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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (14 page)

BOOK: La huella del pájaro
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Entonces llegó a la sección de ropa interior.

Lo más económico habría sido comprar un paquete de cinco braguitas con diversos motivos, pero en aquel momento se sorprendió a sí mismo observando un conjunto de sujetador y braguitas.

«Un cuerpo de niña —pensó—, aún virgen».

La ropa interior se ofrecía seductora, en todos los tamaños imaginables.

Intentó imaginar cuál sería la talla de la niña, pero no era fácil y tuvo que volver a secarse el sudor de las manos. «La talla es lo de menos, tiene que ser algo ceñido», pensó. Con uno de aquellos conjuntos iba a tener un aspecto encantador. El sujetador tenía tres flores superpuestas, con el pistilo largo y elegante, de estilo modernista. Sabía de qué hablaba, al fin y al cabo había trabajado como escaparatista, no se podía negar que debía de tener cierto gusto.

Acarició las braguitas con los dedos. También éstas tenían un motivo floral la mar de bonito, dos flores en un lado y otra más abajo, en la entrepierna. Encontró otro conjunto que le gustó, aunque éste llevaba el logo de la marca en el culo. Intentó imaginar qué aspecto tendría el cuerpo de la niña con aquellas braguitas. Manoseó la etiqueta con el precio: las bragas costaban 14,90 euros y el sujetador otro tanto, 29,80 en total. En realidad era demasiado caro, pero le daba igual, iba a comprar los dos conjuntos, el de las flores y el que llevaba la marca impresa sobre el culo.

«Y ahora una camiseta», pensó: los pantalones podían esperar.

Konrad estuvo revolviendo las prendas de oferta; cuanto más revolvía, más a gusto se sentía. Finalmente eligió un suéter con capucha, unos tejanos y dos camisetas que se vendían juntas. En la sección de ropa interior encontró incluso una especie de salto de cama para niña. Había tocado la tela y parecía seda. Se indignó un poco al descubrir que vendían algo así para los niños, ¿no sería excesivamente provocador?

Aunque, desde luego, tendría un aspecto increíble con eso.

Al imaginársela con aquella prenda le dio un escalofrío; al fin y al cabo era su flor.

Se dirigió a la caja, sofocado. Le pareció notar cómo las madres le clavaban la mirada en la espalda y tuvo la sensación de que la vendedora lo atendía de forma sumamente altanera.

Pagó con tarjeta de crédito y firmó el justificante. Por último recogió las bolsas con sus compras y se dirigió hacia la escalera mecánica.

Al ir a montar en la escalera más cercana, Konrad chocó sin querer con una mujer. Ésta reprimió un grito y lo miró a la cara, sobresaltada.

Llevaba gafas y el pelo enmarañado, y se dio cuenta de que era su vecina, la mujer del piso de enfrente. Tenía una edad indeterminada, probablemente alrededor de los cuarenta. La saludaba sólo muy de vez en cuando y ésta reaccionaba siempre con una extraña timidez. En una ocasión, eso sí, había habido un escape de agua y habían hablado un momento en la escalera. Sabía que se llamaba Gardebohm, pero sólo porque lo ponía en el timbre.

Konrad murmuró una disculpa y se dispuso a marcharse.

—Señor Moll…

«No le prestes atención».

La mujer estaba sudando. Hizo un gesto con la mano, como si quisiera advertirlo de algo, y contuvo el aliento. ¿Qué le ocurriría?

—Esta mañana han… —murmuró la mujer.

Konrad no comprendía a qué venía tanta excitación.

Se detuvo tan sólo por cortesía. Los demás clientes empezaron a abrirse paso a codazos.

Entonces la señora Gardebohm retrocedió.

—Esta mañana han entrado en su piso.

Agitó las manos como si quisiera pedir ayuda.

Konrad no entendía nada.

Finalmente, la mujer susurró algo sobre la policía.

Entonces se desvaneció entre la multitud y él montó en la escalera mecánica. No podía seguir pensando, tenía que actuar y rápido. «Ha pasado algo», pensó. Era consciente de que la foto de la niña había aparecido en la tele.

Konrad Moll bajó corriendo la escalera mecánica y al momento llegó a la salida del centro comercial.

Ya en la KarlMarx-Strasse se dijo que debía pasar desapercibido, pero de pronto echó a correr, aunque no sabía en qué dirección debía ir. ¿Debía volver a casa? Eso podía ser un error. ¿Qué le había dicho la señora Gardebohm? ¿Que habían entrado en su piso? De pronto se le llenaron los ojos de lágrimas.

Tropezó, oyó un aullido de sirenas y vio varios coches patrulla que salían de la Anzengruberstrasse y también de la Erkstrasse y se dirigían a toda velocidad hacia él, y cada vez había más coches de policía, de ellos empezaron a salir agentes y vio sus armas y oyó sus gritos, y de pronto se sintió pequeño, feo y muy pequeño. Quiso esconderse bajo el suelo.

Dio un traspié y dos hombres se le echaron encima.

Ante él, sobre el asfalto había una moneda de un céntimo. «Una moneda de la suerte», pensó, aunque él no tenía suerte, nunca la tenía.

Le doblaron los brazos a la espalda y notó como el metal de las esposas le estrangulaba las muñecas. Le dolía todo el cuerpo.

Cerca de la moneda de un céntimo estaban las bolsas con la ropa bonita que acababa de comprar.

«¿Dejarán que me las lleve?», se preguntó.

Lo levantaron del suelo y lo metieron en un coche.

—Mis compras… —murmuró, pero entonces cerraron las puertas.

Estaba hundido en «la habitación». Trojan lo observó desde el otro lado del espejo translúcido. Respiró hondo y entró en el cuarto.

Por dentro estaba temblando, pero no debía permitir por nada del mundo que aquel tipo percibiera su desasosiego.

Estaba convencido de que si Lene Halldörfer seguía viva, la única forma de sonsacarle a Konrad Moll alguna información sobre su paradero era hablándole en tono tranquilo.

Se sentó a la mesa, se inclinó hacia delante y le tendió la mano al tipo.

Éste lo miró, sorprendido, pero no reaccionó.

—Me llamo Nils. Esto es una conversación en confianza. Como ves, no hay nadie más en esta sala, ningún testigo, ni mecanógrafo.

—¿A qué viene eso de tutearse?

—Como ya te he dicho, es una conversación en confianza. ¿Quieres fumar?

Moll negó con la cabeza. Era pequeño y regordete, tenía la cara hinchada y el pelo ralo a pesar de que era relativamente joven.

—¿Te apetece beber algo? ¿Un vaso de agua?

El otro volvió a negar con la cabeza.

Trojan carraspeó.

—A veces viene bien hablar las cosas con otra persona, ¿sabes? Quiero decir que durante los últimos días y las últimas noches has estado muy ocupado; imagino que no habrás dormido demasiado —añadió Trojan con una sonrisa—. Lo entiendo perfectamente, yo tampoco he dormido mucho, no te creas.

Trojan se inclinó hacia delante y bajó la voz.

—¿Tienes pesadillas, Konrad? ¿Te sientes perseguido? ¿Tal vez oyes voces?

Moll no dijo nada, pero sus ojos se movieron, inquietos, dentro de las cuencas. Trojan se dio cuenta de que la táctica de darle coba lo confundía. «Mejor así», pensó.

—Nada de lo que suceda entre estas cuatro paredes constará en acta, ¿de acuerdo? Nadie sabrá nada de lo que me confieses.

Moll se rascó la frente. Juntó las manos sobre el regazo para intentar transmitir serenidad, pero Trojan percibió la tensión en su rostro.

—Te propongo algo, Moll. Si nos dices dónde está la niña, intercederé ante el fiscal por ti. Tengo muy buena relación con él y sé que valora mucho que los acusados se muestren cooperativos.

Moll contuvo el aliento. Trojan se dio cuenta de que le temblaba la comisura de la boca.

—¿Vive aún la niña? —le preguntó, con un hilo de voz.

Durante un momento acudieron a su mente las imágenes de las dos fallecidas, seguidas de una visión de Lene Halldörfer destrozada, con la cabeza calva y el cuerpo cubierto de cortes. Y con las cuencas vacías. Combatió un acceso de náusea. «Que no se te note», pensó.

Entonces se esforzó por adoptar un tono neutro y dijo:

—Es muy mona, ¿verdad? No tiene nada que ver con las otras dos mujeres. Quiero decir que esas dos te produjeron bastante estrés, ¿verdad? Melanie Halldörfer y Coralie Schendel. Qué estrés, ¿no? Te entró el pánico y perdiste los nervios. Se lo contaré al fiscal. Perdiste los estribos, Moll, nada más.

Se inclinó un poco más.

—De hecho, hasta cierto punto te comprendo, Moll. A mí también se me va la pinza de vez en cuando y entonces —Trojan pegó un puñetazo de rabia encima de la mesa—, ¡bum!

Moll se encogió.

Trojan apartó la mano lentamente. Su voz volvió a adoptar de inmediato un tono afable y lisonjero.

—Y luego me sabe mal. —Hizo una pausa—. Muestra un poco de arrepentimiento y de comprensión, Moll —dijo con un susurro—, y el fiscal Reuss quedará impresionado. De hecho, tendrás suerte si Reuss se encarga de ti, Moll. Tiene experiencia y una cierta edad, ya no está tan obsesionado con hacer carrera. Reuss es de los buenos y yo le hablaré hoy mismo de nuestra pequeña charla.

Moll levantó cautelosamente la mirada.

—¿Vale? —preguntó Trojan.

Intentó leer algo en la mirada de aquel tipo. Tenía los ojos húmedos y de un color indeterminado, entre el azul y el gris.

—Lene Halldörfer —susurró—. Rubia como su madre. Te la querías reservar para el final, ¿verdad?

Moll tragó saliva.

—Te vio mientras estabas con su madre, ¿verdad? Y volviste a por ella, no querías que revelara nada de lo que le habías hecho. Además, es mucho más mona que su madre, ¿verdad?

Apoyó una mano en la mesa.

—Dímelo, Konrad, yo soy como un amigo para ti y, además, trabajo para la policía criminal. Soy algo así como el padre espiritual de la policía, ¿comprendes? Soy el poli con corazón, a mí me lo puedes contar todo. Y, créeme, muchos de los que en un momento dado se encontraron en tu lugar se sintieron enormemente aliviados después de librarse de las horribles pesadillas que los afligían.

Moll miró primero la mano de Trojan y luego su cara. Finalmente se reclinó en la silla y se hundió un poco más.

—Dímelo, Moll, cuéntame qué le has hecho a la pequeña.

Trojan notó como el sudor le caía por la espalda. Cada minuto era precioso.

—Mira, el asesinato se castiga con cadena perpetua, eso has de tenerlo claro. Pero aquí las cadenas perpetuas duran tan sólo quince años, Moll. La cuestión es sólo si el juez va a ordenar que te metan en un centro de alta seguridad. —Hizo otra pausa—. Aquí puedes hacer puntos, Moll. Esta conversación confidencial puede ser decisiva para tu futuro.

Esperó un momento.

—Y hay un futuro para ti, créeme.

Moll no se inmutó.

«Mierda —pensó Trojan—. Posiblemente sea ya demasiado tarde y la pequeña esté muerta».

—Fue voluntario —murmuró de repente Moll.

En un primer momento, Trojan creyó que lo engañaban los oídos. «Tranquilo —se dijo—, deja que desembuche».

Esperó, pero el otro no dijo nada.

—¿Qué fue voluntario?

—Ella quiso venir conmigo.

—¿Cuándo fue eso, Moll?

El otro levantó la cabeza. Hablaba con voz altanera, como un niño ofendido.

—Vino conmigo voluntariamente. De los otros nombres no sé nada, sólo los he oído en la tele. A usted también lo vi en la tele, hablando de los asesinatos de esas mujeres. Y entonces enseñaron la foto de la niña. Pero vino conmigo voluntariamente.

—Vale, Moll, desde el principio y con calma. ¿Cuándo coincidiste por primera vez con Lene Halldörfer?

—En mi casa. Se equivocó de piso, quería ir a una fiesta de cumpleaños. Le preparé una taza de chocolate.

—¿Chocolate?

A Trojan se le estaba acabando la paciencia. «Vas a ver tú lo que tardo en pegarle una hostia al cabrón este», pensó.

—Sí, chocolate.

Moll le lanzó una mirada implorante.

—¿Y qué más? —murmuró Trojan.

—Unos días más tarde volví a encontrármela.

—¿Dónde fue eso?

—En el centro comercial de Neukölln.

—¿Cuándo?

—El sábado por la mañana. Estaba ahí sentada, sola, y… Le pregunté si quería venir conmigo.

—¿Y luego qué?

—Pasó la noche en mi casa.

—¿Cuánto tiempo?

—De sábado a domingo. Y luego de domingo a hoy. Estuvimos jugando a Mau-mau.

«Mau-mau —se dijo Trojan—, a sus guarrerías las llama jugar a Mau-mau». Se le encogió el estómago. No podía quedarse sentado, tenía que levantarse un momento y caminar un poco. Se dio cuenta de que Moll lo observaba. No podía perder los nervios en aquel momento; o bien se resolvía el asunto pronto, o se iba todo al garete. Había algo que lo irritaba en la declaración de Moll. Sonaba tan afable que o bien escondía un abismo criminal tras aquella fachada de bondad o acababan de cometer un terrible error y habían pescado a la persona equivocada.

Pasó frente al espejo translúcido, consciente de que sus colegas estaban siguiendo el interrogatorio desde el otro lado.

Volvió a sentarse.

—¿Qué ha pasado esta mañana?

—Nada. He salido de casa porque quería comprarle algo de ropa a la niña. Y eso he hecho, en H&M, y entonces… Dios mío, no tenía a nadie más que a mí. Su madre está muerta y no quiere ir con su padre. Él le pegaba. Yo comprendo perfectamente cómo se siente uno cuando su padre le pega, lo comprendo demasiado bien. De niño mi viejo no hizo nada más que maltratarme.

—Despacio, Moll. Según tu declaración, sólo conocías a la niña desde hacía unos días.

—¡Pero ella era mi luz y mi sol! Con ella todo era claridad.

Moll temblaba; le asomaron lágrimas a los ojos.

—¿«Era»? ¿Has dicho «era»?

Moll no contestó.

—¿Dónde está Lene?

El otro tragó saliva.

—¿Está muerta? —preguntó Trojan en voz baja.

Moll lo miró fijamente.

—Cuando me marché estaba en mi casa. No sé dónde estará ahora.

—¿Le has hecho algo?

—No.

—¿Y el pájaro?

—¿Qué pájaro?

Trojan resopló.

—Hemos encontrado un pájaro destripado en tu piso. Era de la misma especie que el que encontramos sobre el cadáver de Coralie Schendel.

—No conozco a ninguna Coralie Schendel.

—¿Cómo ha llegado el pájaro a tu piso?

A Moll se le descompuso el semblante.

—No lo sé.

—Vamos, Moll, todo está contra ti. Lene Halldörfer ha llamado esta mañana al teléfono de emergencias. Desde tu piso. Ha dicho que tenía miedo, mucho miedo. Que necesitaba ayuda. Y ahora ha desaparecido. Lo único que hemos encontrado es un pájaro muerto en tu bañera, envuelto en unas bragas de niña. ¿Qué quieres que piense?

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