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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (9 page)

BOOK: La huella del pájaro
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Donde debería haber habido los ojos había tan sólo dos agujeros negros.

Trojan reconoció la profunda cuchillada del cuello.

Todo el cuerpo estaba cubierto de estrías, siempre de dos en dos.

—Falta el pájaro —dijo—. ¿Habéis encontrado el pájaro?

Gerber negó con la cabeza.

—Sorprendieron al asesino a media operación, es posible que se deba a eso.

—¿Quién es la víctima?

—Melanie Halldörfer, treinta y dos años, madre soltera de una hija única. Fue ésta quien la encontró hace una hora, una niña de diez años. Dice que había alguien en la casa, aquí, en el dormitorio, encima de la madre. La niña ha salido corriendo y gritando. Cuando los vecinos han entrado a ver qué pasaba han encontrado tan sólo el cadáver.

Trojan estaba paralizado.

—Dios mío, su propia hija.

Armin Krach se arrodilló en el suelo y, con la ayuda de unas pinzas, recogió un cabello y lo metió en una bolsita de plástico.

—Que nadie salga de la casa —dijo Trojan.

Gerber asintió con un gruñido. Estaba blanco como la cera.

—Y buscad en todos los rincones. Tal vez asesino sigue escondido por aquí.

—Ya he pedido refuerzos, pero es probable que el autor de los hechos se haya largado hace rato. Hemos descubierto una claraboya abierta, la buhardilla no estaba cerrada con llave.

—Registrad hasta el último metro ahí arriba.

—Estamos en ello.

—Quizá ha huido por las azoteas y se ha escapado por la escalera de otro edificio.

—Sí, claro —dijo Gerber, que le dirigió una mirada seria—. Nils, llegas tarde.

—Lo siento, pero es que…

—A mí no tienes que darme explicaciones, pero el jefe ya ha estado aquí y ha preguntado por ti.

Trojan soltó un suspiro.

—Mierda.

—No pasa nada, Nils. Hay vida más allá de la lucha contra el crimen.

—¿En serio? ¿Y dónde está Landsberg?

—Arriba, en la azotea, con los demás.

Trojan echó otro vistazo al cadáver.

«Tiene el pelo rubio —pensó—. Otro trofeo».

Le dio un vahído, pero logró sobreponerse.

—¿Dónde está la niña? —preguntó.

—Con los vecinos de abajo.

—¿Se puede hablar con ella?

—Inténtalo. Stefanie Dachs se ha encargado de ella, pero no ha conseguido sacarle nada.

Trojan se abrió paso por entre los agentes, salió de la vivienda y bajó al tercer piso. La puerta de los vecinos estaba también abierta. Oyó lamentos y gritos guturales, que le parecieron árabes. Cruzó un largo pasillo y dejó atrás un grupo de mujeres con la cabeza cubierta con un pañuelo, que lanzaban exclamaciones con los brazos en alto. Tuvo que atravesar varias habitaciones, todas llenas de mujeres quejumbrosas. No había ningún hombre.

La niña estaba sentada en un sofá, rodeada de más mujeres con la cabeza cubierta.

—¿Podrían dejarnos a solas un momento?

Las mujeres volvieron a prorrumpir en exclamaciones.

—Por favor, es importante.

—La niña —dijo una de las mujeres— no está bien. No la puede molestar.

Él le enseñó su placa.

Tardó un buen rato en tranquilizar a las mujeres, que salieron de la habitación gesticulando frenéticamente.

Trojan se sentó junto a la niña. Ésta agachó la cabeza; tenía las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta con capucha.

Trojan respiró hondo mientras intentaba encontrar una forma de empezar, pero fue la niña quien, con voz ahogada por los sollozos, preguntó:

—¿Dónde está
Jo
?

Trojan frunció el ceño.

—¿
Jo
?

—¿Me lo puedes traer?

Los ojos de la niña se llenaron de lágrimas.

—¿Es un amigo tuyo?

La niña asintió.

—¿Qué aspecto tiene?

Pasó un buen rato hasta que comprendió que
Jo
era un animal de peluche.

—A lo mejor aún está encima de mi cama. ¿Lo puedes ir a buscar? Yo no me atrevo a subir.

Trojan asintió. Volvió al piso, fue al cuarto de la niña y miró a su alrededor. Colgando de las paredes había dibujos hechos con rotulador que representaban un mundo hermoso, lleno de islas, palmeras y peces voladores. El suelo estaba lleno de juguetes, el armazón de la cama estaba pintado de azul con topos amarillos y encima de una almohada de color morado había una tortuga de peluche. Trojan la cogió y se la llevó a la niña.

Ésta la abrazó con fuerza.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó él tras una pausa.

—Lene.

—Es muy importante, Lene, que me cuentes exactamente qué has visto en vuestro piso.

La niña no dijo nada y empezó a mecer la tortuga en sus brazos.

—¿Quién había en el dormitorio de tu madre? ¿Me lo puedes describir?

La niña soltó un sollozo.

—¿Dónde está mi madre?

Trojan suspiró.

—Tu madre está…

No supo cómo continuar. «Dios mío —pensó—, ¿cómo se lo cuento?». Sin embargo, tenía la sensación de que Lene ya sabía qué le había ocurrido a su madre.

Entonces la niña hizo un gesto convulso y Trojan se fijó en que tenía dos profundos cortes en la chaqueta. Tenía también la camiseta desgarrada y Trojan atisbó unas estrías en el hombro. Intentó observarlas más de cerca, pero Lene se apartó.

—Estás herida.

Ella no dijo nada.

—¿Qué ha pasado?

La niña tan sólo meneó la cabeza.

—¿Dónde está mi mamá? —preguntó finalmente.

Y entonces se derrumbó.

OCHO

Despertó de un profundo letargo. Tardó un buen rato en reconocer dónde estaba. Entonces golpeó con la mano plana el estridente despertador y respiró hondo.

Se levantó lentamente, descorrió las cortinas y entonces lo vio.

Estaba encima de la rama del tilo que había frente a su ventana. Tenía el plumaje rojo, con las alas de un tono azul claro que contrastaba vivamente con las plumas negras de la cola. Parecía estar mirándolo directamente a él.

Durante un momento no se movió y también Trojan se quedó muy quieto. Entonces el pájaro batió las alas y se alejó.

Trojan se preguntó si sería la misma especie que habían encontrado encima del cadáver de Coralie Schendel. No, éste era mayor. ¿Y dónde estaba el de Melanie Halldörfer? A su mente acudieron de nuevo las implacables y perturbadoras imágenes de los cuerpos de ambas mujeres mutiladas.

Todas las señales coincidían, sólo faltaba el pájaro encima del cadáver.

«Debemos averiguar de qué especie es —se le ocurrió—. Podría ser relevante».

¿Cuántas especies distintas de aves vivían en la ciudad? Decidió investigarlo.

Se rascó la espalda y puso el café a calentar.

Tan sólo veinte minutos más tarde estaba ya montado en su bicicleta, pedaleando a lo largo del canal.

La clínica de Urbanstrasse era un pedazo de hormigón marrón, cuya parte trasera daba directamente a la orilla del canal.

En la puerta, Trojan preguntó por el ascensor y subió hasta el sexto piso. El olor a desinfectante y anestesia, la pálida luz de neón, los pasos silenciosos sobre el linóleo, todo ello le producía un efecto opresivo, como siempre que visitaba una clínica. No pudo evitar pensar en su madre, en el presentimiento de la muerte que se reflejaba en su mirada, en su cabeza calva por culpa de la quimioterapia.

Se detuvo de repente.

La cabeza calva de las dos víctimas. Los restos de cabello de una de ellas, rubio y cubierto de costras.

Las imágenes se sobrepusieron.

Su madre tras la última operación, con la boca y la nariz intubadas, su padre, su hermana y él junto a su cama.

Una vez más, vio claramente cómo moría en casa, en aquel edificio de nueva construcción. La vio debatirse en el dolor por última vez, vio cómo se ahogaba; él sólo le había podido coger la mano.

Trojan acababa de cumplir dieciocho años y se sentía débil e impotente. Tenía la sensación de que en aquel momento algo se había roto en su interior.

Se tambaleó.

No servía de nada pensar en todo aquello ahora, debía seguir adelante.

Finalmente llegó a la unidad de cuidados intensivos.

Le preguntó a la jefa de sección por Lene Halldörfer.

—Ah, la niña que trajeron ayer.

Trojan asintió con la cabeza.

—¿Y con quién tengo el placer de tratar?

A Trojan no le gustó el tonillo impertinente de aquella mujer. Le mostró la placa.

La enfermera le echó un rápido vistazo y dijo:

—Lene se encontraba mucho mejor esta mañana. Su padre ha pasado por aquí y se la ha llevado.

—¿Su padre?

—¿Le parece extraño?

—¿Se ha identificado?

—Por supuesto.

La mujer se puso ligeramente colorada. Trojan se fijó en su aspecto: aquellas gafas grandes y nada favorecedoras, el pelo corto, la frente cubierta de sudor…

—¿Ha tomado nota por lo menos del nombre y la dirección del hombre?

La mujer hizo una mueca, se sentó tras el escritorio, escribió algo en el ordenador y leyó la ficha que apareció en el monitor.

—Bernd Schuch.

—No tiene el mismo apellido que la madre.

—Hoy en día no es nada infrecuente —replicó la mujer.

—Escuche, tenemos entre manos un caso de homicidio. La madre de la pequeña fue asesinada.

—Sí, estoy al corriente.

—Por el momento, todas las personas de su entorno son sospechosas.

—Pero el padre…

—¿Ha comprobado si el hombre tenía derecho de custodia sobre la niña? —La mujer le dirigió una mirada irritada. Trojan soltó un suspiro—. Porque según nuestra información no la tiene. O sea que no debería haber permitido que la pequeña Lene se marchara con él.

La mujer tamborileó con los dedos encima de la mesa. A continuación intentó hacer desaparecer aquella acusación con un gesto enérgico de la mano.

—Mire, aquí todos tenemos mucho trabajo…

—A mí no me hable de exceso de trabajo —replicó Trojan—. ¿Ha examinado el médico las heridas de la niña?

La enfermera asintió.

—Mándeme el informe a comisaría, hoy mismo.

Trojan le entregó su tarjeta. Entonces sacó el móvil y pulsó una tecla.

—Necesito refuerzos —dijo hablando por el móvil—, a poder ser Gerber. Y un coche, rápido.

Recorrieron a toda velocidad la Urbanstrasse y en Hermannplatz cogieron la KarlMarx-Strasse. Cuanto más al sur, más deprimente se volvía el paisaje, una sucesión de empresas de importación y exportación, bares de narguile y tiendas de baratillo.

Gerber no estaba muy hablador. Trojan sólo logró sonsacarle que había pasado una mala noche. Cuando le preguntó por Natalie, Gerber respondió con un gruñido.

«A lo mejor no le gustó el regalo de cumpleaños», pensó Trojan, mordaz.

Se detuvieron en la esquina de la Lahnstrasse. El ruido era ensordecedor, los camiones de carga se dirigían hacia la autopista del sur.

—¿Cómo se puede vivir aquí? —murmuró Gerber al salir del coche. Trojan se encogió de hombros.

Observó la fachada del edificio, construido recientemente y pintado de color rosa en un intento por ocultar su miserable aspecto. Alguien había escrito unas iniciales en la parte más alta, debajo del tejado: UCRM. A saber qué significaba. En una ventana ondeaba una bandera alemana; en otra, una mujer tendía una blusa; la mujer escupió a la calle.

Tardaron un rato en localizar el apellido en el cuadro de timbres.

Cuando llamaron, nadie contestó, pero lograron abrir la puerta del edificio con una simple patada en la placa de aluminio.

La escalera olía a transpiración humana, una mezcla rancia de días y noches vacíos. Tras la puerta de una de las viviendas de la planta baja se oían ruidos que parecían indicar que se estaba produciendo una enconada pelea, pero Trojan y Gerber tenían otras preocupaciones.

Subieron por la escalera, pues no había ascensor.

Llegaron al último piso, fueron hasta el fondo del pasillo y llamaron a la puerta, porque el timbre no funcionaba.

Aporrearon la puerta dos, tres veces, hasta que desde el otro lado una voz débil preguntó:

—¿Quién es?

—Policía judicial. Abra la puerta, por favor.

Pasó un buen rato hasta que la puerta se abrió, muy despacio.

Bernd Schuch vestía unos pantalones anchos y la camisa le cubría apenas hasta el ombligo. Llevaba un tatuaje de una corona en el cuello.

Trojan y Gerber le mostraron las placas.

—Mi Melanie está muerta —dijo Schuch sin preámbulos, en voz baja y estupefacto.

Ellos asintieron.

El tipo tenía los ojos enrojecidos.

Los dejó pasar.

El piso era una mezcla caótica de muebles dispares.

—¿Café? —preguntó Schuch.

—No tenemos tiempo para café —respondió Gerber—. Buscamos a su hija.

—Está durmiendo —dijo Schuch, señalando hacia una puerta cerrada—. La pequeña está agotada. Ha sido un
shock
, para mí también.

Se pasó las manos por el cabello. El aliento le olía a cerveza. Trojan se acordó de que aún no había desayunado.

—¿De verdad que no quieren un café?

Una mirada furtiva en dirección a la cocina, donde había restos de pizza pegados al mármol, terminó de convencerlos.

—Despierte a la niña, por favor.

—No lo entiendo. —Schuch echó la cabeza hacia atrás y alzó los brazos hacia el techo bajo, como si rezara, pero entonces se golpeó con los puños en las sienes—. Me tienen que disculpar, pero es que ayer mi mujer… —Estuvo un rato buscando la palabra apropiada—. Falleció.

—Querrá decir su ex mujer.

—Bueno, sí, ¿y qué? ¿Qué diferencia hay?

Gerber miró a Trojan, que carraspeó.

—Señor Schuch, lo siento mucho, pero tenemos que hablar con Lene.

Schuch se rascó bajo el ombligo, con gesto pensativo, y finalmente se dirigió hacia la puerta cerrada.

A Trojan se le erizó el pelo de la nuca. «¿Y si nos la está jugando?», pensó, e instintivamente se llevó la mano a la funda del arma, que llevaba bajo la chaqueta.

—¡Pequeña, sal! —gritó Schuch.

Abrió la puerta. Gerber y Trojan lo apartaron y entraron en el cuarto.

—Eh, con calma —murmuró el hombre.

Los dos policías echaron un vistazo a la habitación. Era una especie de cuarto de los trastos lleno de cachivaches.

En el suelo había un colchón.

La cortina de la estrecha ventana ondeaba al viento.

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