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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Intriga

Monstruos invisibles (19 page)

BOOK: Monstruos invisibles
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—Este es mi legado —dice Manus. Arrojado a la oscuridad, el candelabro gira y gira, en un silencio como en el que imaginamos que vuelan los satélites.

—Ya sabéis —dice Manus, cogiendo un brillante puñado de servilleteros— que los padres son una especie de Dios. Claro que los quieres y te gusta saber que están ahí, pero solo los ves cuando quieren algo.

La fuente de plata ennegrecida remonta el vuelo, arriba, arriba, hacia las estrellas, y aterriza en algún lugar, en medio de las luces de la tele.

Y una vez que las esquirlas y la médula se han soldado para proporcionarte una mandíbula nueva bajo el injerto de piel, entonces el cirujano intenta convertirlo todo en algo que permita hablar, comer y maquillarte.

Esto después de muchos años de dolor.

Años de vivir con la esperanza de que lo que puedes llegar a tener será mejor que lo que tienes. Años de tener peor aspecto y de sentirte peor con la esperanza de acabar mejor.

Manus saca del maletero la vela blanca.

—El otro regalo de Navidad que me hizo mi madre —dice Manus— fue una caja llena de todos los chismes que había guardado de cuando yo era pequeño. Mirad —dice, sosteniendo la vela—, la vela con la que me bautizaron.

Manus lanza la vela a la oscuridad.

Luego les toca el turno a los zapatitos de bronce.

Envueltos en un faldón bautismal.

Luego un puñado de dientes de leche.

—A la mierda el ratoncito Pérez —dice Manus.

Un rizo de pelo rubio guardado en una cajita colgada de una cadena; la cadena cuelga y sale disparada de la mano de Manus, hasta que se pierde en la oscuridad.

—Dijo que me lo daba porque ya no tenía donde guardarlo. No porque no lo quisiera.

La mano de yeso de segundo curso da vueltas y vueltas en la oscuridad.

—Bueno, mamá, si todo esto no era lo bastante bueno para ti —dice Manus—, yo tampoco quiero cargar con toda esta mierda.

Pasemos a todas las veces que Brandy Alexander me habla de la cirugía plástica y pienso en los pedículos. En la reabsorción. En los fibroblastos. En la médula ósea. Años de dolor y de esperanza; y cómo no me voy a reír.

La risa es el único sonido reconocible que soy capaz de emitir.

Brandy, la bienintencionada reina suprema, con unas tetas de silicona tan grandes que casi no puede mantener la espalda erguida, dice: «Tú fíjate en lo que se ve por ahí».

Y entonces dejo de reírme.

De verdad, Shane, no necesito tanta atención.

Seguiré usando mis velos.

Ya que no puedo ser hermosa, quiero ser invisible.

Pasemos al cucharón de servir el ponche, volando hacia ninguna parte.

Pasemos a todas las cucharas lanzadas.

Pasemos a todas las notas del colegio y a las fotos tiradas.

Manus arruga un trozo de papel grueso.

Su partida de nacimiento. Y la hace desaparecer. Luego se queda balancéandose punta-talón, punta-talón, abrazándose el tronco.

Brandy me mira para decir algo. Escribo con un dedo, en el polvo:

manus, ¿dónde vives ahora?

Siento ligeras ráfagas frías en el pelo y en los hombros rosa melocotón. Está lloviendo.

Brandy dice:

—Mira, no quiero saber quién eres, pero si pudieras ser alguien, ¿quién serías?

—No quiero ser viejo; de eso estoy seguro —dice Manus, sacudiendo la cabeza—. Para nada. —Con los brazos cruzados, se balancea punta-talón, punta-talón. Manus hunde la barbilla en el pecho y se mece, mirando las botellas rotas.

Llueve con más fuerza. El perfume de Brandy, L’Air du Temps, impide oler mis plumas de avestruz chamuscadas.

—Entonces serás el señor Denver Omelet —dice Brandy—. Denver Omelet conoce a Daisy Saint Patience. —La manaza de Brandy, cargada de anillos, se abre como una flor y se posa sobre su gloria de silicona de 116 centímetros—. Estas —dice—, esto es Brandy Alexander.

21

Pasemos a un momento cualquiera, a ninguno en especial, cuando Brandy y yo estamos en la consulta de la logopeda y Brandy me toca la cara por debajo del velo, las conchas y el marfil de mis molares, acaricia el cuero repujado de mi tejido cicatricial, seco y pulido por la fricción continua de mi respiración. Me palpo la saliva seca y viscosa a ambos lados del cuello, y Brandy dice que no me observe desde demasiado cerca.

—Cariño —dice—, en momentos así, ayuda pensar que uno es como un sofá o un periódico, algo fabricado por un montón de gente extraña, pero no para que dure eternamente.

El extremo abierto de mi garganta resulta almidonado y plástico, como el punto de canalé, rígido como una tela con apresto. El tacto es idéntico al del borde superior de un vestido o un maillot sin tirantes, sujeto por dentro con alambres o plásticos cosidos. Duro pero cálido, como el color rosa. Huesudo pero cubierto de piel suave.

Este tipo de mandibulectomía traumática aguda sin reconstrucción puede producir apnea del sueño si no se introduce una cánula en la traqueostomía. Así hablaban entre ellos durante las visitas de la mañana.

Y la gente piensa que me cuesta entender.

Lo que me dijeron los médicos fue que, si no lograban construir algo parecido a una mandíbula, al menos una especie de alero, podía morir mientras dormía en cualquier momento. Podía dejar de respirar y no volver a despertarme. Una muerte rápida e indolora.

Escribo en mi cuaderno:

no se burlen de mí.

Estamos en la consulta de la logopeda, y Brandy dice:

—Ayuda pensar que ya no eres responsable de tu aspecto, como tampoco lo es un coche. No eres más que un producto. Un producto de un producto de un producto. Los diseñadores de coches son productos. Tus padres son productos. Tus padres eran productos. Tus maestros, productos. El sacerdote de tu iglesia, otro producto.

A veces el mejor modo de manejarse con toda esta mierda, dice, es no aferrarse a que uno es algo muy valioso.

—Lo que digo es que no puedes huir del mundo y no eres responsable de tu aspecto, de si eres bellísima o más fea que un cardo. No eres responsable de lo que sientes ni de lo que dices ni de cómo actúas ni de lo que haces. Nada de eso está en tus manos —dice Brandy.

Igual que un CD no es responsable de lo que lleva grabado; así es como somos. Eres casi tan libre de actuar como un ordenador programado. Eres casi tan único como un billete de dólar.

—No hay en ti un tú real —dice—. Hasta tu cuerpo físico, todas tus células, serán distintas dentro de ocho años.

Piel, huesos, sangre y trasplante de órganos de persona a persona. Incluso lo que llevas dentro, las colonias de microbios y de virus que se comen tu comida, sin ellos morirías. Nada tuyo es completamente tuyo. Todo lo que tienes es heredado.

—Relájate —dice Brandy—. Lo mismo que estás pensando lo piensan un millón de personas. Lo mismo que haces tú lo hacen ellos, y nadie es responsable. Todo tu ser es un esfuerzo cooperativo.

Por debajo del velo, toco con el dedo la punta húmeda de la lengua de un producto destrozado. Los médicos sugirieron usar un trozo de intestino delgado para agrandarme la garganta. Sugirieron esculpir las tibias y los peronés de este producto humano que soy, modelar los huesos e injertarlos para construirme, para construir el producto, una mandíbula nueva.

Escribo en mi cuaderno:

¿el hueso de la pierna conectado con el cráneo?

Los médicos no lo captan.

Escuchemos ahora la palabra del Señor.

—Eres un producto de nuestro lenguaje —dice Brandy— y de cómo son nuestras leyes y de cómo pensamos que nuestro Dios nos quiere. Cada molécula de tu cuerpo ha sido pensada por un millón de personas antes que tú. Todo lo que eres capaz de hacer es aburrido y anticuado y perfectamente válido. Estás a salvo porque estás atrapada en tu propia cultura. Todo lo que puedas concebir está bien porque puedes concebirlo. No puedes imaginar el modo de escapar. No hay salida alguna.

—El mundo —dice Brandy— es tu cuna y tu trampa.

Esto es después de mi recaída. Le escribo a mi agente y le pregunto por las posibilidades de conseguir trabajo como modelo de manos o de pies. Para anunciar relojes y zapatos. Mi agente me ha enviado flores al hospital hace algún tiempo. A lo mejor podría trabajar como modelo de piernas. No sabía hasta qué punto Evie les había ido con el cuento.

Para ser modelo de manos, me contesta, tienes que llevar un guante de la talla siete y un anillo de la talla cinco. Para ser modelo de pies hay que tener las uñas de los pies perfectas y calzar una treinta y ocho. Una modelo de piernas no puede practicar ningún deporte. No se le pueden ver las venas. A menos que tus dedos, los de las manos y los de los pies, queden bonitos impresos en una revista tres veces más grandes de su tamaño normal, o ampliados doscientas veces en un cartel, no cuentes con trabajar con esa parte del cuerpo. Uso una talla ocho en guantes y calzo una treinta y nueve.

Brandy dice:

—Y si no hay manera de salir de nuestra cultura, entonces también estás atrapada. El mero hecho de querer salir de la trampa refuerza la trampa.

Los libros de cirugía plástica, los panfletos y los folletos prometían ayudarme a llevar una vida normal, una vida feliz; pero esto se parecía cada vez menos a lo que yo quería. Lo que quería se parecía cada vez más a lo que me han enseñado a querer. A lo que quiere todo el mundo.

Dame atención.

Flash.

Dame belleza.

Flash.

Dame paz y felicidad, una relación amorosa y un hogar perfecto.

Flash.

Brandy dice:

—Lo mejor es no oponer resistencia, sino dejarse ir. No te pases la vida intentando arreglar las cosas. Cuando huyes de algo solo consigues que permanezca más tiempo contigo. Cuando luchas contra algo, ese algo se vuelve más fuerte.

Dice:

—No hagas lo que quieres. Haz lo que no quieres. Haz lo que te han enseñado a no querer.

Es lo contrario de perseguir la felicidad.

Brandy me dice:

—Haz las cosas que te dan más miedo.

22

En Seattle, estuve observando la siesta de Brandy en nuestra gruta submarina durante más de ciento sesenta años. Yo estoy aquí sentada, con un montón de folletos de cirugía que muestran operaciones de modificación sexual. Intervenciones de transición. Cambios de sexo.

Las fotos en color muestran casi todas la misma toma de vaginas de diferente calidad. Tomas con el foco puesto en el oscuro introito vaginal. Dedos con las uñas rojas apoyados sobre los muslos separan los labios. El meato de la uretra, blando y rosado. El vello púbico afeitado en algunos casos. La profundidad de la vagina se clasifica en 15 centímetros, 18 centímetros y 5 centímetros. En algunos casos, el cuerpo esponjoso sin diseccionar forma un montículo alrededor de la abertura de la uretra. La capucha del clítoris, el frenillo del clítoris, los minúsculos pliegues de piel bajo la capucha que unen el clítoris con los labios.

Vaginas baratas, de mala calidad, construidas con tejido del escroto cubierto de vello incipiente, de vello aún activo, asfixiadas por el vello.

Una imagen perfecta, vaginas artísticas alargadas con secciones del colon, que se limpian y se lubrican con su propia mucosa. Clítoris sensibles hechos con trocitos de glande. El Cadillac de la vaginoplastia. Algunos de estos Cadillac tienen tanto éxito que el flujo de mucosa intestinal obliga a usar maxicompresas a diario.

Otras son vaginas antiguas, que es preciso tensar y dilatar a diario con un molde de plástico. Todos estos folletos son recuerdos del futuro cercano de Brandy.

Después de ver al señor Parker sentado encima de Ellis, ayudé al drogado e inerte cuerpo de Brandy a subir de nuevo las escaleras y a quitarse la ropa. Escupió los Darvon que intenté meterle en la garganta, le apoyé la espalda en el suelo del cuarto de baño y, al colgarme su chaqueta del brazo, encontré algo en el bolsillo. Era el libro de Miss Rona. Dentro del libro había un recuerdo de mi propio futuro.

Recostada sobre la gran concha de caracol de cerámica, leí:

«Quiero tanto a Seth Thomas que necesito destruirlo. Lo compensaré venerando a la reina suprema. Seth nunca me amará. Nadie volverá a amarme nunca».

Qué vergüenza.

Dame imperiosas gilipolleces emocionales con llanto.

Flash.

Dame estupideces egocéntricas.

Joder.

A la mierda. Estoy harta de ser yo. Yo, hermosa. Yo, fea. Rubia. Castaña. Con un millón de arreglos de moda que lo único que hacen es atraparme en mí misma.

Lo que yo era antes del accidente ahora ya es historia. Todo lo ocurrido antes de ahora, antes de ahora, antes de ahora, es solo la historia que llevo a cuestas. Supongo que esto puede aplicarse a cualquier ser humano. Lo que necesito es una nueva historia sobre quién soy.

Lo que necesito es joderme hasta el punto de que ya no pueda salvarme.

23

Así es la vida en el Proyecto de Reencarnación de Brandy Alexander.

En Santa Bárbara, Manus, que entonces era Denver, nos enseñó a conseguir drogas. Íbamos los tres apiñados en el Fiat Spider desde Portland hasta Santa Bárbara, y Brandy quería morirse. Sin dejar de apretarse la nuca con las manos, no paraba de decir:

—Para el coche. Necesito vomitar. Tengo náuseas. Tenemos que parar.

Tardamos dos días en ir de Oregón a California, y eso que está a un paso. Manus no paraba de mirar a Brandy, de escucharla, y era tan evidente que se había enamorado de ella que yo solo quería para ellos una muerte cada vez más cruel.

Acabábamos de llegar a Santa Bárbara cuando Brandy dice que quiere salir y dar un paseo. El problema es que este es uno de los mejores barrios de California. En lo alto de las colinas sobre Santa Bárbara. Cuando paseas por allí, bien la policía, bien los vigilantes privados con los que te cruzas, quieren saber quién eres y te piden algún documento de identidad, por favor.

Pero Brandy vuelve a tener náuseas, y la princesa histérica saca una pierna por la puerta y está a punto de saltar del coche antes de que Denver Omelet se detenga. Lo que quiere Brandy son las pastillas de oxicodona que se ha olvidado en la suite 15-G del hotel Congress.

—No puedes ser guapa —dice Brandy, aproximadamente mil veces— hasta que te sientas guapa.

Allí arriba, en las colinas, aparcamos junto a un cartel que dice
CASA ABIERTA
. La casa en cuestión es una gran hacienda, con un aire tan español que te entran ganas de bailar flamenco encima de una mesa, de colgarte de una araña de hierro forjado, de llevar un sombrero y una bandolera.

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