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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (23 page)

BOOK: La huella del pájaro
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Se inclinó encima de Franka y le clavó el cuchillo.

Jana vio como le abría los muslos a su paciente y se lanzaba sobre ella.

Oyó el zumbido de su propia sangre en los oídos.

«Me tengo que levantar», pensó.

Pensó en Trojan; debería estar allí, con ella.

De pronto se le empezaron a cerrar los párpados y la sensación de mareo se incrementó. Unos pequeños círculos negros empezaron a girar ante sus ojos, cada vez más y más deprisa.

Jana se sintió absorbida hacia el centro de aquellos círculos y cayó.

Siguió cayendo, cayendo, cayendo.

VEINTICUATRO

Cuando Trojan llegó a casa eran ya las diez y media de la noche. Se quitó la ropa inmediatamente y se metió en la ducha. Dejó que el agua caliente cayera sobre su cuerpo durante mucho rato. Luego se secó, se puso el albornoz, sacó una cerveza de la nevera y se desplomó en el sofá del comedor.

Cogió el mando a distancia pero volvió a dejarlo: estaba demasiado cansado incluso para ver la tele. Empezó a beber la cerveza a sorbitos y en un momento dado se dio cuenta de que tenía la barbilla sobre el pecho. Dejó la cerveza junto a él, en el suelo, y se acurrucó. Se durmió al instante.

Lo despertó un estruendo. Levantó la cabeza y aguzó el oído. Venía del piso de abajo. «Doro», pensó. Había puesto la cadena de música a toda pastilla. La oyó reír y una voz masculina gritó algo. La música subió aún más de volumen.

Se volvió hacia el otro lado y se cubrió las orejas con el cuello del albornoz, pero fue incapaz de volver a dormirse. Soltó un grito de frustración, se levantó y bajó descalzo al tercer piso.

Pulsó el timbre. Durante un momento le pareció que la música bajaba de volumen, pero no fue nadie a abrirle. Llamó una segunda vez, una tercera, y entonces oyó una risita al otro lado de la puerta. Se trataba indudablemente de Doro. Los sonidos graves de la música bajaron de intensidad.

Trojan volvió a su piso. Se quitó el albornoz, se tendió en la cama, se metió bajo las sábanas y se tapó los oídos con la almohada.

Pero no sirvió de nada, era incapaz de volver a conciliar el sueño. Volvió a ver a las víctimas de los asesinatos, oyó la voz de Landsberg y el murmullo agitado de la reunión. Pensó en Jana y en su breve conversación telefónica.

Se volvió hacia un lado y hacia el otro. La música de abajo se oía aún claramente. Al final se levantó y cogió el teléfono. Quería llamar a Doro, pero mientras buscaba su número en la agenda se sobresaltó.

¿Había vuelto a conectar el móvil después de la reunión? Mientras durara la investigación debía estar localizable día y noche.

Soltó un suspiro, recorrió el pasillo hasta el perchero y lo sacó del bolsillo de la chaqueta. Pues sí, estaba desconectado. Tecleó el PIN, cogió la cerveza del suelo del comedor y se bebió el resto.

Sonó un pitido y echó un vistazo a la pantalla: un mensaje nuevo.

Era de Jana.

Llamó al buzón de voz.

El mensaje constaba tan sólo de dos palabras, un grito: «¡Un pájaro!». Entonces se cortaba la comunicación.

Notó como la frente se le cubría de sudor. La voz de Jana era aguda y sonaba aterrada. Volvió a escuchar el mensaje.

«¡Un pájaro!». Acto seguido se oía un crujido y se cortaba la comunicación.

La llamó inmediatamente pero le saltó el contestador automático.

Llamó a información telefónica y solicitó su número fijo. Pidió también que le dieran su dirección, pero no constaba en el registro. Lo conectaron con el número de teléfono, pero también le saltó el contestador.

Dejó un breve mensaje.

Volvió a llamarla al móvil y le dejó un mensaje también allí.

Notó una extraña angustia. El corazón le latía desbocado.

«¡Un pájaro!» ¿Qué significaba? ¿Qué le había querido decir?

No había otra explicación: estaba en peligro.

Se vistió, cogió el arma, las llaves del coche y la chaqueta y salió volando de casa.

La ruidosa música que se oía tras la puerta de Doro había dejado de interesarle.

Al llegar a la calle tuvo que concentrarse un momento para recordar dónde había aparcado el Golf. Salió corriendo hacia la Reichenberger Strasse al tiempo que llamaba a la comisaría. No había nadie de su equipo, naturalmente. También ellos tenían que dormir de vez en cuando.

Eran las doce y media. El mensaje de Jana era de las ocho y veintisiete. Había perdido mucho tiempo.

Uno de sus colegas de otra de las secciones de homicidios se puso al teléfono.

—Soy Trojan —dijo—. Necesito una información del padrón. Jana Michels, empadronada seguramente en Schöneberg. No sé el año de nacimiento, aunque imagino que será durante la década de 1970. Date prisa, por favor, es muy urgente.

Su Golf estaba aparcado en la esquina de la Ohlauer Strasse. Subió de un salto, arrancó el motor y se puso en marcha.

Se dirigió a toda velocidad hacia Schöneberg.

Estaba ya en el Monumentenbrücke cuando su colega le devolvió la llamada.

—Tengo la información de una tal Jana Michels, nacida en 1973, Akazienstrasse 41, tercer piso, derecha.

Trojan le dio las gracias, colgó y aceleró.

Le salía humo del cerebro. La había llamado por última vez sobre las siete menos cuarto y ella le había dicho que iba a visitar a una paciente. A las ocho y veintisiete le había dejado aquella extraña llamada en el contestador. ¿Era posible que hubiera vuelto ya a su casa? ¿O lo había llamado desde la casa de su paciente?

Trojan soltó un bufido.

No tenía ni el nombre ni la dirección de su paciente, por lo que no le quedaba más remedio que ir a echar un vistazo a su casa.

Tal vez la encontrara profundamente dormida. Tal vez no pasaba nada.

Pero su instinto le decía que no era el caso.

El corazón le iba a cien por hora.

Se detuvo ante el 41 de la Akazienstrasse. Tan sólo quedaba una ventana con luz, la del ático de la derecha. Salió rápidamente del coche, llegó corriendo a la puerta del edificio e intentó abrirla. Estaba cerrada. Llamó a varios timbres a la vez y esperó, impaciente. No pasó nada. Volvió a sacudir la puerta, le pegó una patada.

Entonces el interfono crepitó y una voz soñolienta preguntó:

—¿Quién es?

—Policía criminal, abra por favor.

Se oyó un zumbido, Trojan abrió la puerta de un empujón y subió la escalera corriendo.

En el tercer piso encontró su nombre en el timbre.

Llamó e inmediatamente le pegó una patada a la puerta. Era una vieja puerta plafonada. Al ver que no le abrían, soltó otra patada en la caja de debajo de la cerradura.

A sus espaldas apareció un vecino que lo amenazó con llamar a la policía.

Trojan le mostró la placa sin dejar de pegarle coces a la puerta.

—¿Cuándo vio a la señora Michels por última vez? —le preguntó al vecino.

—¿Por qué? ¿Qué está pasando aquí?

—¡Conteste!

—No lo sé, ayer, tal vez.

—¿Cuándo, exactamente?

Pero Trojan no obtuvo respuesta.

Finalmente, la caja de la puerta cedió con un crujido.

—¡Apártese! —le gritó al vecino—. ¡Desaparezca de mi vista!

Metió la mano por el agujero, cogió la maneta y abrió.

Desenfundó el arma y entró en el piso.

Todo estaba a oscuras.

Encendió la luz del pasillo. Había tres habitaciones, una cocina y un baño.

Inspeccionó todo el piso y encendió todas las luces.

Pero Jana no estaba allí.

Se fijó en su cama, grande y elegante. Las sábanas que la cubrían eran de un rojo terroso, tal como siempre se las había imaginado.

Pero no tenía tiempo para fantasías.

En la mesa del estudio no había ningún ordenador.

Así pues, debía de haberse dejado el portátil en el despacho.

Debía acceder sin falta a su lista de pacientes.

Volvió a enfundar la pistola y al salir del piso se topó con el vecino, que seguía en el rellano, aturdido.

—Encárguese de la puerta del piso —le gritó, llegó a la calle, montó en el coche y puso rumbo a la Crellestrasse.

Llegó al cabo de unos minutos. Se lanzó contra la puerta del edificio, que cedió al cabo de varios intentos. Subió al segundo piso, donde se encontraba la consulta. Cargó de nuevo contra la puerta, pero ésta resultó ser algo más robusta. Notó un intenso dolor en el hombro.

Se lanzó una tercera vez contra la puerta y de pronto oyó pasos en el piso de arriba. La hoja de la puerta había empezado ya a astillarse, cuando desde el rellano de arriba alguien gritó:

—¿Qué pasa ahí abajo? ¡Ya basta!

—Policía criminal —murmuró Trojan, que tomó carrerilla y se abalanzó con todas sus fuerzas contra la puerta.

El otro bajó corriendo por la escalera.

—Espere, espere, tengo la llave.

Trojan se detuvo y lo miró con sorpresa.

Era un tipo alto y magro, con el pelo rubio ceniza. Iba vestido con una especie de chaqueta de estar por casa. Tenía los hombros echados hacia delante. De repente Trojan se dio cuenta de que era el compañero de despacho de Jana.

—¿Qué hace usted aquí a estas horas?

—Vivo arriba, encima de la consulta.

—¡Abra, rápido!

—¿Por qué?

—¡Que abra, es una orden!

El psicólogo se lo quedó mirando, inmóvil.

Trojan le mostró la placa.

—Es usted paciente de Jana, ¿verdad? —preguntó el otro.

Trojan cerró el puño.

—¡Que abra! ¡Y deje de hacer preguntas!

Finalmente, el tipo sacó un manojo de llaves.

—¿Sabe dónde se encuentra Jana Michels en este momento?

—Ni idea.

—¿Cuándo la vio por última vez?

—Diría que el viernes.

El psicólogo pasó junto a él y abrió la puerta sin perderlo de vista ni un instante.

Trojan lo apartó y entró corriendo en la consulta. La puerta de la sala donde Jana trataba a sus pacientes también estaba cerrada.

—¿Tiene la llave de esa puerta?

El psicólogo asintió y se acercó lentamente.

—¿Cómo se llama?

—Brotter. Doctor Gerd Brotter.

—Muy bien. ¿Podría darse un poco de prisa, señor Brotter?

—¿Se ha metido en algún lío? Jana, digo.

Trojan resolló.

—Es posible que se encuentre en peligro.

—¿En peligro?

—Por Dios, abra la puerta de una vez o la echo abajo.

—Ya va, ya va —murmuró Brotter, mientras buscaba la llave en cuestión—. ¿Tiene algún tipo de autorización…?

—Cierre la boca y abra la puerta —dijo Trojan entre dientes.

Brotter arqueó las cejas y finalmente abrió.

Sin perder ni un segundo, Trojan entró en la consulta de Jana Michels. Encima de la mesa había el ordenador y la agenda donde apuntaba las citas. La hojeó con una mano, mientras con la otra conectaba el ordenador. Éste le pidió la contraseña.

Brotter lo observaba desde la puerta, inmóvil.

—¿No sabrá por casualidad la contraseña de la señora Michels?

—Pues claro que no.

Trojan lo intentó con el apellido de la doctora, al tiempo que comprobaba la agenda; no había ninguna cita para el sábado veintidós de mayo. No le sorprendió, la propia Jana había dicho que se trataba de una emergencia.

«Error», leyó en la pantalla del ordenador. Entonces lo intentó con el nombre, luego con el nombre y el apellido, y finalmente con abreviaciones, pero cada vez el ordenador le dijo que la contraseña no era correcta. Si tenía que llamar a los especialistas informáticos de la comisaría, iba a perder un tiempo precioso.

Intentó concentrarse.

—¿Para qué necesita el ordenador? —le preguntó Brotter con suspicacia.

Trojan le dirigió una breve mirada, pero no respondió.

Entonces se fijó en la imagen de usuario. No era ninguna de las predefinidas por el sistema, sino una que había introducido la propia Jana Michels. Era la imagen de una playa.

«Playa», escribió.

Nada.

Una vez había leído en Internet que una empresa de seguridad había analizado treinta y dos millones de contraseñas que se habían publicado por error. De modo sorprendente, había resultado que la contraseña más utilizada era la formada por los números del uno al seis. No era una contraseña particularmente segura, desde luego, pero tal vez a Jana no se le había ocurrido nada mejor.

Introdujo la serie de números.

«Error».

La segunda contraseña más habitual según el artículo era «contraseña».

Lo intentó.

Y dio resultado: el ordenador se encendió. Trojan respiró aliviado.

Pronto apareció el fondo de pantalla y Trojan abrió una carpeta titulada «Información de pacientes».

Contuvo el aliento. La lista era larguísima. Incluso después de descartar todos los nombres masculinos, seguía habiendo demasiadas posibilidades.

«Concéntrate —pensó—, esfuérzate un poco».

Cogió bolígrafo y papel, y tomó nota de los datos de las pacientes más jóvenes. Tachó los nombres de aquellas que hacía ya tiempo que no acudían a terapia.

Aun así eran veintidós mujeres.

—¿Cuántas de las pacientes de Jana Michels son rubias? —le preguntó al doctor Brotter.

—¿Cómo?

—Piense un poco, joder, ¡ayúdeme! Estoy buscando a una paciente rubia. Con una cabellera rubia llamativa.

«Y joven», pensó.

Había una de veintiocho años, una de veintisiete y otra de veinticinco.

—Tiene a varias pacientes rubias —dijo Brotter—, pero no sé el nombre de todas. Al fin y al cabo no son pacientes mías.

«Menudo idiota», pensó Trojan.

—¿Le ha hablado Jana de alguna paciente que durante estos últimos días se haya mostrado particularmente nerviosa?

Brotter frunció el ceño.

—Pues no, la verdad. Somos muy discretos en lo tocante a nuestros pacientes —aseguró—. Imagínese —añadió entonces en tono arrogante— que me hubiera contado algo de ese poli que acude regularmente a su consulta.

Trojan le dirigió una mirada glacial.

Entonces llamó desde su móvil a la paciente de veinticinco años. El teléfono sonó un buen rato. «Vamos, vamos —pensó Trojan—, descuelga».

Finalmente descolgaron y una voz adormilada dijo:

—¿Sí?

—¿Paola Zietlinksi?

—Sí.

—¿Se encuentra bien, señora Zietlinksi?

—¿Cómo dice?

—¿Que si se encuentra bien?

—¿Quién es usted?

—Trojan, policía criminal. Sólo quiero asegurarme de que está bien. ¿Ha tenido…?

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