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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (26 page)

BOOK: La huella del pájaro
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La deflagración retumbó en los oídos de Trojan.

En aquel momento se encendió la luz.

En el pasillo había una mujer. Iba vestida con camisa de dormir y parecía asustada.

La alarma ululaba sin cesar.

—¿Qué pasa, Wolfgang?

—Ni idea, este hombre de aquí…

—No hay tiempo para charlas —dijo Trojan, que le colocó la placa delante de las narices.

El hombre, que llevaba bóxers, le echó un vistazo.

—¿Es usted Wolfgang Redzkow?

El tipo asintió.

—¿Dónde estaba ayer por la noche?

Trojan lo estaba apuntando con su Sig Sauer.

—¡Conteste! ¿Dónde estaba ayer por la noche?

—Ayer mismo regresamos de Mallorca, de nuestra casa de vacaciones.

—¿Cuánto tiempo estuvieron allí?

Redzkow se rascó la cabeza y se volvió hacia su mujer.

—¿Qué día nos marchamos?

La mujer puso cara de concentración.

—El cinco de mayo —dijo finalmente.

Trojan suspiró y bajó el arma.

Entonces miró primero a Redzkow, luego el agujero de bala de la pared y por último la pistola en el suelo.

—Practico el tiro deportivo —dijo Redzkow.

—No me importa —respondió Trojan—. Necesito información sobre sus empleados, tengo que saber quién se encargó de alquilar una serie de pisos. Y lo necesito saber ahora.

—¿Y por eso entra en mi casa a la fuerza?

—Pues sí, exactamente por eso. ¿Puede acceder a los datos sobre sus empleados?

Redzkow negó con la cabeza.

—Para eso tendríamos que ir a mi oficina. ¿Alguno de ellos se ha metido en un lío?

—No es el momento de hacer preguntas.

Trojan miró al hombre de arriba abajo. Su prominente barriga asomaba por encima de los calzoncillos y llevaba chanclas en los pies.

—Vístase y acompáñeme. ¡Rápido!

La furgoneta de una empresa de seguridad aparcó delante de la casa.

La alarma seguía sonando.

El tipo de los bóxers frunció el ceño.

Las oficinas de la Inmobiliaria Redzkow estaban situadas en un rascacielos de la Rudi-Dutschke-Strasse. Después de que el propietario de la empresa abriera varias puertas con la ayuda de una tarjeta, entraron en un ascensor de cristal que los dejó delante mismo de la puerta de las oficinas.

Trojan echó un vistazo al reloj. Eran las seis y veintitrés.

Redzkow se sentó en la silla de su despacho y puso en marcha el ordenador.

—¿Le importaría contarme de qué va todo esto?

—Estamos investigando una serie de asesinatos.

—¿Asesinatos?

—Dese prisa.

Redzkow arqueó las cejas.

—Por favor —añadió Trojan.

—¿Pretende inculpar a uno de mis empleados de un crimen?

—Las preguntas aquí las hago yo, ¿estamos?

—Ha irrumpido en mi casa un domingo de madrugada después de romper una ventana de una pedrada. ¿A usted le parece que son maneras?

—Haber abierto la puerta.

—Tengo el sueño muy profundo. Y mi mujer también.

—¿Ha terminado ya?

—Imagino que por lo menos podré presentar una queja, ¿no?

—Desde luego. Incluso le daré mi número de placa. Pero ahora dese un poco de brío, ¿de acuerdo?

Redzkow se lo quedó mirando un momento y a continuación se inclinó sobre el teclado de su ordenador.

—¿Cómo funciona lo de las llaves de los pisos que alquilan? —preguntó Trojan.

—¿A qué se refiere?

—Cuando tienen un piso en alquiler disponen de todas las llaves, ¿no? Del edificio, del piso en cuestión, del sótano…

—Al firmar el contrato las entregamos todas, naturalmente.

—Desde luego. Pero hacer una copia de las llaves sería coser y cantar.

Redzkow le dirigió una mirada ofendida.

—Le puedo asegurar que mis empleados tienen una actitud absolutamente escrupulosa y profesional con las llaves que se les confían.

—Cómo no.

El otro tecleó algo en el ordenador.

—¿Qué quiere saber?

—¿Quién alquiló los pisos de Wrangelstrasse 12, Fuldastrasse 50, Pflügerstrasse 76 y Mainzer Strasse 13? Todos ellos entre finales de 2009 y principios de 2010.

Redzkow introdujo los datos.

—Hace ya tiempo que no alquilamos ningún piso en la Mainzer Strasse. Es una zona demasiado miserable.

«Mierda», pensó Trojan. ¿Habría vuelto a seguir la pista equivocada?

Redzkow sacó unas gafas de un estuche, se las puso y miró la pantalla.

—Fíjate —murmuró después de una pausa—, resulta que alquilamos un piso en la Wrangelstrasse.

—¿Qué número?

—Doce.

—¿Cuándo fue eso?

—En febrero de 2010.

—¿Y el del 50 de la Fuldastrasse?

Redzkow tecleó algo y leyó de la pantalla.

—En septiembre de 2009.

—¿Y qué me dice del 76 de la Pflügerstrasse?

El tipo frunció el ceño y volvió a teclear. Entonces miró a Trojan.

—En enero de este año.

A Trojan le iba el corazón a cien.

Entonces se acercó al escritorio y echó un vistazo al monitor. En el archivo constaban direcciones y fechas, pero ningún nombre.

—¿Cómo se llama el empleado que se encargó de alquilar esos pisos?

Redzkow pulsó una combinación de teclas.

—Se lo digo enseguida.

En la pantalla apareció un nombre.

—Sí, es él. Matthias Leber.

Trojan soltó un bufido.

—Deme su dirección.

Pero Redzkow ladeó la cabeza.

—Creo que tenemos un problema.

Trojan entrecerró los ojos y lo fulminó con la mirada.

—No me salga ahora con lo de la protección de información confidencial ni rollos parecidos. Hay una vida humana en juego. Deme la dirección de Matthias Leber.

—Yo se la doy, pero… —El hombre se rascó la nuca—. No sé si le va a servir de mucho.

—¿Por qué?

El dueño de la inmobiliaria lo miró fijamente y entonces, con un hilo de voz, dijo:

—Porque ya no está con nosotros.

Trojan abrió la boca y la volvió a cerrar.

—¿Quiere decir que ya no trabaja en la empresa?

Pero Redzkow negó con la cabeza.

—No, quiero decir que está muerto. Matthias Leber murió a principios de este año.

VEINTIOCHO

Trojan lo miró, perplejo.

—¿Cómo murió?

—La verdad es que fue bastante sorprendente para todos. Nadie había notado nada extraño.

—Conteste de una vez, ¿cómo murió?

Redzkow soltó un suspiro.

—Se quitó la vida. De forma bastante bestia, por cierto. Se tiró de un puente, ni más ni menos.

Trojan se mordió el labio inferior.

—¿Cuándo sucedió eso exactamente?

—En marzo. A principios de marzo.

—¿En qué puente?

—El Elsenbrücke, en Treptow.

—¿Y se ahogó en el río?

—Creo que sí. Aunque al parecer antes ya se había desnucado. En todo caso lograron recuperarlo del fondo del Spree.

—¿Estaba casado?

Redzkow asintió con la cabeza.

—Deme la dirección de la viuda.

Trojan se dirigió a Südstern por la Körtestrasse. Llamó al piso de Cornelia Leber y ésta abrió enseguida. En un primer momento, Trojan se dijo que la mujer debía de ser una madrugadora empedernida, pero al mirarla a los ojos comprendió que sufría de insomnio.

Llevaba el pelo recogido e iba vestida de estricto luto.

La mujer lo invitó a pasar. El piso estaba minuciosamente ordenado. La mesa del desayuno estaba preparada y Trojan se dio cuenta de que estaba puesta para dos.

—¿Espera visita?

La mujer le dirigió una mirada vacía.

—Es para Matthias. Aún pongo la mesa para él. —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. ¿Qué desea saber, señor comisario? Es ya demasiado tarde, ya no hay forma de devolverle la vida… —dijo la mujer, negando con la cabeza.

—¿Su marido le habló alguna vez de unas llaves?

—¿Llaves? No.

—Su marido era agente de la propiedad.

—Sí, ¿y qué?

—Señora Leber, lamento tener que preguntarle esto, pero ¿le consta que su marido sacara copia de las llaves de los pisos que alquilaba?

—¿Para qué habría hecho algo así?

Trojan la miró a los ojos.

—Para poder entrar en los pisos después de que los inquilinos se hubieran mudado.

La mujer se cubrió la cara con las dos manos.

—¡No diga esas cosas! ¡Fuera de mi casa! No hable mal de él, Matthias era un buen hombre.

—Estoy investigando una serie de asesinatos. Y tres de las víctimas, todas ellas mujeres, vivían en pisos alquilados a través de su marido.

Cornelia Leber dejó caer las manos y se lo quedó mirando.

—Estoy segura de que Matthias no tuvo nada que ver —dijo con un susurro.

Trojan hizo un esfuerzo por conservar la calma.

—¿Por qué se quitó la vida, en su opinión? —le preguntó.

Cornelia Leber se sentó y movió una cucharilla con gesto ensimismado.

—No lo sé —dijo con voz apenas audible.

—¿Sufría de depresión?

La mujer se secó las lágrimas de las mejillas.

—Su muerte es aún un misterio para mí.

—¿Pudo tratarse de un accidente?

La mujer se encogió de hombros.

—En cualquier caso no estaba borracho. No le encontraron ni rastro de alcohol en la sangre.

—¿Observó algún cambio durante las semanas previas a su muerte?

La mujer estuvo inmóvil durante un buen rato y finalmente asintió con gesto débil.

—Estaba intranquilo, irritado. Le costaba dormir. Algunos días estaba desconsolado. Yo le preguntaba: «¿Qué sucede, Matthias?», pero él no contestaba.

La mujer se echó a llorar en silencio.

Trojan echó un vistazo a la sala.

—¿Dónde está su ordenador?

Cornelia Leber lo miró y frunció el ceño.

—No lo tengo.

A Trojan se le erizó el vello de la nuca.

—¿Cómo que no lo tiene?

—Ha desaparecido. A mí también me extrañó, no crea. Pero la noche en que… —La mujer tragó saliva—. La noche de la desgracia debió de llevarse también el portátil.

—A lo mejor está en su despacho.

Pero Cornelia Leber negó con la cabeza.

—Pregunté en la empresa y me entregaron todos sus efectos. Acompáñeme.

La mujer se levantó y condujo a Trojan a un estudio. También allí reinaba un orden escrupuloso. En el escritorio sólo había un bote con bolígrafos y una lámpara. Cornelia Leber señaló una caja de cartón que había junto a la mesa.

—Ahí está todo lo que me dieron.

Trojan revolvió el contenido de la caja. Había papeles sueltos y clasificadores, pero no encontró ninguna agenda.

—¿Qué día murió?

—El nueve de mayo —respondió la viuda con voz apagada.

Trojan examinó lo que había dentro de los clasificadores, básicamente bosquejos de planos y varias notas escritas a mano.

—¿Tenía su marido un disco duro externo?

La mujer negó con la cabeza.

—¿Algún dispositivo de almacenaje? ¿Un lápiz USB? ¿Cedés?

—Lo tenía todo dentro del portátil, se lo llevaba cada día al trabajo. Dentro de una bolsa en bandolera.

Trojan se pasó la mano por los cabellos.

Durante un instante pensó que iba a tener que rendirse, como si las investigaciones hubieran llegado a un punto muerto, pero entonces se le ocurrió algo.

—¿Cuál era la dirección de e-mail de su marido? —preguntó.

—Tenía dos, una privada y otra para el trabajo.

Trojan sacó papel y bolígrafo.

—Deme las dos.

La mujer le dio las direcciones y él tomó nota.

—Me llevaré sus papeles. Es posible que venga alguien a hacerle más preguntas: esté disponible. También puede ser que tengamos que registrar su casa.

—Pero ¿por qué?

Trojan no respondió, cogió la caja con todos los papeles y salió del piso.

Llamó a Landsberg desde el coche.

—Nils, maldita sea, ¿dónde te habías metido?

Trojan le contó lo que había averiguado.

—Tenemos que registrar a fondo las oficinas de la Inmobiliaria Redzkow. Y también el piso de Cornelia Leber, es posible que la mujer nos oculte algo.

—¿Has comprobado la coartada de Redzkow? —preguntó Landsberg.

—Aún no he tenido tiempo.

—De acuerdo, nosotros nos encargamos.

Landsberg le prometió que se darían prisa.

A continuación llamó a Stefanie y la puso al corriente de sus progresos.

—Necesito la autorización para acceder al servidor donde están almacenados los e-mails entrantes y salientes de Matthias Leber.

—Eso puede llevar un tiempo, los trabajadores de los servidores suelen ser bastante cabezotas.

—Pues en este caso tiene que ir rápido. Haz todo lo que puedas, pero lo necesito de inmediato. Los datos aún tienen que estar almacenados y seguro que nos revelan algo sobre su muerte.

Le dio las dos direcciones.

—De acuerdo, me pongo inmediatamente manos a la obra.

Trojan colgó y se masajeó las sienes.

Eran las siete y treinta y nueve del domingo por la mañana.

¿Qué le habría pasado a Jana?

No quería ni imaginar cómo debía de estar sufriendo en aquel preciso instante, si es que seguía viva.

Trojan hizo un esfuerzo para no perder los nervios.

Estudió el contenido de la caja pero no encontró nada relevante.

¿Dónde estaba la agenda de Leber?

La mayoría de los papeles contenían tan sólo abreviaciones y garabatos sin sentido.

Soltó un suspiro.

Entró en una panadería y se compró un cruasán y un café en un vaso de plástico. Volvió a meterse en el coche, tomó un trago de café y se escaldó la lengua. Mordió el cruasán y lo masticó sin hambre.

Pasó una hora. Harto de esperar, llamó a Landsberg, pero éste no respondió. Lo intentó con Gerber.

—Ronnie, ¿estáis ya en las oficinas de Redzkow?

—Sí.

—¿Y qué tal?

—Nils, esto es un desastre.

—¿Habéis comprobado ya la coartada de Redzkow?

—Sí, el tío está limpio. Además, asegura que no conservan ningún documento de Leber.

—Aquí hay algo que huele muy mal.

—Lo revolveremos todo y hablaremos con todos los empleados, no te preocupes.

Colgaron.

Trojan pegó un puñetazo en el volante.

Se preguntó qué podía hacer. Seguramente lo más sensato sería regresar a casa de la viuda y registrar el piso.

BOOK: La huella del pájaro
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