Read La huella del pájaro Online

Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (8 page)

BOOK: La huella del pájaro
6.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Tenía prohibido tocar las muñecas Barbie, pero no podía evitar admirarlas.

Al cabo de tres horas, Berenice las metió en una caja ante sus ojos. Cómo le habría gustado a Lene peinarles el pelo.

Berenice se levantó y le dijo:

—Ven.

Lene hizo lo que le decía, como había estado haciendo toda la tarde.

La madre de Berenice estaba en la sala, hojeando una revista.

—Lene se tiene que ir —anunció Berenice.

—Ah —dijo la madre.

—No es verdad —protestó Lene en voz baja.

Berenice la miró fijamente, con ojos centelleantes.

—Que sí, que te tienes que ir.

Tal vez fuera la última vez que podía ir a su casa a jugar, la última vez que la reñía y le daba órdenes. Quizá era el último día en que tenía una amiga.

Berenice puso los brazos en jarras y dijo:

—Te están esperando en casa.

«No es verdad», quiso protestar Lene, pero no dijo nada.

—¿Vendrán a buscarte? —preguntó la madre de Berenice.

Lene negó con la cabeza.

—¿Encontrarás el camino tú sola?

Lene dijo que sí.

—Hoy tenemos muslitos de pollo para cenar —dijo Berenice. Lene lo entendió perfectamente: ella no podía comer muslitos de pollo, habría sido demasiado bonito—. Mi madre prepara los muslos de pollo con salsa de cacahuete.

—La salsa de cacahuete no me gusta —respondió Lene, aunque no era verdad.

Volvió a casa caminando con pasos largos. No podía pisar las grietas entre las baldosas de la acera.

Interrumpió su juego una vez para ir a echar un vistazo a la tienda de la esquina y comprobar si aún tenían las gominolas enroscadas que tanto le gustaban. Seguían allí, pero aún costaban treinta céntimos. Eran demasiado caras.

Siguió caminando.

Poco antes de llegar a su casa, en la Fuldastrasse, pisó una grieta intencionadamente.

«Quemada en la hoguera», se dijo.

Contó los peldaños de la escalera hasta la puerta de su casa y se equivocó a propósito, de modo que no le salieron sesenta y ocho, sino sesenta y siete. A veces ocurrían milagros.

Abrió la puerta, entró en el piso y estaba ya a punto de llamar a su madre cuando se le cortó el aliento.

Encima de la alfombra del pasillo había algo.

La miraba con unos ojillos diminutos.

Después de colgar, se quedó un rato junto al teléfono, con los hombros hundidos. Finalmente se obligó a levantarse, hizo una pelota con la camisa azul marino y se puso una camiseta negra con el cuello de pico. En realidad prefería las camisetas a las camisas. Decidió cambiar los tejanos negros por los azules gastados. Se miró por última vez en el espejo y se pasó las manos por el pelo corto y erizado, y por las sienes entrecanas.

«¿Soy un mal padre? —se preguntó—. Basta con que te llame tu hija en el peor momento posible para que te dé un ataque de mala conciencia».

Cogió la chaqueta y salió corriendo del piso, bajó los escalones de dos en dos y agachó la cabeza al pasar ante la puerta de Doro.

Montó en la bicicleta y arrancó en dirección a Südstern, recorrió la Bergmannstrasse, tomó Mehringdamm y dejó atrás la Osteria y el Viktoriapark.

«La Osteria sería un buen plan», pensó. Aunque al principio la velada se pareciera más a una visita, tras una hora de terapia con un matiz de flirteo podía sugerir ir a comer algo allí.

Pero no, la Osteria estaba demasiado lejos de la consulta, sería una propuesta estratégicamente equivocada.

Aunque, pensándolo mejor, estaba justo a medio camino entre la consulta y su casa. A lo mejor después de todo no era tan mala idea.

«Tranquilo, tómatelo con calma», se dijo. Cruzó las vías del tren por el Monumentenbrücke y echó un vistazo a los rascacielos de Potsdamer Platz, que relucían bajo la luz rojiza del crepúsculo.

Había llegado ya a Schöneberg.

Cruzó el Langenscheidtsbrücke, giró y tomó la Crellestrasse. Se preguntó si el Toronto, situado a pocos metros de allí, no ofrecería también un lugar tranquilo donde intentar una aproximación con la ayuda de una copa de vino.

Se detuvo ante el número treinta y cuatro.

En el aire de mayo, limpio y cargado de promesas, se insinuaba ya un atisbo de verano.

El corazón le latía con fuerza. «Es tan sólo una visita —se dijo—, nada más que una visita».

Le puso el candado a la bicicleta y llamó al timbre. Al momento se oyó un zumbido y entró.

Subió por la escalera hacia la consulta de la doctora y ésta le abrió la puerta.

—Ha llegado, señor Trojan, y con sólo un pequeño retraso —le dijo, y lo invitó a pasar.

Él respiró hondo.

—Mi último paciente del día —añadió la doctora con una sonrisa.

La piel era blanca.

¿Se llamaba piel también en los pájaros?

Piel de gallina, piel de pájaro. Lene se rascó los brazos con las manos, le picaban.

El pájaro no tenía barriga. Donde debería estar la barriga había tan sólo un agujero y del interior manaba algo rojo.

Lene se quedó un rato en silencio, frotándose los brazos con la espalda curvada.

Era asqueroso, pero no podía dejarse dominar por el asco. A lo mejor podía ayudar al pájaro, a lo mejor todavía estaba vivo y podía ponerle una venda, como solía hacer con
Jo
cuando se quejaba de dolor.

Lene se agachó y cogió el pájaro.

«Pobrecito pajarito, ¿qué te ha pasado?», pensó.

Entonces oyó un ruido, como un chasquido.

Venía del cuarto de su madre.

—¿Mamá?

Acercó el pájaro a su cuerpo; estaba muerto, Lene sabía que estaba muerto, pero si imaginaba con todas sus fuerzas que aún estaba vivo a lo mejor aún podía hacerlo volar una vez más, aunque sólo fuera en su fantasía.

—¿Mamá?

Pero la pregunta se le atragantó.

Se acercó a la puerta.

Con una mano presionó el pájaro muerto contra el pecho, mientras con la otra abría la puerta.

Su madre estaba tendida en la cama. Desnuda. Encima de ella había una figura.

Lene se fijó en los pies de la madre, se concentró en los pies para no tener que mirar el resto.

Había algo raro en aquellos pies.

Estaban demasiado rígidos.

¿Qué hacía su madre? ¿Estaba durmiendo?

Volvió a oír el chasquido.

Parecían unas tijeras.

Era la figura que había encima de su madre: llevaba unas tijeras en la mano.

Lene quiso gritar, pero no le salió la voz.

Entonces la figura se volvió hacia ella.

Su cara no era humana. Y algo sobresalía de la figura.

Era puntiagudo y largo.

Finalmente, Lene fue capaz de moverse. Dio media vuelta y echó a correr.

Oyó un aliento a su espalda y de repente notó un penetrante dolor en el hombro.

Gritó.

Llegó a la puerta del piso y la abrió.

Salió al rellano. Al llegar a la escalera tropezó.

Todo giró a su alrededor.

Cayó.

Sus gritos resonaron en la escalera, agudos y estridentes.

SEGUNDA PARTE
SIETE

Estaba sentada ante él, en el sillón de piel, con las piernas cruzadas. Llevaba un vestido más corto que nunca y le dirigía una sonrisa seductora y hermosa.

Trojan carraspeó.

—¿Y bien? —preguntó ella—. ¿Cómo le va hoy?

Él no dijo nada.

Ella juntó las manos encima del regazo y esperó.

Trojan suspiró.

—Hoy no soy su paciente.

Ella lo miró.

—Ahora mismo la terapia me da igual. Pero me alegro de estar aquí.

La doctora sonrió.

—Eso está bien.

—¿Y usted? ¿Se alegra?

Ella arqueó las cejas pero no contestó.

—¿Se alegra de que esté aquí?

—Sí, claro. Habíamos concertado la visita.

—El viernes a las ocho, sí.

Hubo una pausa. La doctora Michels lo miró sin decir nada y Trojan respiró hondo.

—Cuando vengo a su consulta tengo que hablar siempre de mí, pero hay varias cosas que me gustaría preguntarle.

—¿Qué cosas?

—Por ejemplo, cómo lo soporta. Toda esta gente acude a verla con sus historias y vacía toda su basura emocional ante usted. ¿No le resulta desesperante?

—Para eso está la supervisión.

—¿Qué es eso?

—Periódicamente me reúno con otro psicólogo y comentamos los casos que me preocupan, o en los que no consigo avanzar.

—Pero es algo fundamentalmente profesional.

La doctora se rió.

—¿A qué se refiere?

—Cuando llegas a casa, las paredes te reciben en silencio.

—¿Se refiere a usted, señor Trojan?

—No, a usted.

—Ah, lo digo porque me ha tuteado.

—¿Creía que estaba usando un tú abstracto?

—Sí.

—Pues no, era un tú asociativo. Tú y yo.

«Pero ¿qué estoy diciendo? —pensó—. Es una visita, nada más que una visita, aunque ¿por qué me sonríe así?»

—Uno puede quedar con amigos —dijo ella en voz baja.

—Sí, amigos. Pero la última vez lo dijo de forma muy poética: existe ese defecto, a veces uno no tiene a nadie con quien compartirlo todo…

Se calló.

«Dios mío —pensó—, ¿por qué no puedo preguntarle simplemente si vive sola? ¿Por qué es tan difícil con las psicólogas?»

—A lo mejor soy un romántico.

—Sí, podría ser.

Ella lo miró fijamente a los ojos y Trojan notó un cosquilleo en el estómago.

«¿Y si hoy es mi día de suerte? —pensó—. Le propondré que interrumpamos la terapia para que pueda quedar conmigo sin escrúpulos profesionales».

—Pero ¿y su ex esposa? Creo que…

La mención de Friederike en aquel momento le sentó como una bofetada. Trojan se sobresaltó en su fuero interno.

—No me malinterprete, pero realmente tengo la sensación de que la separación le causó un gran sufrimiento y que sigue sufriendo.

—No, qué va, todo eso pasó ya hace tiempo.

La doctora llevaba otra vez el pelo recogido; le gustaba. Durante un momento imaginó cómo sería alargar la mano y soltarle la cabellera.

—No, en serio, eso está superado. Acudía a verla por los ataques de pánico, pero eso también se solucionará. —«Todo se solucionará», pensó—. Usted parte con ventaja —dijo finalmente.

—¿Ventaja?

—Sí, yo le he contado muchas cosas de mí. Es injusto, ¿no cree?

—¿Injusto? ¿En qué sentido?

—Pues que usted lo sabe todo sobre mí, y yo en cambio no sé nada sobre usted.

—La terapia funciona así.

—Por eso le he dicho antes que hoy no soy su paciente.

—Y entonces, ¿qué es?

Trojan contuvo el aliento y, de repente, preguntó:

—¿Vive sola?

La doctora no respondió, pero su sonrisa no se desvaneció.

—¿Vive en Schöneberg? Déjeme adivinarlo. ¿Vive cerca de aquí? Intento imaginarme cómo ha decorado su casa.

Ella se rió y dijo:

—¿En serio?

—Veo muchas almohadas y telas de colores.

La doctora Michels soltó una carcajada.

—¿Telas?

—Y tiene una alfombra de flecos, como quizá tenía de niña. Nosotros teníamos una en casa y cuando mis padres no estaban yo me la llevaba a mi cuarto.

Trojan recordó cómo de niño se echaba en la alfombra, se hundía en ella y se alejaba flotando, en sueños.

—Hábleme de ello. Hábleme de aquel niño en su alfombra de flecos.

Fue entonces cuando el móvil empezó a vibrarle en el bolsillo.

Lo primero que pensó fue: «No lo cojas, ahora no». Pero tenía la obligación de estar localizable.

Ella pareció percatarse de su cambio de expresión.

—¿Pasa algo?

Trojan sacó lentamente el móvil del bolsillo.

—Es sólo…

Ambos observaron la pantalla iluminada.

—Discúlpeme un segundo. Podría ser del trabajo.

Se levantó y salió de la habitación.

En el pasillo pulsó la tecla verde.

Fue una conversación muy breve.

Cuando volvió a entrar, Jana Michels tenía el ceño fruncido.

—Señor Trojan, en realidad debería apagar el móvil durante las sesiones.

—Ya lo sé, pero a veces es inevitable.

—¿Qué ha pasado? Está pálido.

—Lo siento, pero tengo que irme.

—¿Es algo grave?

Trojan no dijo nada.

—¿Un asesinato?

Él asintió con la cabeza. Ella lo miró fijamente.

Entonces Trojan le estrechó la mano a modo de despedida.

«Es sólo una visita», pensó.

Quisieron enviarle un coche, pero él prefirió ir en bicicleta.

Tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo, valiosos segundos, desde que Jana Michels lo había acompañado hasta la puerta de la consulta y, finalmente, con una leve sonrisa en los labios, le había dicho: «Bueno, váyase de una vez».

Trojan jadeó. Dejó atrás Viktoriapark, la Osteria y la zona de Bergmannstrasse, y pronto llegó al parque de Hasenheide. La Fuldastrasse no quedaba lejos de Hermannplatz.

El asesino estaba cerca de allí.

Por teléfono, Gerber le había contado que una niña lo había visto.

El asesino vivía en aquel barrio.

Trojan no tenía tiempo que perder.

Aceleró, esquivó varios peatones en un semáforo, atravesó la Pannierstrasse a toda velocidad y un coche pegó un frenazo ante él.

Siguió pedaleando, alguien hizo sonar un claxon a sus espaldas, con exasperación.

A Trojan le ardían los pulmones.

Ya a lo lejos, atisbó las luces estroboscópicas azules de los coches patrulla y la cinta policial que acordonaba la casa de la Fuldastrasse, ante la cual se había reunido un grupo de curiosos.

Bajó de la bicicleta, la ató a una farola, se detuvo un momento a recuperar el aliento, sacó su acreditación policial y lo dejaron pasar.

La escalera estaba iluminada. Oyó el crepitar de las radios, las lacónicas voces de los agentes y el griterío confuso de los vecinos.

La puerta de la vivienda del cuarto piso estaba abierta de par en par.

Los colegas de su equipo llevaban ya bastante tiempo allí.

Gerber salió a recibirlo.

—Ha vuelto a atacar —dijo en voz baja—. Estamos bastante seguros de que es obra de la misma persona.

Trojan aún no había recobrado el aliento.

—¿Estás preparado?

En lugar de responder se secó el sudor de la frente.

—Ven conmigo.

Gerber lo acompañó al dormitorio.

La mujer yacía en la cama, desnuda, con los brazos extendidos hacia arriba y las piernas estiradas. Tenía la cabeza cubierta de cortes y le faltaba el pelo de la mitad izquierda. En la mitad derecha, los mechones rubios le caían sobre la cara.

BOOK: La huella del pájaro
6.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Continental Divide by Dyanne Davis
Thunder by Anthony Bellaleigh
Surreptitious (London) by Breeze, Danielle
The Silver Lotus by Thomas Steinbeck
Zoey (I Dare You Book 2) by Jennifer Labelle
Billionaire Games by Maddox, Sylvia
Nothing Lasts Forever by Roderick Thorpe
Savage: A Bad Boy Fighter Romance by Isabella Starling, Marci Fawn