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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (4 page)

BOOK: La huella del pájaro
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De pronto se quedó en silencio. ¿Acababa de sonar su teléfono? ¿Sería Achim?

Cerró el grifo y aguzó el oído, pero no oyó nada, de modo que volvió a abrirlo.

Coralie cerró los ojos y se masajeó con el chorro de la ducha.

—¿Y cómo le va a su padre?

La sesión había terminado y él le estrechó la mano. Se dio cuenta de que ella se ponía colorada. A Trojan le gustó.

—Mejor, gracias —respondió la doctora Michels.

—¿No está permitido?

—¿A qué se refiere?

—Supongo que, como psicóloga, debe usted velar por…

Ella se rió con timidez.

—… ¿mantener las distancias y no permitir que los pacientes sepan nada de mi vida privada?

Él asintió y sonrió débilmente.

—Tiene razón —dijo—, éste no es el lugar.

«Dilo —pensó—. Es lo más fácil del mundo. Dile: aquí no, pero a lo mejor en otra parte, delante de un café, me lo puede contar».

Ella le dirigió una mirada penetrante.

Él no dijo nada. Ella contuvo el aliento.

—Bueno, pues… —Cogió el pomo de la puerta—. Hasta la próxima —dijo con un murmullo.

Durante un momento percibió aún la mirada de la doctora en la espalda y salió de su consulta con la cabeza gacha.

Mientras volvía a su casa en bici se maldijo por ser tan idiota. Había decidido poner algo de orden en su vida y ella intentaba ayudarlo profesionalmente. Pero él había empeorado aún más las cosas convenciéndose a sí mismo de que ella era la única mujer que lo comprendía.

«Alerta, trampa psicológica», pensó.

Ella debía advertirlo del peligro, distanciarse aún más que él. ¡En qué dilema la había puesto!

Aunque, ¿qué habría pasado si la hubiera conocido fuera del ámbito terapéutico? ¿O se trataba de otra pregunta contraproducente?

Pedaleó con energías renovadas.

Jana Michels opinaba que, a pesar del tiempo transcurrido, aún no había superado la separación de Friederike, la madre de su hija.

Trojan sabía que Emily albergaba aún alguna vaga esperanza de que un día regresara con Friederike. ¿O hacía ya tiempo que para su hija aquello se había convertido en poco más que una ilusión? De más pequeña le hacía un montón de preguntas sobre por qué se habían divorciado. Ninguna de aquellas preguntas tenía una respuesta sencilla. La verdad era que Friederike había tenido una aventura con un compañero de trabajo más joven, algo que por aquel entonces no podía contarle a su hija, que, sin embargo, parecía que con el tiempo se había terminado enterando de todos modos.

«Nunca dejar mal al cónyuge delante del hijo», ésa seguía siendo la regla de oro en cualquier caso de separación.

Pero es que tampoco tenía nada malo que decir sobre Friederike. En realidad, su separación le seguía pareciendo algo inexplicable.

Quizá era simplemente que se habían ido distanciando, o por lo menos eso era lo que respondería si Emily se lo preguntara hoy. Su trabajo también había tenido algo que ver en el asunto, pues como comisario criminal siempre se había sentido como un cuerpo extraño en los ambientes que frecuentaba Friederike, la rica y hermosa Friederike, con sus padres ricos que siempre la apoyaban, la triunfadora Friederike, con su célebre librería de arte, fotografía, arquitectura y tendencias urbanas.

Las ambiciones artísticas de Trojan habían fracasado hacía ya tiempo, aunque ella nunca lo había dejado entrever.

La época de la escuela de teatro, sus dos primeros y nada gloriosos años en un teatro de provincias de la Baja Sajonia… todo eso formaba parte de un pasado remoto que él percibía como un sueño febril y confuso.

«Elige un trabajo sensato», le había dicho siempre su padre.

¿Era muy sensato andar persiguiendo a criminales?

Por aquel entonces, cuando paseaba con Friederike, su primer amor, de la mano por la ciudad, ni siquiera se lo planteaba.

La vida era fácil y atractiva, ¿y no decían que el primer amor era el más decisivo?

Cómo le gustaría poderse presentar ante Jana Michels como un hombre libre, disponible.

Pero no era más que su paciente, alguien a quien por las noches le entraba tanto miedo que temía perder el juicio.

No podía ser que un poli tuviera tanto miedo.

«Eso no es cierto —le respondía siempre ella—. Claro que puede tener miedo. Debe permitirse sentirlo».

Pero ¿qué sucedería si un día le daba un ataque de pánico durante una operación?

Lo había imaginado no pocas veces: lo llamaban a él y a uno de sus colegas al lugar de un crimen, donde había alguien en peligro, subían al coche, arrancaban, su colega colocaba la sirena azul en el techo, el tiempo apremiaba, él pisaba el acelerador y, de repente, sucedía: primero le faltaba el aliento, luego empezaba a sudar, la cabeza le daba vueltas y tenía la sensación de que se moría.

Una opresión en el pecho, el miedo que precede al infarto, la mirada aterrorizada de su colega.

A veces lo imaginaba de buena mañana, de camino al trabajo.

Y luego lo perseguía en sueños.

¡Lo que habría dado por poder controlar aquel miedo!

Dejó la bici en el patio interior y subió por la escalera. Se quedó plantado ante la puerta de Doro, como si alguien lo dirigiera desde la distancia, y pulsó el timbre. Antes de que tuviera tiempo de arrepentirse, la puerta se abrió.

Doro se plantó ante él.

—Mira por dónde, el poli vuelve a arañar la puerta.

—¿Puedo pasar?

Doro arqueó mucho las cejas. Finalmente asintió con la cabeza y él entró.

—¿Quieres una cerveza? —le preguntó.

Él aceptó, agradecido.

Al cabo de nada estaban ya en el sofá, Doro sentada encima de sus piernas dobladas. Llevaba una camiseta azul larga y acababa de salir de la ducha. Por extraño que fuera, la piel le olía como a helado de pistacho, algo en absoluto desagradable. Trojan tenía la mano apoyada en el respaldo y en aquel momento empezó a juguetear con sus mechones de pelo.

—Podrías haberte pasado antes.

—Ya lo sé, Doro, ya lo sé —dijo, y tomó un buen trago de cerveza—. ¿Qué tal la universidad?

Ella se rió.

—Ya iría siendo hora de que terminara.

Tenía veintinueve años y aún estudiaba Humanidades. Por una parte, a Trojan le parecía interesante, aunque, por otra, muchas de las cosas a las que dedicaba tanto tiempo le resultaban sumamente desconcertantes.

—¿Aún estudias a
Los Simpson
?

—Entre otros, sí.

—Homer Simpson es gracioso, pero…

—He intentado explicarte un montón de veces que la serie dice muchas cosas sobre la cotidianeidad posmoderna —dijo ella, sonriendo—. ¿Y qué tal todo en el sector criminal?

—Por el momento está todo sospechosamente tranquilo.

Ella se le acercó un poco más y se acurrucó contra su brazo.

—¿Dónde te habías metido todo este tiempo?

—He estado un poco disperso, ya sabes, como de costumbre.

—Dame un beso.

Trojan sabía que era una estupidez seguirle dando vueltas a aquella confusa relación, o sea que la besó. Ella empezó a desabrocharle la hebilla del cinturón y Trojan soltó un suspiro. A menudo echaba de menos la forma carente de complicaciones con que Doro abordaba las cosas. Su aventura había empezado cuando Emily acababa de mudarse a su casa. Inicialmente había intentado escondérselo, pero eran vecinos y no siempre le había resultado posible. Sin embargo, y para sorpresa suya, pronto se dio cuenta de que las dos se llevaban la mar de bien y entonces le dio miedo que Emily pudiera ver en Doro algo así como una hermana mayor. ¿Qué papel habría desempeñado él en aquel trío? Cuando había intentado explicarle su confusión, Doro se había burlado de él, de modo que al final había optado por no hablar del tema.

Por otra parte, sospechaba que esporádicamente ella se iba a la cama con otro y eso tampoco es que facilitara las cosas.

La besó en el cuello y ella le metió la mano dentro de los pantalones.

Trojan cerró los ojos. Durante un instante imaginó que estaba en el sofá con la psicóloga, un pensamiento del que se arrepintió de inmediato.

Se puso tenso, como si acabaran de pescarlo in fraganti.

—Deja de comerte el coco, poli —murmuró Doro con un asomo de sonrisa. Entonces le cogió una mano y la guió hasta debajo de su camiseta.

Coralie estaba en albornoz delante de los fogones, removiendo la sartén. La verdura estaba ya casi a punto. Descorchó una botella de vino, se sirvió y tomó un trago. Había decidido ponerse cómoda en el dormitorio y esperar la llamada de Achim.

Echó otro vistazo al móvil, pero en la pantalla ponía que no tenía mensajes nuevos.

Finalmente apagó el fogón y amontonó la verdura en el plato. Cogió la botella y la copa y las llevó al dormitorio. Entonces regresó a la cocina a por la cena.

En una mano llevaba el plato y con la otra cogió el mando a distancia y encendió el televisor. A continuación abrió las sábanas.

Horrorizada, dejó caer el plato y soltó un grito.

En la cama había un pájaro.

Cubierto de sangre, mutilado y destripado.

Le habían arrancado todas las plumas.

Coralie retrocedió, tambaleándose.

En aquel momento tomó conciencia de que no estaba sola en su piso. Se le agarrotó todo el cuerpo, cerró los puños con fuerza y dio otro paso hacia atrás.

Pisó el plato de porcelana y el puré de verdura y arroz. Empezó a gemir, tropezó.

Entonces miró fijamente hacia la cortina y lo supo con certeza: ahí detrás había algo, la había estado espiando desde el principio.

Se quedó sin aliento.

Abrió la boca para gritar.

Pero no le salió ningún sonido.

La cortina empezó a descorrerse y durante un instante a Coralie se le nubló la vista.

Intentó sobreponerse a su debilidad, tenía que defenderse.

La habitación empezó a girar a su alrededor. «Tengo que salir de aquí», pensó.

Pero entonces perdió pie y cayó al suelo.

—No —gimió—, no.

TRES

A Achim le temblaba la mano. Pulsaba una y otra vez la tecla de rellamada de su móvil, pero Maja no lo cogía. Hacía tres horas le había pedido que fuera a echar un vistazo al piso de Coralie, por si acaso.

Hacía dos noches que no conseguía hablar con ella. La primera habían supuesto que estaba enfadada porque la noche anterior no habían hablado, pues se había ido de parranda con su colega Wayne. Pero cuando la noche siguiente, después de quince tonos, le había vuelto a salir el contestador automático, su inquietud se había desbordado. Había intentado localizar a la amiga de Coralie, Maja, pero tampoco había logrado dar con ella. Había intentado hablar varias veces más con Coralie, la había llamado al fijo y al móvil, pero siempre le salía el contestador. Había dejado un sinfín de mensajes.

A la mañana siguiente había llamado a su oficina, donde le habían comunicado lacónicamente que Coralie Schendel había faltado dos días al trabajo sin previo aviso, y que aquella mañana tampoco había acudido a la oficina. Sí, naturalmente habían intentado localizarla por teléfono, en vano.

En aquel instante, a Achim le había entrado el pánico. Decidió llamar de inmediato a la policía de Berlín, pero antes intentó por última vez hablar con Maja, consciente de que ésta (como él) tenía una llave del piso de Coralie. Por fin, Maja se puso al teléfono. A continuación intentó tranquilizarlo un poco y le prometió que enseguida iría a echar un vistazo a la casa de Coralie.

Quizá Coralie estaba enferma y se sentía demasiado débil para coger el teléfono, aunque algo le decía que aquélla era una suposición altamente improbable.

Habían pasado ya tres horas y Maja aún no había vuelto a llamar.

Desesperado, Achim llamó de nuevo al móvil de Coralie. En esta ocasión le saltó directamente el contestador automático y oyó su voz familiar, que en tono cordial lo invitaba a dejar un mensaje.

Achim estaba fuera de sí. Hasta aquel momento, el contestador sólo saltaba después de quince tonos. ¿Qué había pasado? A lo mejor se le había terminado la batería, no sería nada extraño después de sus muchas llamadas.

Pero ¿dónde estaba Coralie? ¿Qué demonios le habría pasado?

No tenía otra opción, tenía que volar ese mismo día a Berlín. Encendió el ordenador, volvió a comprobar el correo, pero tampoco le había mandado ninguno. Se conectó a la página de una compañía aérea y justo en aquel momento sonó el móvil.

Se levantó de un brinco. En la pantalla vio que era Maja; pulsó impetuosamente la tecla verde.

—¿Sí?

—¿Achim?

Sonaba como si estuviera lejísimos. No en Berlín, sino al otro lado de la Tierra, en un lugar perdido y sin esperanza.

—Sí, claro.

—Achim, es… —dijo, pero las lágrimas anegaban su voz—. Perdón por no haberte llamado antes, pero es que es… es…

—¡Qué pasa, por el amor de Dios, dímelo ya! —dijo él, gritando.

Maja cogió aire.

—Tienes que venir. Es horrible.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Achim—. ¿Qué ha pasado?

Sólo oyó los sollozos al otro lado de la línea.

Kolpert estaba pálido.

—Es una escena espantosa.

—¿Ha llegado ya Semmler?

Kolpert asintió con la cabeza.

Trojan se mordió el labio y miró a Gerber, que lo había acompañado hasta allí. Éste intentó hacer una mueca.

—Bueno, vamos —dijo Trojan, en voz baja.

Entraron en la habitación los tres juntos. Allí estaban también Semmler y sus colegas del departamento técnico forense.

La chica yacía desnuda encima de la cama, con los brazos estirados hacia arriba y las piernas dobladas. Alguien le había vaciado los ojos, y las cuencas eran ahora dos agujeros vacíos y oscuros. Sus mejillas estaban cubiertas de sangre reseca. En el vientre tenía una profunda incisión circular y justo en medio, como si de una capilla ardiente se tratara, había un pájaro destripado y desplumado, con las alas rotas.

Trojan tragó saliva y oyó la respiración pesada de Gerber a su lado. Su primer impulso fue salir corriendo del dormitorio, pero entonces soltó el aliento y volvió a observar el cadáver.

La mujer tenía la cabeza casi calva, cubierta de incontables cortes y unos pocos mechones, cortísimos y cubiertos de sangre, que se levantaban en todas direcciones. De la sien izquierda pendía un fragmento de cuero cabelludo, como si alguien hubiera intentado arrancarle la piel del cráneo.

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