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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (2 page)

BOOK: La huella del pájaro
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Pero, por supuesto, primero se irían a vivir juntos. Ya faltaba muy poco, pensó, y le vino a la mente una casa grande y luminosa, con un dormitorio, un comedor, dos habitaciones para los niños, una cocina espaciosa y un baño amplio. A lo mejor dispondrían incluso de un despacho para Achim, por si alguna noche tenía que estudiar autos judiciales.

Mientras se cepillaba los dientes, Coralie frunció el ceño al recordar un fragmento del sueño que había tenido por la noche. En realidad había consistido tan sólo en una serie de imágenes confusas que era ya incapaz de reconstruir, aunque alguien le había susurrado unas palabras que ahora resonaban con fuerza en su interior. Se dio cuenta de que era algo en lo que había pensado a menudo de niña, pero que nunca se había atrevido a decir en voz alta, como si fuera algo maligno que podía volverse realidad si alguna vez se le escapaba.

«Una mañana nos despertamos y, aunque lo ignoramos, es el último día de nuestra vida».

Escupió la pasta de dientes.

Al poco ya volvía a sonreír. Desde luego, la frase contenía una amarga verdad, pero lo bueno del caso era que nadie podía predecir el momento de su muerte. Además, las probabilidades de morir a su edad no eran particularmente altas: Coralie rondaba los veinticinco años. «Soy joven y bastante guapa», pensó mientras se pasaba el secador por el pelo rubio y tupido.

«Tu pelo es un prodigio», le había dicho una vez Achim. Le guiñó el ojo a su reflejo en el espejo. Achim estaba loco por ella y regresaba al cabo de una semana.

Coralie eligió concienzudamente un vestido del armario, se lo puso, preparó el café y echó un vistazo al reloj. Si quería llegar puntual a la oficina debía darse prisa.

Hacía ya un buen rato que se había olvidado de la extraña voz de su sueño.

Trojan respiró el perfumado aire matutino, en el que se mezclaba un fuerte olor procedente de los contenedores del patio interior. Abrió la puerta, empujó la bicicleta a través del estrecho vestíbulo, salió por la entrada del edificio y montó encima del sillín.

Casi a diario realizaba el trayecto entre Kreuzberg y Tiergarten en bici, y ya sólo utilizaba su viejo Golf para las operaciones nocturnas. Le encantaba pedalear por las mañanas a orillas del Landwehrkanal, bajo las vías del tren elevado y el cielo, ancho y claro. Era su forma de despertarse, de ponerse en marcha. Aceleró el ritmo; generalmente cubría el trayecto en apenas treinta minutos, algunos días incluso en veinte. En el Museo de la Técnica, el antiguo avión a propulsión pendía de sus cables de acero y los vagones del metro chirriaron al tomar la curva de Gleisdreieck; ya asomaban los altos edificios de Potsdamer Platz, pasó junto a la Neue Nationalgalerie, llegó a la Lützowplatz y justo antes de llegar al Urania giró por la Kurfürstenstrasse. Desde ahí le quedaban apenas quinientos metros hasta la oficina de la Brigada de Investigación Criminal del Land, situada en la Kathargostrasse, una callejuela junto al Tiergarten.

Trojan ató su bicicleta ante el edificio oficial. Con su imponente fachada de piedra natural, parecía una antigua torre de defensa como las que Trojan montaba de niño con piezas de plástico, castillos de juguete con su puerta caediza, puente levadizo y mazmorra.

«
DELITOS CONTRA LAS PERSONAS
», anunciaba el letrero, desde debajo del cual el oso de Berlín le sacaba la lengua al visitante.

Trojan empujó la pesada puerta, entró, saludó con la cabeza al policía de guardia y subió por la ancha escalinata curva hasta el primer piso. Cuando llegó ante la puerta, Ronnie Gerber estaba enjuagando su taza de café.

—No lo entiendo, Nils.

—¿Qué sucede, Ronnie?

—El fin de semana ha sido una catástrofe.

—Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado?

Ronnie le dirigió una mirada de asombro.

—¿No te has enterado? El Hertha ha vuelto a perder.

Trojan le dio unas palmaditas en el hombro para animarlo. Si el achaparrado Ronnie no acudía al trabajo con la bufanda del Hertha de Berlín era tan sólo porque sabía que su jefe iba a reprenderlo por ello.

—Ánimo, hombre, ya verás como todo se arregla.

Se sirvieron de la máquina del café. Trojan se sentó en su escritorio, pero apenas había empezado a leer los documentos que tenía encima de la mesa cuando le sonó el móvil.

—Dígame.

—Buenos días, señor Trojan.

La voz del otro lado de la línea le provocó unas cosquillas en realidad nada desagradables.

—Buenos días.

—Lo siento, pero tengo que cancelar nuestra cita de esta noche.

—Vaya.

Trojan se dio cuenta de que Ronnie lo estaba observando. Lo conocía desde hacía tanto tiempo que sabía al instante si una conversación era privada o no.

—Qué lástima.

—Lo sé, pero es que… Bueno, no veo por qué no iba a contárselo; se trata otra vez de mi padre. Ha vuelto a hacer de las suyas en el asilo y tengo que encargarme del asunto.

—Lo siento mucho.

—¿Le parecería bien que nos viéramos la próxima semana a la misma hora, señor Trojan?

—Para serle sincero…

—Esta semana estoy realmente muy ocupada, o sea que si no le importa…

Trojan empezó a sudar. El ataque de pánico de la noche anterior aún no había abandonado por completo su organismo.

—Vale, no pasa nada —dijo en voz baja.

—Se lo agradezco, señor Trojan.

Trojan pulsó la tecla roja y Gerber le sonrió sin disimulo.

—¿Un ligue, Nils? Vamos, a mí me lo puedes contar.

Trojan se encogió de hombros. No era la primera vez que se planteaba si debía confesarle su pequeño secreto a Ronnie, pero al mismo tiempo sabía qué significaba ser un poli: los polis nunca mostraban su debilidad, los polis siempre eran fuertes. Sabía que Ronnie iba a ser discreto, no en vano eran amigos, pero, si por casualidad se acababa sabiendo algo, su jefe y el resto de sus compañeros dejarían de considerarlo digno de confianza, o incluso adecuado para la brigada de homicidios.

Aquél era también el motivo por el que ni él ni nadie de su brigada iba a visitarse con la psicóloga de la policía.

—No, no, nada importante —murmuró.

Tomó un sorbo de su café y movió los documentos de aquí para allá, con gesto distraído. Entonces carraspeó y salió de la sala sin decir nada. Al llegar a un rincón alejado del pasillo marcó el número de Jana Michels.

Si ya había empezado la siguiente sesión de terapia no iba a cogerle el teléfono y tendría que dejar un mensaje en el contestador, pero tuvo suerte y contestó enseguida. A Trojan le gustaba la delicada voz de la mujer y tenía que admitir que cada vez anhelaba más las conversaciones con ella. Al principio se había mostrado turbado y apocado, pero poco a poco su coraza había ido desapareciendo. Imaginó su cara, sus ojos grandes y llenos de sabiduría.

—Doctora Michels, disculpe, vuelvo a ser yo, Nils Trojan.

Durante un momento tan sólo se oyó su respiración, pero entonces la doctora Michels se echó a reír.

—Hola de nuevo, señor Trojan. Pero ¿no acabamos de…?

—Sí, llamo precisamente por eso. Si fuera posible, me gustaría concertar otra cita, pero esta semana.

—¿Tan urgente es, señor Trojan?

Trojan bajó la voz; se acercaba alguien por el pasillo e, instintivamente, se volvió hacia la ventana.

—Pues sí —dijo con un murmullo.

Oyó cómo la doctora Michels hojeaba su agenda.

—¿Qué le parecería mañana a las seis de la tarde?

Trojan suspiró, aliviado.

—Sí, perfecto, gracias.

—Muy bien, señor Trojan, en ese caso nos vemos mañana.

—Espero que lo de su padre se solucione —añadió él, impulsivamente.

—Gracias, es muy amable.

A Trojan le pareció percibir un asomo de duda en la voz de la mujer, como si quisiera añadir algo más, algo privado, aunque a lo mejor eso era sólo lo que él quería.

Finalmente colgaron los dos y Trojan volvió a su despacho.

Ronnie Gerber le dedicó una pícara sonrisa.

Después de tres horas escribiendo cartas y respondiendo e-mails ininterrumpidamente, Coralie se reclinó en su silla de oficina por primera vez en toda la mañana. Se quitó los zapatos y se masajeó los lóbulos de las orejas con el índice y el pulgar: había leído en una revista que aquello mejoraba la concentración y la circulación sanguínea. A continuación le dio un sorbito a su té verde.

Cuando le empezó a vibrar el teléfono móvil dentro del bolso se puso nerviosa. Abrió la cremallera, sacó el teléfono y echó un vistazo a la pantalla. Inmediatamente, una sonrisa le iluminó la cara.

Pulsó la tecla verde.

—Hola, Achim.

—Hola, guapísima. ¿Estás en el trabajo? ¿Te molesto?

—Tú no molestas nunca.

Oyó su respiración. Achim llevaba dos semestres estudiando en Londres y desde entonces dependían demasiado del teléfono, aunque no lograban acostumbrarse a no poder mirarse a los ojos mientras hablaban. Algunas veces hablaban por Skype, pero eso tampoco era un sustitutivo satisfactorio. Echaba de menos el olor de su piel y el picor de su barba.

Coralie se aceleraba con sólo pensar en la loción de afeitar de Achim. Incluso se había comprado un frasquito y cada noche se echaba unas gotitas en el dorso de la mano. Así le costaba menos dormirse.

—¿Cómo está el tiempo en Londres?

—Llueve.

—Vaya novedad —se rió ella.

—Cariño, estoy en las escaleras de la uni y la clase empieza dentro de un minuto, pero tenía que decirte cuánto te echo de menos.

Coralie respiró hondo.

—Yo también te echo mucho de menos, Achim.

—¿Cuántos días faltan aún?

—Siete. Ya sólo quedan siete. Una semana, ¿no? Por favor, no me digas que me he vuelto a descontar.

—No, no te has equivocado. Dentro de ciento sesenta y ocho horas volveré a estar contigo.

Coralie se frotó los pies descalzos.

—¿Qué llevas puesto, Achim?

—¿Yo? Pues… una camisa blanca y unos tejanos negros. ¿Y tú?

—Llevo la falda negra corta y una blusa azul claro.

—Eres increíble, lo sabes, ¿verdad?

La puerta se abrió y entró el jefe.

Coralie se puso los zapatos en un santiamén, se despidió precipitadamente y colgó.

Su jefe le lanzó una mirada severa. Ella sonrió, avergonzada.

—Las conversaciones privadas durante la pausa, por favor, señora Schendel.

Ella asintió, solícita, y cogió el montón de documentos que tenía que revisar.

Mucho después de que su jefe se hubiera marchado, Coralie seguía abismada en sus pensamientos, ensortijándose el pelo con los dedos.

Siete días por veinticuatro horas daban ciento sesenta y ocho. Iba a comprarse un salto de cama, algo con transparencias. Quería que Achim quedara extasiado.

La luz del sol entraba oblicuamente por la ventana y le hacía entornar los ojos.

Trojan aporreaba el teclado de su ordenador. Tenía que escribir un informe y odiaba el papeleo.

Cuando levantó los ojos, vio que Gerber ya estaba recogiendo sus bártulos.

—Hoy me voy antes, Nils.

Trojan echó un vistazo al reloj. Eran ya las cuatro y diez. De pronto se angustió: pasar la tarde en soledad era una perspectiva ciertamente seductora, pero por otro lado podía resultar largo y tedioso, sobre todo cuando uno vivía solo en la ciudad.

—¿Te apetece ir a tomar una cerveza al Schleusenkrug?

Pero Ronnie negó con la cabeza.

—Lo siento, Nils, pero hoy es el cumpleaños de Natalie.

Por un momento, Trojan imaginó la felicidad familiar: una cena de cumpleaños a la luz de las velas, una casa en las afueras de la ciudad, una mujer risueña y comprensiva y unos hijos encantadores.

—Felicítala de mi parte.

—Descuida.

—¿Todo bien otra vez entre vosotros?

Gerber hizo una mueca.

—Un día de éstos vamos a echar un trago y te cuento.

Se despidieron y Gerber se marchó.

Trojan soltó un suspiro y siguió escribiendo, corrigió, imprimió, leyó, tachó y volvió a escribir. A las cinco miró el reloj y decidió que ya había trabajado suficiente. Firmó el informe y lo dejó en el cajón del director de la brigada.

El resto de sus colegas se habían marchado también hacía horas, había sido una tarde inusitadamente tranquila.

Mientras salía del edificio, Trojan pensó en ir al Schleusenkrug para cerrar la jornada laboral con un trago solitario en el Biergarten, bajo los castaños en flor, pero le pareció una perspectiva demasiado deprimente.

Montó en su bicicleta y puso rumbo a Kreuzberg.

Coralie dejó el bolso encima de la cómoda y cerró la puerta de su piso tras de sí. Soltó el aliento, aliviada, satisfecha. Lo había vuelto a lograr, otro día en el que no se había dejado arrastrar por el mal humor de su jefe.

Se quitó la chaqueta y la colgó en la percha del guardarropa, se miró un momento en el espejo y se agitó el pelo.

De pronto contuvo el aliento.

Le había parecido oír un ruido extraño, una especie de zumbido.

Aguzó el oído.

Nada.

No se oía nada, se había equivocado.

Se quitó los zapatos, fue a la cocina y abrió la nevera. Sin pensar, cogió una loncha de queso y se la metió en la boca. Ni siquiera había podido hacer una pausa para comer, cada dos por tres su jefe le encargaba algo nuevo y, como aún estaba a prueba, no lo podía defraudar. Se comió otra loncha de queso y siguió inspeccionando qué más tenía para ofrecerle su nevera: huevos, algunos tomates… ¿Y si se preparaba una tortilla? En realidad, primero quería ducharse, quitarse la jornada laboral de encima, pero temblaba de hambre.

Sacó los huevos de la nevera y en aquel momento volvió a oír aquel extraño ruido.

Parecía provenir de su dormitorio.

Contuvo el aliento y escuchó atentamente.

Volvía a estar todo en silencio.

Normalmente, no era una persona asustadiza, pero, cuando al rato volvió a oír aquel ruido, notó cómo se le erizaba el vello de la nuca.

Había algo en su piso.

Atravesó el pasillo lentamente. La puerta del dormitorio estaba entreabierta. Coralie frunció el ceño. Habría jurado que por la mañana la había dejado abierta, aunque a lo mejor volvía a equivocarse.

Conteniendo aún el aliento, abrió la puerta de golpe y entró rápidamente en el cuarto.

Al instante, algo le golpeó en la cabeza. Era algo blando. Vivo.

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