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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (3 page)

BOOK: La huella del pájaro
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Levantó las manos y se tambaleó hacia atrás. Aquella cosa le dio en la cara.

Soltó un grito y se encorvó.

Cuando logró más o menos recuperar la compostura, vio el pajarillo rojo que revoloteaba por la habitación. El animal golpeó en el techo, luego contra la pared y finalmente se posó en la cortina.

Coralie volvió a gritar, un estridente grito de terror. El pájaro volvió a revolotear.

Ella gritó una vez más.

El animal cruzó erráticamente el cuarto, batiendo las alas. Coralie salió precipitadamente al pasillo y cerró la puerta de golpe tras de sí.

Se estremeció, temblorosa.

Muy lentamente, empezó a calmarse.

Sólo era un pájaro. Le dio otro escalofrío, el animal le había tocado la cara.

«Tranquila —se dijo—, no pasa nada». Seguramente habría entrado por la ventana.

Pero ¿no la había cerrado antes de salir hacia el trabajo? Era lo que hacía siempre.

Tras la puerta se oía aquel aleteo frenético, agitado, casi demencial.

Tenía que volver a entrar, hacer de tripas corazón y perseguir al animalillo.

Estuvo aún un buen rato inmóvil en el pasillo, incapaz de hacer nada.

Finalmente se obligó a actuar, fue a la cocina y cogió un trapo.

Lo sostuvo ante sí, como si de un arma se tratara, mientras se acercaba paso a paso a la puerta del dormitorio.

«No es más que un pájaro —pensó—, un pajarillo con plumas rojas en el vientre».

Nunca había visto un pájaro así en la calle.

Contuvo el aliento.

Quedaban tan sólo dos pasos hasta la puerta.

Aunque aún era lo bastante pronto como para ir a comprar al supermercado, Trojan se dirigió por mera costumbre al colmado de la esquina de la Forsterstrasse, cogió un paquete de espaguetis y una lata de tomate triturado y se metió tres botellas de cerveza bajo los brazos.

En la caja, como siempre con su bata gris, estaba Cem, que como de costumbre miraba un programa turco en su pequeño televisor.

—¿Todo bien, jefe?

Era su saludo estándar para los clientes habituales, Trojan lo había oído ya más de un millar de veces.

—Todo bien. ¿Y tú qué tal?

—Tirando.

Trojan le tendió el dinero y Cem abrió la caja.

—Trabajando, ya sabes, como siempre.

—¿Nunca te tomas unas vacaciones, Cem?

—No puedo hacer vacaciones, jefe, ya sabes, hay que trabajar. El trabajo es importante. Mira a mis hijos, siempre perdiendo el tiempo y pensando en tonterías, en mujeres o en comprarse un móvil nuevo, pero cuando les digo que me ayuden en la tienda siempre menean la cabeza. Soy demasiado bonachón, jefe, ya sabes…

Trojan se guardó lo que había comprado en la mochila, se despidió haciendo un gesto con la cabeza y salió del establecimiento.

Empujó la bici por el Landwehrkanal, estuvo un rato mirando a los grupos de gente que jugaban a los bolos y luego se tendió en el parque, a disfrutar de los últimos rayos de sol. Volvió a casa cuando el hambre se le hizo insoportable.

Subió por la escalera y se detuvo un momento ante la puerta de Doro, indeciso, pero finalmente prosiguió su camino hasta el cuarto piso.

Su piso estaba silencioso, demasiado silencioso. Con un suspiro, se echó en la cama de Emily. Tenía que llamar a su hija y quedar con ella; la última vez había tenido que cancelar la cita por culpa de una detención inaplazable en un caso de asesinato. Sabía que ella no se lo había tomado demasiado bien y que su madre tampoco se había mostrado entusiasmada.

Entró en la cocina, llenó un cazo con agua y lo colocó encima del fuego. Abrió la primera cerveza y dio un trago directamente de la botella.

«Ánimo, chaval», se dijo mientras abría el paquete de espaguetis.

Entonces encendió la vela de la mesa de la cocina para no volver a comer delante del televisor.

El pájaro se había posado encima de la alfombra. Había excrementos por todas partes. Coralie se acercó al animal, que volvió la cabeza, asustado, y empezó a hablar con él, aunque en realidad lo que quería era tranquilizarse un poco ella misma. De pronto, el pájaro echó de nuevo a volar. Lo que más la asustaba era aquel aleteo frenético. Se acercó a la ventana y la abrió de par en par.

Persiguiéndolo y agitando el paño de cocina, intentó empujar al pájaro hacia la libertad, pero éste chocó contra la pared y se posó sobre su cama. Coralie vio con repugnancia cómo el pájaro se cagaba encima de su almohada.

—Lárgate, lárgate de una vez —dijo entre dientes, agitando el trapo.

Pero el pájaro salió volando hacia ella y la obligó a apartarse de en medio con un grito. Revoloteó por toda la habitación y se posó en la barra de la cortina.

—Largo, largo —masculló, mientras se preparaba para azotarlo con el trapo. Una vez más tuvo que soportar aquel aleteo, aquel sonido que la ponía histérica, los intentos desesperados del animal por huir y el zumbido sobre su cabeza.

Finalmente, el pájaro se detuvo en el alféizar de la ventana.

—Eso es —susurró ella—, pírate, vamos, fuera. —Agitó el paño y el animal agachó la cabeza—. Sal de una vez.

El animal se encogió. Ella se le acercó un paso y se dijo que ojalá no echara a volar en la dirección equivocada.

—Fuera.

Una última sacudida con el trapo y, por fin, el pájaro salió volando.

Menos mal.

Coralie cerró la ventana a toda prisa.

Respiraba pesadamente, emitía sonidos inarticulados, y de pronto se quedó helada. La ventana del cuarto estaba cerrada a su llegada. ¿Cómo había logrado entrar el pájaro?

Notó cómo se ponía pálida y por un momento estuvo a punto de desmayarse. Cerró los ojos e intentó no sucumbir al mareo.

A continuación recorrió todo el piso, comprobando cada ventana.

Soltó un jadeo. Todas las ventanas estaban cerradas.

«Tranquila, tranquila», pensó. Seguro que había una explicación, el pájaro tenía que haberse colado por alguna parte, aunque ¿por dónde?

Debía de tratarse de un error, seguramente había perdido los nervios.

Pero ya fue incapaz de sacudirse la duda de encima.

Pasó aún un buen rato en la calle, contemplando la ventana. No se marchó hasta que ella cerró las cortinas y le bloqueó la visión.

No pudo reprimir una sonrisa.

Su baile histérico con el pájaro le había gustado.

Era una pena que hubiera terminado tan rápido.

Pero podía pasar toda la noche rememorando la escena, una y otra vez.

Y pensando en todo lo que planeaba hacer con ella.

DOS

Trojan estaba sentado en la sala de espera, observando el cuadro de la pared. Éste estaba compuesto por colores entremezclados, lazos y nudos, en un trémolo casi musical: le parecía poder oír los colores, sonidos oscuros, hermosos y cálidos.

Intentó relajarse.

Se secó la mano derecha en la pernera del pantalón. Cuando se la diera a Jana Michels tenía que estar seca. Aquel estado nervioso le resultaba desagradable, pero lo experimentaba cada vez justo antes de una sesión, ya de camino hacia la consulta. Le habría abierto la puerta el psicólogo con el que la doctora Michels compartía despacho, un tipo algo tímido. En aquel momento, éste abrió la puerta de la consulta e invitó a una paciente a entrar.

Trojan volvió la cabeza, no quería que lo vieran allí. Los dos desaparecieron en la sala contigua y él se quedó esperando.

Entonces, finalmente, apareció ella. Trojan reconoció sus pasos en el pasillo y al momento la tuvo ante él, sonriendo.

—Hola, señor Trojan.

—Hola.

Se levantó y le dio la mano.

La doctora estaba magnífica, llevaba un vestido de un color entre rojo y terroso, y el pelo recogido en un moño, de modo que Trojan pudo lanzarle una mirada furtiva a la nuca.

La doctora Michels lo acompañó hasta la sala del fondo del pasillo, donde él se sentó en uno de los dos sillones de piel. Ella ocupó una de las sillas del escritorio y, como de costumbre, escribió algo en su portátil. Tardó un rato, probablemente estuviera anotando algo en su historial y Trojan no pudo evitar preguntarse de qué se trataría, qué diagnóstico debía de estarle asignando, o si era tan sólo una táctica de la doctora para marcar las distancias necesarias para poder hacer su trabajo.

Mentalmente ordenó las palabras con las que debía relatarle su ataque de pánico de la noche anterior, aunque al verla bajo la luz de mayo que entraba por la ventana y hacía brillar su pelo rubio, lo que quería era hablarle de las cosas bellas de la vida. Se preguntó si sería una temeridad sugerirle que, aquel día, excepcionalmente, llevaran a cabo la sesión en la terraza de un bar, donde podrían discutir todo aquel asunto en tono desenfadado sin que ello le restara seriedad a la situación de fondo.

A la doctora no le pasó por alto que él la estaba observando, pues, sin apartar los ojos de la pantalla, sonrió y murmuró:

—Termino enseguida, señor Trojan.

Él tragó saliva.

¿Era posible que fuera tan transparente para ella?

Entonces, la doctora se levantó y se alisó la falda; Trojan se fijó en que era muy corta. ¿A cuántos hombres visitaría cada día? Seguramente serían más hombres que mujeres, personas solitarias que le confesaban sus secretos más íntimos.

Se sentó ante él. Los separaba apenas una mesita sobre la que había una caja de pañuelos. Por suerte nunca había llorado en su presencia. Junto a la caja había un pequeño reloj digital, aunque estaba orientado hacia el otro lado. De vez en cuando, Jana Michels le echaba un vistazo; Trojan disponía tan sólo de cuarenta y cinco minutos cada semana, a los que ella ponía punto final siempre con la misma frase: «Lo siento pero tenemos que dejarlo por hoy, señor Trojan», generalmente cuando a él empezaban a salirle fluidamente las palabras.

La doctora Michels le dirigió una mirada alentadora y él volvió a secarse las manos en los pantalones, hasta que se dio cuenta de lo poco atractivo que debía de resultar aquel gesto. Entonces se cruzó de brazos, pero enseguida los dejó caer de nuevo. Tenía que prestar atención a su lenguaje corporal, a una psicóloga no se le escapaban esas cosas.

Quiso decir algo, pero le falló la voz. Estuvo un buen rato en silencio.

Jana Michels esperó.

Trojan oía la respiración de la doctora, tal era el silencio que reinaba en la sala.

Finalmente empezó a hablar, entrecortadamente y con voz apenas audible.

—Por las noches me entra el miedo y tengo la sensación de que se me va a parar el corazón. A veces paso varias horas así.

—¿Y de qué tiene miedo, señor Trojan?

—Esto tiene que acabarse. Durante esas noches…

—¿De qué tiene miedo?

—Ya no lo aguanto. El sueño es siempre el mismo: tengo que salvar a alguien, pero no lo consigo.

—¿Siente a veces que su trabajo lo supera?

—Ni idea.

—¿Le gustaría dedicarse a otra cosa?

—Tengo cuarenta y tres años.

—¿Y qué?

—Es demasiado tarde.

—No diga eso.

—Es la verdad.

—Pero ¿y si pudiera elegir libremente?

—Soy poli, siempre seré poli.

—Hábleme de su sueño. ¿Qué sucede exactamente?

Trojan la miró y en aquel momento supo quién era la mujer que veía encima de la cama, con un arma apuntándola en la sien, la mujer a la que no podía salvar.

La tenía ante él.

No había tenido su mejor día. Su jefe la había abroncado porque se había equivocado al guardar una presentación en PowerPoint y luego había necesitado mucho tiempo para encontrarla. Para colmo, hacía horas que le dolían la espalda y las extremidades, como si se estuviera poniendo enferma, algo que no podía permitirse.

La noche anterior había intentado en vano hablar con Achim, pero una y otra vez le había saltado el contestador. Como es natural, se preguntaba qué estaría haciendo tan tarde en Londres. A lo mejor había ido a un pub con sus colegas de clase, aunque inmediatamente se preguntó si no habría quedado también con mujeres. O, peor aún, con una mujer, con la que saliera a solas. Entonces, ¿no confiaba en él? A las once y media se había rendido.

Él le había mandado un sms a la mañana siguiente, pero Coralie había echado de menos una explicación acerca de dónde había estado. Y, encima, luego había tenido un día horrible. Desde luego, esperaba que Achim la llamara aquella noche para disculparse.

En el metro, los viajeros estaban empapados de sudor y el que iba sentado a su lado desprendía un olor bastante desagradable. En cuanto reuniese algo de dinero se compraría un coche, tal vez un Mini, los Minis le parecían
chic
. Y entonces iba a ir en metro Rita. El tipo que iba sentado frente a ella le lanzaba unas miraditas inequívocas. Coralie se alisó la falda. También ella sudaba, aunque a ella no se le notaba el olor, no, eso era imposible: llevaba siempre consigo un desodorante y lo utilizaba incluso en el trabajo.

A propósito, su jefe se había quejado también de que hacía demasiadas pausas.

La siguiente estación ya era la suya. De pronto se acordó de nuevo del pájaro. Seguía sin explicarse cómo habría entrado en la casa. Achim debería haberla consolado antes de que se acostara, pero precisamente esa noche no había tenido noticias suyas. Aquella mañana había comprobado una por una todas las ventanas del piso, e incluso había vuelto escaleras arriba para asegurarse de que había cerrado bien la puerta del piso.

No, no era una persona asustadiza, pero había dormido fatal y había tenido pesadillas en las que aquel pájaro revoloteaba alrededor de su cabeza y le tocaba la cara. Aún en aquellos momentos le daban escalofríos tan sólo de pensarlo.

En Schlesischen Tor bajó del metro elevado y, al salir, pasó por delante de los mendigos de siempre.

—¿Billetes, a alguien le sobran billetes? —susurraban como a coro. Uno de ellos, un tipo flaco y harapiento, sin duda un yonqui, se le acercó tambaleándose y a punto estuvo de chocar con él.

Coralie se encogió de hombros, cruzó la calle esquivando al resto de los peatones y giró a la izquierda. Poco después llegó a la Wrangelstrasse y abrió la puerta de su edificio.

No se calmó hasta haber comprobado todas las habitaciones. Todo parecía estar en su sitio.

Coralie respiró por fin. Necesitaba urgentemente una ducha. Dejó la puerta del baño abierta mientras se desnudaba, como tenía por costumbre hacer.

Finalmente se metió en la bañera y el agua caliente se arremolinó a su alrededor. Poco a poco sus músculos se fueron relajando. Se enjabonó y empezó a canturrear en voz baja.

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