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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (5 page)

BOOK: La huella del pájaro
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Tenía todo el cuerpo cubierto de unas extrañas estrías sangrientas, agrupadas de dos en dos.

Trojan luchó por contener las náuseas.

Intentó en vano imaginar que aquella situación, que se había convertido ya en una imagen congelada, que aquellos cortes, los ojos vacíos, la cabeza calva y el pájaro muerto como un signo de exclamación en medio del círculo ensangrentado del vientre eran tan sólo detalles fríos en una de aquellas fotografías que llegaban a su escritorio dentro de una carpeta de plástico transparente.

«¿Qué logras identificar? —se preguntó—. ¿Qué te sugiere todo esto?»

Ojos vaciados, pelo arrancado, un pájaro desplumado y destripado y luego aquellas estrías.

Trojan se volvió hacia Semmler.

—¿Momento de la muerte?

—Según los primeros análisis, hace unas cuarenta y ocho horas.

—¿Quién la ha encontrado?

—Una amiga —respondió Kolpert—. Tenía una llave del piso. La había avisado el novio de la víctima. Éste se encuentra en el extranjero y no había logrado contactar con ella desde hace dos días.

«Es una foto», se dijo Trojan. Sábanas y almohadas empapadas de sangre. Restos de comida en el suelo, un plato roto, un cuchillo y un tenedor.

—Un ataque de furia —dijo—. Alguien ha tenido un ataque de furia muy, muy largo.

Semmler acercó la mano al cuello de la víctima.

—Yo creo que esta herida es la causa de la muerte.

La mano del médico forense, enfundada en un guante de látex, señalaba un punto en el que la víctima tenía el cuello desgarrado.

A Trojan le costaba respirar.

—¿Y qué pasa con el pelo? —preguntó Gerber, que se tambaleaba ligeramente.

Semmler levantó los ojos.

—Al parecer, el autor del crimen se lo ha cortado y se lo ha llevado.

Holbrecht y Krach llegaron al lugar del crimen.

La habitación estaba cada vez más atestada de gente. El fotógrafo del departamento técnico forense montó un proyector.

Stefanie Dachs, el nuevo miembro del equipo, se acercó adonde estaban ellos. Al ver el cadáver se le desencajó el rostro, aunque pronto logró recuperar la compostura.

Trojan se dio cuenta de que llevaba el pelo recogido en una coleta. De repente se preguntó si el color de pelo de la víctima tendría alguna relevancia y se inclinó para echar un vistazo al cráneo del cadáver.

—Era rubia —murmuró.

Gerber tenía la cara de un tono verdoso.

—¿Cómo se llama? —preguntó, con voz ronca—. ¿Cómo se llamaba?

—Coralie Schendel —dijo Kolpert—, veinticuatro años, secretaria en una agencia de publicidad.

—¿El novio que está en el extranjero vive normalmente aquí? —preguntó Trojan.

Kolpert negó con la cabeza.

—Tiene su propio piso.

—¿Y está de camino?

Kolpert asintió en silencio.

Trojan salió del dormitorio y echó un vistazo al resto de las habitaciones del piso. En la cocina había una sartén encima de los fogones apagados, con unos restos de verdura resecos. En el baño, la ventana estaba abierta por arriba y había una toalla en el suelo. La sala de estar estaba ordenada y limpia. Parecía un lugar tranquilo, el pisito de una chica que tiene un novio pero que no vive con él.

Un técnico estaba estudiando el cerrojo del piso. Fuera, en la escalera, había varios funcionarios uniformados que impedían el paso a los vecinos más curiosos.

Trojan le hizo un gesto a Kolpert para que se acercara.

—Max, tú y Dennis empezad enseguida a interrogar a los vecinos del edificio. Con esta carnicería, alguien tiene que haber oído algo.

Max Kolpert asintió, agradecido. También Dennis Holbrecht pareció alegrarse de poder abandonar la escena del delito.

Pasaron junto al técnico forense y se dirigieron hacia la puerta.

—¿Sabemos cómo entró el autor de los hechos? —le preguntó Trojan a éste.

El técnico forense negó con la cabeza.

—No tenemos nada. O bien tenía la llave, o la víctima lo dejó entrar.

—¿Habéis comprobado ya las ventanas?

—Aún no, pero, teniendo en cuenta que estamos en un tercer piso, se trata de una posibilidad bastante remota.

Trojan asintió y regresó al dormitorio.

Gerber seguía junto a la cama de la víctima.

—¿Cuál es tu primera impresión? —le preguntó Trojan en voz baja.

Ronnie tragó saliva.

—¿Mi primera…?

No logró decir nada más.

Se llevó la mano a la boca para contener la arcada y salió corriendo de la habitación.

CUATRO

Había demasiada luz en la habitación. Había amanecido hacía rato y el sol, sonriente, proyectaba burlonamente sus cegadores rayos a través de los listones de la persiana. Tomó conciencia de que llevaba varias horas despierto. Se cubrió la cabeza con la colcha. Intentó ignorar los sonidos del exterior, no quería seguir tomando parte en el hormiguero que era aquella ciudad. Eran demasiados.

Se acurrucó y contó sus inspiraciones y espiraciones; llegó hasta trescientas treinta y nueve, antes de que empezara a faltarle el aliento. Entonces, con un suspiro, apartó la colcha.

Se puso el albornoz, abrió la persiana y se preparó un café. Se sentó a la mesa de la cocina y tomó un sorbo de la taza. Finalmente se obligó a comer algo, untó una rebanada de pan con margarina y la cubrió con mermelada. Empezó a masticar sin ganas, no le apetecía nada. Olisqueó su pijama, que desprendía un leve olor a sudor. Eso no podía ser. Se desnudó y se metió en la bañera.

Pasó un buen rato bajo la ducha. Le dieron ganas de echarse al suelo, hecho un ovillo. No sabía de dónde le venía aquella tristeza.

¿Qué día debía de ser? Si no se equivocaba era sábado, el día en que las familias felices salían juntas a comprar o planeaban excursiones de fin de semana.

Él no tenía familia, no había planeado ninguna excursión y tenía un montón de horas que matar.

Cerró el grifo y se vistió. Eligió una camisa limpia y unos pantalones nuevos. No había que abandonarse.

A continuación se sentó en la cocina y miró por la ventana. Si torcía mucho el cuello podía ver un pedazo de cielo encima del tejado de la casa de enfrente.

En aquel pedazo de cielo había un pájaro que daba vueltas en lo alto. Parecía un ratonero. ¿Había aves rapaces en la ciudad?

Entrecerró los ojos para intentar ver mejor. A veces le temblaba el campo de visión, cosa que lo asustaba. Tal vez fuera un síntoma de una enfermedad grave. Pasó mucho tiempo en la ventana, con la cabeza echada hacia atrás, contemplando aquel retal de cielo.

De repente llamaron a la puerta.

Se asustó.

¿Una visita?

Debían de equivocarse, nunca recibía visitas.

Publicidad, se dijo, uno de esos tipos que le llenaban el buzón de folletos.

Volvieron a llamar.

Tras un momento de duda se levantó. Echó un vistazo por la mirilla de la puerta y constató que su visita estaba ya en el rellano.

Abrió. Ante él había una niña, tendría unos diez años. Se fijó en su hermoso pelo rubio y sus vivaces ojos azules.

La niña llevaba una tarjeta en la mano y le dirigió una mirada interrogante.

Él se enderezó: no pocas veces lo habían criticado por su mala postura corporal. Levantó la barbilla, pues solía pensar que su escasa estatura era un hándicap.

La niña le pareció guapa y se percató de que llevaba un vestido bonito, de los que se reservan para las ocasiones especiales, un vestido de domingo.

Esperó a que la niña dijera algo, pero ésta lo miraba en silencio, de modo que finalmente carraspeó y preguntó:

—¿Qué deseas?

Su voz sonó como un graznido. Sin duda, eran las primeras palabras que pronunciaba desde hacía días, había perdido la costumbre; debía hablar más a menudo para que no se le oxidara la voz. Había personas que pronunciaban tal vez cien mil palabras al día. Él, en cambio, no debía de haberlas dicho ni en toda su vida; de sus labios no salían nunca frases largas, ni alegres cascadas de palabras.

Finalmente, la niña cogió aire, agitó la tarjeta y preguntó:

—¿Paula vive aquí?

La pregunta lo cogió desprevenido.

Desde luego allí no había ninguna Paula, la única persona que vivía entre aquellas cuatro paredes era él, y eso era ya bastante triste. Pero la niña era tan encantadora que no pudo evitar preguntar:

—¿Paula?

—Sí, Paula. Hoy celebra su cumpleaños —dijo la niña, blandiendo de nuevo la tarjeta—. Y esto es una invitación.

—Ah.

Escuchó su propia voz. El carraspeo había desaparecido.

—Ah —repitió—. Paula.

La niña frunció el ceño.

Él se rascó la cabeza.

Estuvieron un momento en silencio. En la escalera había un silencio total, era como si no quedara nadie más en el mundo, tan sólo aquella niña que buscaba a Paula, porque Paula celebraba su cumpleaños, y él mismo.

—Sí, claro, Paula —dijo—. Pasa, pasa.

Se dio cuenta de que la niña volvía a fruncir el ceño y dudaba un instante.

Pero lo sorprendió aún más ver que cruzaba el umbral.

—Nils, ¿puedes quedarte un momento?

Las patas de las sillas arañaron el suelo de linóleo. Los agentes de la quinta brigada de homicidios fueron abandonando la sala de conferencias. Habían estado compartiendo los resultados de sus investigaciones durante dos horas. Llevaban trabajando ininterrumpidamente en el caso desde que habían descubierto el cadáver, el día anterior por la mañana.

Ahora era sábado por la tarde y reinaba un ambiente de pesimismo. Las averiguaciones progresaban con mucha lentitud.

Según el informe provisional del forense, la muerte de Coralie Schendel se había producido el martes hacia las ocho de la tarde. Se había desangrado como consecuencia de un corte en el cuello realizado con un cuchillo cuya hoja medía no menos de treinta centímetros de longitud. No estaba descartado que le hubieran apuñalado los ojos con anterioridad al momento de la muerte. El cerebro no se había visto dañado, ni tampoco había quedado afectada ninguna función vital, por lo que era posible que la víctima hubiera sufrido aún más. Además había indicios de delito sexual, aunque el autor del crimen debía de haber utilizado un condón, pues no se habían hallado restos de esperma. No era posible determinar si se había producido una penetración post mortem. No se habían encontrado huellas dactilares sobre la piel de la víctima, lo cual parecía indicar que el autor del crimen había empleado guantes. No se había hallado ningún cabello que no perteneciera a la víctima, de modo que el asesino debía de haber utilizado una máscara. Las heridas en el cráneo habían sido causadas con el cuchillo y con unas tijeras. La herida circular del vientre de la víctima correspondía también a unas tijeras.

Los vecinos del edificio no habían oído ni visto nada sospechoso. La policía había convocado una rueda de prensa para solicitar la ayuda de la población. Como solía suceder en casos similares, todas las pistas recibidas hasta el momento habían resultado ser poco útiles.

A Trojan lo había sorprendido una frase del informe forense: los pares de estrías que cubrían todo el cuerpo de la víctima no parecían haber sido causadas ni con el cuchillo ni con las tijeras, sino con una hoja de afeitar.

Literalmente, el informe decía: «Las heridas recuerdan unos arañazos de origen animal».

Cuando los demás se hubieron marchado, Nils se sentó a la mesa junto a su jefe, Hilmar Landsberg. Hilmar tenía unos inquietantes ojos azules y llevaba varios días sin afeitarse. Sacó un cigarrillo de un paquete arrugado. En realidad estaba prohibido fumar en los edificios oficiales, pero a Hilmar le importaba un pimiento.

Se encendió el cigarrillo y le dio una calada.

—¿Qué dice tu intuición, Nils?

—Que el asesino no la conocía.

—¿Y qué me dices del novio?

—Su coartada no admite dudas. La hemos estudiado a fondo, hemos llamado incluso a sus amigos de Londres. Dos de ellos confirmaron que el martes por la noche estuvieron con él en un piso de una residencia de estudiantes. Incluso aseguraron que el chico se había mostrado preocupado porque Coralie Schendel no le cogía el teléfono. Las llamadas recibidas en el móvil de la chica lo confirman. Además, he interrogado personalmente al chico. Estaba hecho polvo.

—¿Y los compañeros de trabajo de la víctima? ¿Un colega rechazado, tal vez?

—Quién sabe.

—Llama a su puerta el martes por la tarde y ella lo deja entrar…

—Investigaremos a todos los que trabajan con ella.

—Bien. Siguiente posibilidad: se trata de un completo desconocido. ¿Cómo consigue entrar en el piso?

—A lo mejor tiene experiencia con cerraduras.

—O ella le abre la puerta.

Trojan se encogió de hombros.

—En cualquier caso, no hay indicios de que se produjera una pelea en la entrada.

—O sea que a lo mejor lo conocía.

—¿Y qué me dices de la posibilidad de que el asesino estuviera ya en el piso cuando ella llegó?

Hilmar suspiró, soltó el humo y miró por la ventana.

—Qué angustia, ¿no?

—¿A qué te refieres?

—Llegar a tu casa…

—… y que el mal te esté esperando entre tus cuatro paredes. ¿Te refieres a eso?

Hilmar no respondió, pero pasó un largo rato en silencio.

Finalmente a Landsberg se le enturbió la mirada.

—¿Hilmar? ¿Te ocurre algo?

El jefe de Trojan se pasó la mano por la frente.

—No, no, estoy bien.

—¿En serio?

A Hilmar se le congestionó el semblante.

—Es mi mujer… —empezó a decir, pero no terminó la frase.

Nils estaba un poco sorprendido: era la primera vez que su jefe hacía referencia a su vida personal.

—¿No se encuentra bien? ¿Qué le pasa?

Landsberg dio una larga calada, abrió la tapadera del cenicero plateado que le habían regalado sus compañeros para su último cumpleaños y aplastó el cigarrillo.

—¿Qué más te dice tu instinto?

Trojan comprendió que la conversación privada se había terminado.

Se frotó los ojos. Por la noche había pasado no más de tres horas tendido en la cama plegable de su despacho, aunque no había logrado pegar ojo. Las imágenes del lugar del crimen se lo habían impedido.

Le dirigió una mirada grave a su jefe.

—El instinto me dice que el asesino volverá a actuar. Y que volverá a hacerlo con la misma brutalidad.

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