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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (29 page)

BOOK: La huella del pájaro
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Pero no lo conocían. No tenían ni idea de quién era realmente.

Era un as del disimulo.

Hasta que un día Matthias Leber había aparecido en su consulta.

—Mi mujer no puede saber que estoy aquí —fue lo primero que le dijo.

Poco a poco se había ido abriendo, le había contado sus fantasías, había confesado que en su trabajo de agente inmobiliario se había sorprendido a sí mismo adjudicando los pisos a las clientas más atractivas, sobre todo si eran rubias.

Le había confesado sus deseos de ejercer aquel poder.

Imaginaba qué sucedería si imponía condiciones a las que las mujeres tuvieran que amoldarse.

Le confesó que, cada vez con más frecuencia, concertaba citas a solas con las mujeres que querían alquilar un piso.

No les hacía nada, ni siquiera las tocaba.

Pero sus fantasías se acentuaban y lo atormentaban cada vez más.

Finalmente le había hablado de la prostituta. Se la había llevado a un piso vacío. Le había pedido que se pusiera una peluca rubia y actuara como si estuviera interesada en alquilar el piso.

Brotter había aguzado mucho las orejas: aquello le gustaba.

Leber dijo que no podía dejar de pensar en las mujeres a las que había alquilado algún piso. Se imaginaba cómo sería estar con ellas, en sus casas: mujeres solas y rubias.

Los psicólogos del comportamiento trabajan intuitivamente con símbolos. Así fue como a Brotter se le ocurrió proponerle algo muy sencillo.

—Señor Leber —le había dicho—, se me acaba de ocurrir una idea que puede ayudarlo a gestionar mejor sus fantasías.

—¿Sí?

—Haga copias de las llaves de los pisos.

—No, eso no puedo hacerlo. Está prohibido y penado.

—Pero es para un buen fin. Dejaremos las llaves aquí, en la consulta. Y usted podrá decidir si quiere tocarlas o no. Cada llave corresponde a una mujer, cada mujer una fuente de seducción. Y usted tiene el control sobre ello.

Brotter se rió. Incluso había elegido una cajita especial.

Leber era obediente. Metió las llaves en la cajita y le reveló los nombres y direcciones correspondientes.

Brotter no tenía más que sacar una llave de la caja y preguntarle a su paciente:

—Cuénteme, ¿qué aspecto tiene ésta?

—Morena.

«No me interesa».

Entonces sacó la siguiente llave.

—¿Y ésta?

—Rubia.

—¿Cómo de rubia?

—Tiene una melena larga y rubísima.

—¿Y dónde vive, señor Leber?

—En la Wrangelstrasse 12.

—¿Cómo se llama?

—Coralie Schendel.

—¿Y ésta?

—Melanie Halldörfer. Tiene una hija encantadora.

«Mmm, delicioso».

—Está en su mano, señor Leber. ¿Quiere volver a guardar las llaves en la caja?

—Sí, por favor.

Aquel jueguecito los tuvo entretenidos durante un buen tiempo.

A su debido momento le había hecho otra propuesta.

—¿Sabe qué, señor Leber? Creo que ha llegado el momento. Deshágase de las llaves, líbrese de sus fantasías. Nos encontraremos en un puente y usted lanzará las llaves al Spree. Un acto simbólico, ¿comprende, señor Leber?

Y Leber accedió. Confiaba en su psicólogo, al fin y al cabo estaba ahí para ayudarlo.

Con una sonrisa, Brotter añadió otro cabello al abrigo.

Su paciente se había presentado puntualmente al puente peatonal que conectaba con Stralau, donde se habían citado a primera hora de la noche.

Durante la última sesión, Leber le había dicho que acudiría a la cita directamente después de reunirse con un cliente. Así Brotter podía estar seguro de que llevaría consigo su ordenador y su agenda: siempre existía la posibilidad de que hubiera anotado algo sobre su terapeuta.

—Espere, señor Leber, permítame que le sujete la bolsa, así podrá lanzar mejor la caja.

Leber le había entregado la bolsa con el ordenador y Brotter le había entregado las llaves.

Leber les había echado un vistazo.

Eran otras llaves, pero Leber no tenía por qué saberlo. Al fin y al cabo se trataba tan sólo de un acto simbólico.

El símbolo de su liberación.

La barandilla era baja.

A Brotter le bastó con un leve empujoncito.

Debajo estaban las vigas metálicas que sujetaban el puente, en las que Leber se golpeó la cabeza, tal como Brotter había previsto.

Y luego se ahogó en el Spree.

«Adiós para siempre, señor Leber», se dijo.

Brotter cosió el siguiente pelo negro en el abrigo.

—El pelo de tu paciente —dijo en voz alta.

«Franka Wiese», se dijo. Su chaqueta estaba colgada en la sala de espera de la consulta. Mientras la mujer le contaba a Jana sus miedos, él había metido mano en su bolso, había sacado las llaves de su casa y creado un molde de cera.

—Pobrecita Franka, siempre tan miedosa —dijo.

Y qué fácil y al mismo tiempo efectivo había sido disfrazarse de mensajero y rellenar el cerrojo de Gesine Bender de cera mientras le entregaba el paquete.

—Pobre Michaela.

Miró hacia la mujer que estaba sentada en la butaca.

—¿Me oyes, Jana?

Brotter aún estaba encantado con su idea de colocar un pequeño micrófono en la máscara y conectarlo a un distorsionador de voz oculto debajo de la ropa.

No sólo no lo había reconocido, sino que ¡cómo se había asustado!

Y en el improbable caso de que aquel comisario lo encontrara, le tenía reservada una sorpresita. Nils Trojan, menudo fanfarrón, cómo se había hinchado delante de las cámaras de televisión.

Brotter soltó una carcajada.

Siempre había ido un paso por delante de aquel estúpido comisario. Y qué placer le producía imaginarlo en los escenarios de sus crímenes, pálido ante otra mujer mutilada y sin pelo.

—¡También tú vas a morir, Trojan! —exclamó.

A Jana le temblaron los párpados.

Qué ganas de que llegara la noche.

Qué placer imaginar lo que tenía planeado para ella.

Esta vez se tomaría más tiempo.

Mucho más tiempo.

TREINTA Y DOS

Trojan se apoyó en un árbol y vomitó los restos a medio digerir de su cruasán. Entonces se limpió la boca y se obligó a respirar hondo.

Se metió en el coche.

La cabeza. La imagen acudió de nuevo a su mente y se le revolvió una vez más el estómago.

La cara de Jana se mezcló con esa imagen; Trojan no estaba seguro de que no fuera…

No fue capaz de seguir el hilo de aquel pensamiento hasta el final.

Mientras buscaba en vano un paquete de chicles en la guantera, sus ojos se posaron en el retrovisor del coche.

En el asiento trasero aún estaba el portátil de Jana.

Lo cogió y lo puso en marcha.

Le echó un vistazo a sus archivos. En una carpeta encontró una foto suya. Pasó mucho rato contemplándola. Estaba de pie ante un castaño en flor, sonriendo a la cámara. Los rayos del sol caían oblicuos y le incendiaban el pelo rubio.

No podía rendirse.

«Concéntrate —pensó—, busca un punto de partida».

En aquel momento se abrió la puerta del coche y Landsberg se sentó en el asiento del acompañante.

—Enseguida estoy con vosotros —murmuró Trojan.

—Tranquilo, Nils, tómate tu tiempo.

Pasaron un rato en silencio.

Landsberg miró la foto de la pantalla.

—Es ella, ¿no?

Trojan asintió con la cabeza.

—Holbrecht ha estado en su piso y ha encontrado una foto suya. También hemos mandado la foto de la orden de búsqueda y captura de Brotter a todas las comisarías. Es una orden federal, llegará a todas partes.

—Hace unas horas estaba aquí.

—¿Cuándo ha sido eso exactamente?

—Cuando quería entrar por la fuerza en la consulta, sobre la una.

—Pues parece que ella no ha estado en el piso, de momento no hemos encontrado ni rastro de ella. Ni pelo, ni sangre, nada.

—A las diez de la noche salió del piso de Franka Wiese con ella.

—La testigo de la Mainzer Strasse lo ha identificado en la fotografía de las diligencias. No ha sido necesario realizar el retrato robot.

—Tiene que haberla trasladado de la Mainzer Strasse a algún lugar secreto y luego ha vuelto aquí y me ha abierto la puerta a la una.

—Muy hábil por su parte, así ha atajado cualquier tipo de sospecha.

—Imagínatelo, he estado hablando con este cabronazo. Y el tío como si nada. Incluso le he preguntado por las pacientes rubias de Jana.

Landsberg se llevó un cigarrillo a la boca.

—Aquí dentro no, Hilmar, por favor.

—¿Cómo?

—Que no fumes.

Landsberg suspiró.

—De acuerdo.

—¿Qué dice Semmler?

—Según sus cálculos, la cabeza llevaba por lo menos un año en el congelador.

Trojan respiró hondo.

—No es la cabeza de Jana, Nils. ¿Creías que lo era?

—No lo sé, me ha venido una imagen a la mente…

—La encontraremos —murmuró Landsberg.

Estuvieron un rato más en silencio. Finalmente Landsberg se sacó el mechero del bolsillo.

—Tengo que subir y seguir trabajando.

—Yo voy ahora mismo —dijo Trojan.

Landsberg salió del coche y se encendió el cigarrillo.

Le dirigió una última mirada a Trojan, pegó unos golpecitos sobre el techo del coche, dio media vuelta y se marchó. Trojan lo vio cruzar el cordón policial y volver a entrar en el número 34.

Trojan echó un último vistazo a la foto, la cerró y abrió el gestor de correo. Hizo clic en la bandeja de entrada.

En enero había recibido un breve correo de Brotter.

Jana:

¿Puedes decirme algo sobre el artículo de Riemann antes de mañana?

Tengo que proponerle algo a una paciente.

G.

Trojan fue revisando los e-mails retrospectivamente. Por suerte Jana no los había borrado.

En noviembre de 2009 había recibido otro mensaje corto de Brotter.

Jana:

Gracias por la referencia sobre el congreso.

Mi paranoica me lo agradecerá.

G.

Trojan revisó por encima los mails anteriores. Se remontaban a la primavera de 2009.

En junio, Brotter le había escrito un mensaje más largo.

Jana:

Por fin ha llegado el calor y uno podría incluso fantasear con la posibilidad de desperezarse al sol. Aunque en realidad yo tengo la piel sensible y me tengo que poner mucha protección. Cremas y demás. Lo que me alegra es que la gente de la calle haya recuperado la sonrisa. ¿Iremos a tomar otro helado? Ya sé, ya sé que estás con el agua al cuello, ambiciosa J. Mira, me solidarizaré contigo y bajaré a darme un chapuzón cerca del Badeschiff (también eso es un problema para mí).

G.

En mayo de 2009 había recibido otro mensaje corto de Brotter.

Jana:

Me ha gustado mucho tomarme otro café contigo. Gracias.

G.

«Le estuvo tirando la caña —pensó Trojan—. El muy cerdo se la quería ligar».

Trojan revisó una vez más todos los mensajes entrantes pero no encontró nada más que le pareciera relevante. Entonces abrió la carpeta de mensajes enviados para comprobar qué le había contestado Jana, pero el programa conservaba tan sólo los mensajes de las últimas tres semanas, entre los que no había rastro de Brotter.

Trojan cerró el ordenador y se quedó mirando la calle.

Como de costumbre, ante el cordón policial se había reunido ya un grupo de mirones.

Un técnico forense vestido con un mono amarillo sacó una bolsa de plástico de la casa.

Trojan se concentró.

Notó un cosquilleo en el vientre, pero no comprendió por qué.

Finalmente salió del coche y volvió a subir al piso de Brotter.

Quería empaparse de la situación, ponerse en el lugar de Brotter.

Debía penetrar en su psique enferma.

Las siguientes horas le parecieron a Trojan las más angustiantes de su vida. Entretanto, el departamento técnico forense había informado de que la cabeza correspondía a una mujer de aproximadamente veinticinco años que con toda probabilidad llevaba muerta no menos de dos años. Habían empezado ya a peinar la base de datos en busca de un cuerpo cuya cabeza no se hubiera encontrado y que encajara con la información de la que disponían, aunque seguramente los resultados se harían esperar.

Eran ya las cinco de la tarde cuando Landsberg convocó una reunión con todo el equipo para poner en común las averiguaciones. Sin embargo, a medida que avanzaba el día iba creciendo la apatía de Trojan. Una y otra vez, había intentado hacer un esfuerzo mental para unir los diversos cabos sueltos, pero no tenía ni idea de por dónde debían empezar a buscar a Jana. Tampoco los controles policiales en las calles de la ciudad y en sus vías de acceso habían dado de momento resultado alguno.

Estaban en contacto permanente con varias agencias federales.

—¿Nils?

Trojan se encogió casi imperceptiblemente.

—Disculpa.

—¿Cuál es tu opinión?

Cogió aire.

—Si sigue con vida, Brotter la retiene oculta en algún lugar de Berlín. No se arriesgaría a otro cambio de ubicación. Por la noche no ha dispuesto de demasiado tiempo, por lo que yo limitaría las posibilidades a un radio de unos veinte kilómetros, calculados desde la Mainzer Strasse, donde desapareció sobre las diez. Tuvo tres horas para esconderla y para luego encontrarme en la Crellestrasse.

—Vale, veinte kilómetros los tenemos ya cubiertos. Hemos reforzado las unidades y los controles policiales. ¿Qué más?

Trojan se pasó la mano por el pelo.

—Veinticuatro horas —dijo en voz baja—, no va a mantenerla con vida más tiempo que eso. Las primeras horas de la noche son su momento, entre las ocho y las ocho y media. Sospecho que quiere torturarla de forma especial, durante más tiempo que las demás. Es la única forma de explicar el secuestro.

Todos los presentes permanecieron un momento en silencio.

Si sus cálculos eran correctos, no les quedaban más de tres horas.

—Pero ¿por qué precisamente a ella? —preguntó Stefanie.

—Comparten despacho —respondió Trojan con un hilo de voz—. Las demás mujeres se le parecen, pero su obsesión es ella.

Entonces Holbrecht pidió la palabra.

Dio todo tipo de detalles sobre los movimientos de la cuenta corriente de Brotter y aseguró que algunas de las transferencias le parecían sospechosas. Ya se había puesto en contacto con la entidad bancaria de Brotter y había obtenido los nombres de los titulares de las cuentas a las que realizaba más movimientos. Empezó a leer la lista, pero Trojan lo interrumpió con malas maneras.

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