page)

BOOK: La huella del pájaro
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Moll lo miró.

—No sé nada de ningún pájaro.

—Por última vez: ¿dónde está la niña?

Trojan pegó otro puñetazo en la mesa. Acto seguido se inclinó hacia delante y agarró a Moll del brazo.

—Moll, si confiesas ahora mismo dónde está la niña aún tienes una pequeña posibilidad. Piensa en lo que te he contado sobre el fiscal Reuss. ¿O prefieres que invite a entrar a mis colegas? Ellos tienen unos métodos muy distintos a los míos, ¿sabes? Podrían hacerte mucho daño. ¿Es eso lo que quieres, Moll? Algunos de mis colegas de distrito desprecian a las personas como tú. Personas que se llevan a niñas pequeñas a su casa. Personas que se divierten con ropa interior infantil. Algunos de mis colegas pueden ser muy, pero que muy violentos cuando tratan con alguien como tú. Y yo quiero evitar a toda costa que te hagan daño. Esta conversación también sirve para eso, amigo mío. Para advertirte.

—¡Yo no le he hecho nada a la niña!

Trojan suspiró y lo soltó.

Pasaron un buen rato en silencio.

—¿Me puede traer un vaso de agua? —dijo finalmente el otro con un hilo de voz.

—Sí, cómo no.

Trojan le dirigió una sonrisa forzada, se levantó, fue hasta la puerta metálica, pulsó el timbre y le abrieron.

Stefanie Dachs ya lo estaba esperando con un vaso de agua en la mano.

—Qué cerdo, pero qué cerdo —silbó entre dientes.

—No te pongas nervioso, Nils —le dijo Stefanie—, creo que va a cantar pronto.

—Eso espero.

Ella le hizo un gesto de ánimo.

—Aguanta —dijo, y le entregó el vaso.

Trojan respiró hondo varias veces y entró de nuevo en la sala.

Dejó el vaso encima de la mesa y se sentó.

—¿Lo ves, amigo mío? Yo me preocupo por ti.

Moll lo miró sin decir nada.

—Has tenido suerte —añadió Trojan—, no somos así de amables con todo el mundo. Bebe un trago, Moll, y luego me lo cuentas todo, ¿vale?

El otro esbozó una débil sonrisa.

Trojan se puso en guardia. ¿Qué significaba aquella sonrisita?

Moll alargó la mano hacia el vaso, pero en el último momento volvió a retirarla. Entonces, en voz baja, preguntó:

—¿Hay alguna persona en su vida, señor comisario, a la que usted quiera de verdad?

Aquello sorprendió a Trojan.

«¿A qué viene eso ahora? —pensó—. ¿Quieres empezar a jugar conmigo?»

—¿Qué quieres decir?

—Exactamente lo que he dicho.

Trojan meditó su respuesta. Seguramente, si le decía que no estaban allí para hablar de su vida privada el otro se cerraría en banda; lo más inteligente sería seguirle el juego.

—Claro que existen esas personas.

Involuntariamente pensó en Jana Michels. «¿Me he vuelto loco? —se dijo—. ¿Cómo voy a quererla si apenas la conozco?»

Entonces pensó qué haría ella si estuviera frente al sospechoso. Se estremeció sólo de pensarlo.

—¿Y tú qué? —le preguntó.

Moll se quedó inmóvil durante un buen rato. Entonces se inclinó hacia delante y dijo:

—Hubo una persona, una vez. Se llamaba Magda. Con Magda mi vida estaba llena de luz, pero entonces se murió.

Trojan tragó saliva. «Otra víctima, otro asesinato», pensó.

Pero Moll negó con la cabeza, como si le hubiera leído el pensamiento.

—No, señor comisario, yo no le hice nada. Ni a Magda ni tampoco a la niña que busca. Me tiene que creer.

Moll cerró los ojos.

—Lene me había devuelto parte de esa luz.

Cogió el vaso y lo movió lentamente de un lado a otro.

—No, no le he hecho nada. Debe saber que soy una persona sumamente pacífica, señor comisario.

Trojan lo estudió con atención. El cerebro le iba a cien por hora. «¿Qué se propone? —pensó—. De repente le ha cambiado incluso la voz». Ahora sonaba mucho más apagada, como si tuviera la boca cubierta con un trapo.

Pero mientras Trojan pensaba qué debía contestar resultó que era ya demasiado tarde.

Moll volvió a dirigirle una de aquellas extrañas sonrisas y se llevó el vaso a los labios.

Entonces lo mordió.

Una vez, dos veces.

Trojan oyó como el cristal se rompía.

La cara de Moll se transformó en una mueca horrible. Empezó a manarle sangre de la boca.

Trojan se levantó de un salto.

Moll se hundió los cristales en la boca y siguió masticando y tragando.

Durante un momento Trojan se quedó paralizado, incapaz de reaccionar.

Se abalanzó sobre él, gritando:

—¡Escúpelo, escúpelo!

Pero de la garganta de Moll tan sólo salió un resuello.

La puerta metálica se abrió y Stefanie Dachs entró en la sala. Tras ella aparecieron Landsberger y Gerber.

Moll se hundió en su silla.

Trojan intentó quitarle el vaso de las manos.

—¡Llamad a un médico, rápido! —exclamó.

Dachs, Landsberg y Gerber se quedaron mirando a Moll.

—¡Vamos, moveos! —balbució Trojan.

A Moll se le pusieron los ojos en blanco, pero siguió masticando.

El cristal chirrió entre sus dientes.

CATORCE

Era casi medianoche, pero Cem no cerraba nunca.

Trojan cogió tres botellas de cerveza de la nevera iluminada y fue a la caja.

—¿Qué pasa, jefe? —le preguntó Cem—. Tienes una pinta horrible.

Trojan le entregó el dinero sin decir nada.

—¿Tan malo es?

Trojan asintió.

—Ánimo. Da igual lo que pase, ¿sabes? El sol volverá a brillar. Tú piensa en eso, jefe, piensa en el sol.

Trojan se lo quedó mirando.

Cem arqueó las cejas.

—¿Quieres hablar? Soy muy bueno escuchando…

Trojan intentó sonreír.

—Gracias, Cem, tal vez otro día, ¿vale?

—Ningún problema, jefe. Estaré aquí. Yo siempre estoy aquí.

Se guardó las cervezas en la mochila y salió de la tienda.

Abrió la primera botella nada más entrar en su piso.

Se bebió la mitad y se echó en la cama de Emily, agotado. Cerró los ojos y las trémulas imágenes acudieron a su mente de inmediato: la mueca sangrienta de Moll, su piso vacío de la Ratiborstrasse, los gusanos del pájaro descompuesto, las braguitas de niña con corazoncitos. Y, una vez más, las imágenes de Coralie Schendel y de Melanie Halldörfer.

Moll estaba en la unidad de cuidados intensivos y se debatía entre la vida y la muerte.

Se había destrozado el esófago con los fragmentos de cristal, aunque el verdadero peligro eran las hemorragias internas. El médico no había sabido decir si iba a sobrevivir.

Y seguían sin saber nada de Lene.

Además, iban a abrir una investigación sobre el accidente ocurrido durante el interrogatorio.

Naturalmente, que un inculpado intentara quitarse la vida ante los ojos del comisario suscitaba siempre preguntas incómodas.

Los métodos que había empleado no eran del todo legales, aunque a menudo el fin justificaba los medios. Además, estaba en juego la vida de Lene. Previamente lo había pactado todo con su jefe y Landsberg le había ofrecido todo su apoyo.

«Es imposible que esto tenga consecuencias para ti, Nils, el tío está como una cabra», le había dicho.

Por supuesto, deberían haberle dado el agua en un vaso de plástico, pero es que todo parecía indicar que Moll iba a cantar en cualquier momento.

Aun así, Trojan no tenía la conciencia tranquila, tanto más cuanto que pensaba que Moll podía no ser culpable.

En todo caso, aún tenía sus dudas en ese sentido. Al fin y al cabo, también podían interpretar aquel intento de suicidio como una declaración de culpabilidad.

Pero ¿de qué servía todo aquello si no conocían el paradero de Lene?

Seguramente llevara ya tiempo muerta.

—Demasiado tarde —susurró Trojan.

Se terminó la cerveza. Necesitaba urgentemente algo más fuerte. Fue a la cocina y abrió un armario. En el fondo del todo, escondida detrás de las provisiones de comida, guardaba una botella para las noches en que lo vencía la melancolía.

La cogió, se la quedó mirando, dudó un instante y al fin le pegó un buen trago. Notó el agradable calor del whisky irlandés en la garganta. Inspiró profundamente. Los siguientes tragos fueron más generosos. Se relamió los labios.

Se sentó a la mesa de la cocina, apoyó los codos sobre el tablero y escondió la cara entre las manos.

De pronto se levantó y cogió el teléfono. Buscó entre los números guardados y finalmente encontró el nombre que andaba buscando. Sin pensárselo dos veces pulsó la tecla verde. Tras el quinto tono saltó el contestador automático de la consulta de Jana Michels.

Trojan se oyó a sí mismo decir:

—¿Jana? ¿Jana Michels? ¿Está ahí? ¿Puede descolgar? Por favor, es urgente.

No sucedió nada, obviamente, ¿por qué iba a estar en la consulta a esas horas? Oyó el crujir de la línea telefónica, cogió la botella de whisky con la mano libre y dio otro trago.

«Mierda», pensó, seguro que se ha grabado el ruido que hacía al tragar.

A pesar de todo siguió hablando:

—Es que acabo de tener un lunes de mierda, ¿sabe? ¿Los tiene usted también? ¿Existen también los lunes de mierda en su vida, Jana Michels?

Escuchó el crujir de la línea.

Imaginó que eran olas y que él estaba con Jana Michels en la playa, debajo de las palmeras. Mientras imaginaba eso, se dio cuenta de que podía dormirse de cansancio en el momento menos pensado, con el teléfono en la mano.

Se sobresaltó.

—Disculpe —murmuró entonces—, borre este mensaje, ¿de acuerdo? Bórrelo mañana por la mañana.

Entonces colgó. ¿Qué iba a pensar de él?

—Idiota —se dijo.

En aquellos momentos tenía dos posibilidades: dormirse o salir a la calle. «Sí —pensó—, me vendrá bien tomar un poco el aire». Además sentía una extraña inquietud que no lograba explicar, de modo que se levantó, se puso la chaqueta, cogió las llaves de casa y salió.

En el vestíbulo, al pasar junto a los buzones, sintió un escalofrío. Tuvo que asegurarse de nuevo de que dentro no había nada sospechoso.

En aquel momento se acordó de que se le había olvidado el arma en la comisaría.

«Bueno —pensó—, si fuiste tú, Moll, estoy fuera de peligro».

Pero su instinto le decía que no era así.

Paseó junto al canal, giró por la Friedelstrasse, dejó atrás los bares y los restaurantes, y siguió caminando hasta llegar a la Pannierstrasse.

Era como si sus pasos estuvieran teledirigidos y su tarea consistiera en descubrir qué era lo que lo empujaba. No lo comprendió hasta que se percató de que estaba cada vez más cerca de la casa de la Fuldastrasse.

A lo mejor se le había pasado algo por alto.

Se detuvo ante la puerta del edificio.

Levantó la cabeza y echó un vistazo a las ventanas del cuarto piso.

¿No se veía una lucecita?

No, debía de ser un efecto óptico.

La puerta de la calle estaba abierta. La empujó y subió la escalera.

En la puerta de la vivienda de los Halldörfer había un precinto policial. Trojan se inclinó hacia delante y echó un vistazo al precinto: estaba roto.

Durante un instante le faltó el aire.

Alguien se había colado en el piso.

Y era posible que la persona en cuestión aún estuviera allí.

Instintivamente se llevó la mano a la parte de la chaqueta donde solía llevar la pistolera con el arma, pero no había nada. Estaba desarmado.

Echó un vistazo al cerrojo. No parecía que lo hubieran forzado.

Se detuvo un momento a pensar. Si no habían cerrado por dentro, a lo mejor lograría abrirlo. Buscó su cartera, sacó la tarjeta de crédito y la metió entre la puerta y el marco.

«Pero ¿qué estoy haciendo? —se dijo, y notó el alcohol que le corría por las venas—. Estoy completamente fuera de mi elemento».

Estuvo un rato pasando la tarjeta por la rendija de la puerta, hasta que de pronto el pestillo saltó y Trojan apoyó el hombro en la puerta.

Ésta se abrió.

Trojan respiró pesadamente. Entró en el piso sin hacer ruido.

Enfrente estaba el dormitorio. La puerta estaba entreabierta.

A través de la abertura se filtraba un rayo de luz al pasillo.

Así pues, no se había equivocado desde la calle.

Se acercó muy despacio a la puerta.

De pronto la luz se apagó.

Por un momento se quedó desorientado y palpó las paredes con las manos.

Finalmente, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad.

¿Qué tenía que hacer? ¿Pedir refuerzos? ¿Advertir a sus colegas? Seguramente era lo más sensato, pero siguió avanzando por el pasillo.

Llegó ante la puerta del dormitorio, se agachó y le pegó un empujón.

Oyó a alguien respirando en la oscuridad.

No llevaba ni una triste linterna.

Buscó con las manos el interruptor de la pared.

Volvió a oír aquella respiración.

Y otro sonido.

Aquel sonido le recordaba funestamente lo sucedido en la sala de interrogatorios.

Sonaba como si a alguien le rechinaran los dientes.

A Trojan se le erizó el vello de la nuca.

«Si el asesino ha vuelto —se dijo—, me estoy poniendo yo solo la soga al cuello. ¿Por qué lo hago?»

No lo sabía, tan sólo sabía que una fuerza ajena a él guiaba sus pasos, como si una mano invisible lo obligara a adentrarse cada vez más en el dormitorio.

Sus dedos encontraron el interruptor y lo accionó.

La luz se encendió.

Habían quitado las sábanas, pero el colchón estaba también empapado de sangre.

Aquel olor cobrizo a sangre, que conocía de los escenarios de tantos crímenes, impregnaba aún el dormitorio.

Encima del colchón había una almohada y encima de la almohada unos cabellos, cabellos rubios.

Entonces vio la colcha.

Estaba también cubierta de sangre reseca.

Debajo había alguien.

Trojan se acercó a la cama con paso tambaleante y apartó la colcha.

QUINCE

La niña llevaba una camiseta sucia y unos tejanos manchados. Con el brazo sostenía a
Jo
, la tortuga de peluche. Tenía el pelo despeinado y miraba a Trojan con ojos asustados.

Él intentó comprobar si había sufrido alguna herida, pero no vio nada.

Se sentó en el borde de la cama, pero ella se apartó.

—Estás viva —dijo Trojan con voz ronca—. Dios mío, Lene, estás viva.

Trojan notó como los ojos se le llenaban de lágrimas. Era como si de pronto la tensión acumulada durante los últimos días se liberara en su interior.

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