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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Intriga

Monstruos invisibles (4 page)

BOOK: Monstruos invisibles
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Mi mejor amiga, Evie Cottrell, es modelo. Evie dice que los que son guapos no deben salir juntos. Que juntos no llaman la atención lo suficiente. Dice que cuando están juntos se produce un cambio total en los patrones de belleza. Dice que eso se nota. Que cuando los dos son guapos, ninguno lo es. Juntos, como pareja, son menos que la suma de sus respectivas partes.

Nadie vuelve a fijarse en ti.

Sin embargo, una vez grabé un publirreportaje, de esos larguísimos que parece que están a punto de terminar en cualquier momento, pues a fin de cuentas no son más que un anuncio, pero en realidad duran treinta minutos. A Evie y a mí nos contrataban como mobiliario sexual andante; lucíamos ceñidos trajes de noche en plena tarde para incitar a la audiencia televisiva a comprar tal o cual aperitivo. Manus viene a sentarse entre el público del estudio y después de la grabación me dice:

—¡Vamos a navegar!

Y yo digo:

—¡Estupendo!

De modo que nos vamos a navegar, pero yo me olvido las gafas de sol y Manus me compra unas en el muelle. Mis gafas nuevas son exactamente iguales a las Vuarnet de Manus, solo que las mías son de fabricación coreana, no suiza, y cuestan dos dólares.

A tres millas de la costa, paseo por la cubierta. Tropiezo. Manus me lanza una cuerda, pero no consigo alcanzarla. Manus me lanza una cerveza, pero no la alcanzo. Me duele la cabeza; siento un dolor como el que Dios te mandaría para castigarte en el Antiguo Testamento. Lo que no entiendo es que uno de los cristales de las gafas sea más oscuro que el otro, casi opaco. Estoy ciega de un ojo por culpa de las gafas, y no veo nada bien.

Pero entonces no lo sabía: que tenía la percepción jodida. Es el sol, me digo; y sigo con las gafas puestas, y tropezando y ciega y dolorida.

Pasemos a la segunda vez en que Manus me visita en el hospital, habla de las copias en 18
×
24 en las que salgo cubierta con la sábana del Hospital Memorial de La Paloma, y dice que tengo que ir pensando en volver a mi vida normal. Que tengo que hacer planes. Ya sabes, dice, ir a clase. Terminar mis estudios.

Se sienta junto a la cama interponiendo las fotografías entre nosotros, de tal modo que ni veo las fotos ni lo veo a él. Escribo en mi cuaderno y le pido a Manus que me las enseñe.

—Cuando era pequeño, criábamos cachorros de dóberman —me dice desde detrás de las fotos—. Cuando el cachorro cumple seis meses, hay que cortarle las orejas y el rabo. Se hace así con estos perros. Vas a un motel donde un hombre que viaja de estado en estado va cortándoles las orejas a miles de cachorros de dóberman o de bóxer o de bullterrier.

Escribo en mi cuaderno:

¿y eso qué quiere decir?

Y le hago un gesto.

—Quiere decir que a quien te corta las orejas lo odias para el resto de tu vida. Pagas a un extraño porque no quieres que sea tu veterinario quien haga el trabajo.

Sin dejar de mirar las fotografías, Manus dice:

—Por eso no te las puedo enseñar.

En algún lugar fuera del hospital, en una habitación de motel llena de toallas ensangrentadas, con su maletín lleno de cuchillos y de agujas, o circulando por la autopista para ir al encuentro de su próxima víctima, o arrodillado sobre un perro, drogado y degollado en una bañera sucia, está el hombre al que un millón de perros odian.

Sentado junto a mi cama, Manus dice:

—Solo necesitas archivar tus sueños de ser chica de portada.

El fotógrafo de moda grita en mi cabeza:

Dame piedad.

Flash.

Dame otra oportunidad.

Flash.

Eso es lo que hacía antes del accidente. Podéis llamarme mentirosa redomada, pero antes del accidente yo le decía a todo el mundo que era estudiante universitaria. Si dices que eres modelo, te rechazan. El hecho de que seas modelo los relaciona con una forma de vida inferior. Empiezan a hablar como bebés. O se quedan mudos. Pero si dices que estudias en la universidad, todo el mundo se queda impresionado. Puedes estudiar cualquier cosa y no tener ni idea de nada. Puedes decir toxicología o bioquinesia marina, y la persona con la que estás hablando cambiará de tema y se pondrá a hablar de sí misma. Si eso no funciona, entonces mencionas las sinapsis de las neuronas o los embriones de paloma.

Resulta que yo de verdad estudiaba en la universidad. Tengo unos mil seiscientos créditos para diplomarme como fisioterapeuta. Mis padres dicen que a estas alturas ya podría ser médico.

Lo siento, mamá.

Lo siento, Dios.

En otra época, Evie y yo íbamos a bailar a bares y a clubes, y los hombres nos esperaban en la puerta de los lavabos. Nos decían que estaban seleccionando gente para un anuncio de televisión. Nos daban una tarjeta y nos preguntaban en qué agencia trabajábamos.

En otra época, mi madre venía a verme. Mi madre fuma, y la primera tarde vino a casa, después de un rodaje, sacó una caja de cerillas y dijo:

—¿Qué significa esto?

Dijo:

—Por favor, dime que no eres una fulana, como tu pobre hermano muerto.

En la caja de cerillas estaba escrito el nombre de un tipo al que yo no conocía, y un número de teléfono.

—No es la única que he encontrado —dijo mamá—. ¿Qué significa esto?

Yo no fumo. Se lo digo. Las cajas de cerillas se acumulan porque soy demasiado educada para rechazarlas y demasiado austera para tirarlas. Por eso tengo un cajón lleno en la cocina, con los nombres de todos esos hombres a los que no recuerdo, y sus números de teléfono.

Pasemos a ningún día en particular en el hospital, justo a la puerta del despacho de la logopeda. La enfermera me llevaba del brazo, para que hiciera un poco de ejercicio, y cuando doblábamos una esquina, justo en el pasillo del despacho, zas, veo a Brandy Alexander, soberbiamente sentada con pose de princesa Alexander, con un iridiscente traje de Vivienne Westwood que cambiaba de color cada vez que Brandy se movía.

Vogue
localizando.

El fotógrafo de moda grita en mi cabeza:

Dame asombro, cariño.

Flash.

Dame admiración.

Flash.

La logopeda dice:

—Brandy, puedes subir el tono de voz elevando el cartílago de la laringe. Es el bulto que notas que asciende en la garganta cuando cantas en escalas altas. Si consigues mantener elevada la caja de resonancia de la garganta, la voz se sitúa entre el
sol
y el
do
. Eso son más o menos 160 hercios.

Brandy Alexander y su modo de mirar transforman el mundo en realidad virtual. Cambia de color con cada nuevo ángulo. Se vuelve verde con mi primer paso. Rojo con el siguiente. Se vuelve de plata y oro, y luego desaparece.

—Pobre criatura descarriada —dice la hermana Katherine, y escupe en el suelo de hormigón. Ve que estiro el cuello para mirar el pasillo, y me pregunta si tengo familia.

Escribo: sí, un hermano homosexual, pero murió de sida.

Y dice:

—En ese caso, es lo mejor que podía pasarle, ¿verdad?

Pasemos a una semana después de la última visita de Manus —la última significa que no hubo más—, a cuando Evie viene a verme al hospital. Evie mira las fotografías y habla con Dios y con Jesucristo.

—¿Sabes? —me dice Evie desde detrás de una pila de
Vogue
y
Glamour
que ha traído para mí y tiene sobre el regazo—. He hablado con la agencia y me han dicho que si rehacemos tu álbum de fotos considerarán la posibilidad de contratarte para trabajos de manos.

Evie quiere decir que sería una modelo de manos, que luciría anillos y pulseras de diamantes, y toda esa mierda.

Es lo último que me faltaba por oír.

No puedo hablar.

Solo puedo tomar líquidos.

Nadie me mira. Soy invisible.

Lo único que deseo es que alguien me pregunte qué ha pasado. Luego seguiré con mi vida.

Evie le dice a la pila de revistas:

—Quiero que te vengas a vivir conmigo cuando salgas de aquí. —Abre la cremallera de su bolso de tela junto al borde de la cama y rebusca con las dos manos. Luego dice—: Será divertido. Verás, lo que pasa es que odio vivir sola.

Y añade:

—Ya he trasladado tus cosas a la habitación vacía.

Sin dejar de rebuscar en el bolso, dice:

—Tengo un rodaje. ¿Por casualidad tienes algunos vales de la agencia para prestarme?

Escribo en mi cuaderno:

¿es mío ese jersey que llevas puesto?

Y le pongo el cuaderno delante de la cara.

—Sí, pero pensé que no te importaría.

Escribo:

pero es de la talla seis.

Escribo:

y tú usas la nueve.

—Escucha —dice Evie—. Tengo la cita a las dos. ¿Quieres que vuelva luego, cuando estés de mejor humor?

Hablando con su reloj, dice:

—Siento mucho que las cosas hayan salido así. No ha sido culpa de nadie.

Todos los días en el hospital son como sigue:

Desayuno. Almuerzo. Cena. La hermana Katherine aparece entre las comidas.

Hay una cadena de televisión que solo emite publirreportajes día y noche, y allí estamos, Evie y yo, las dos juntas. Nos pagan una pasta. Ponemos esas sonrisas de modelos famosas para la fábrica de aperitivos; sonrisas que te convierten la cara en un calefactor para grandes espacios. Llevamos vestidos cubiertos de lentejuelas que brillan bajo los focos como si millones de reporteros te estuviesen haciendo fotos. Todo es glamour. Yo estoy de pie, con ese traje de diez kilos, poniendo una sonrisa enorme y arrojando residuos animales por el tubo de plexiglás en la fábrica de aperitivos. La máquina produce canapés como loca, y Evie va paseando por el estudio repartiendo los canapés entre el público.

La gente se come cualquier cosa, con tal de salir en la televisión.

Luego, fuera de cámara, Manus dice:

—Vamos a navegar.

Y yo digo:

—Estupendo.

Fue una idiotez que en ningún momento me diera cuenta de lo que estaba pasando.

Pasemos a Brandy sentada en una silla plegable en la consulta de la logopeda, limándose las uñas con la lija de una caja de cerillas. Sus largas piernas podrían abarcar una motocicleta, y el mínimo legal de su persona, embutido en una tela de felpa con estampado de piel de leopardo, pide a gritos salir de allí.

La logopeda dice:

—Mantenga la glotis ligeramente abierta mientras habla. Así es como Marilyn Monroe le cantaba el «Cumpleaños feliz» al presidente Kennedy. El aire pasa a través de las cuerdas vocales, y el sonido resulta más femenino, más indefenso.

La enfermera me acompaña y yo paso por allí con mis zapatillas de cartón, mis vendas apretadas y cagada de miedo, mientras Brandy Alexander levanta la vista en el último segundo y me hace un guiño. Seguro que Dios guiña igual de bien. Como cuando alguien te hace una foto. Dame alegría. Dame diversión. Dame amor.

Flash.

Seguro que los ángeles del cielo lanzan besos como los de Brandy Alexander, que animan el resto de mi semana. De vuelta en mi habitación, escribo:

¿quién es ella?

—Nadie con quien le convenga tener trato alguno —dice la enfermera—. Ya tiene usted suficientes problemas.

pero, ¿quién es?

—No sé si lo creerá —dice la enfermera—, pero esa mujer es distinta todas las semanas.

Esto ocurre después de que la hermana Katherine empiece a hacer de casamentera. Para alejarme de Brandy Alexander, me ofrece al abogado sin nariz. Me ofrece a un dentista que escala montañas y que se ha quedado con la cara y los dedos reducidos a muñones brillantes, pequeños y duros, por la congelación. A un misionero con manchas oscuras bajo la piel causadas por un hongo tropical. A un mecánico que se acercó a una batería justo cuando esta explotaba, y el ácido le destruyó los labios y las mejillas, y ahora enseña a todas horas los dientes amarillentos como si gruñese.

Miro la alianza de la monja y escribo:

supongo que ya ha encontrado usted al tío más pelado de todos.

Era imposible que me enamorase mientras estaba en el hospital. No estaba preparada en absoluto. Me conformaba con menos. No quería tomar ningún tipo de decisiones. No quería recoger ningún pedazo. Solo rebajar mis expectativas. Seguir adelante con mi pobre vida. No quería alegrarme por el hecho de seguir con vida. Compensar. Solo quería que me arreglasen la cara si era posible, y no lo era.

Cuando llega el momento de ir introduciendo alimentos sólidos en mi dieta, como dicen ellos, me dan pollo triturado y zanahorias ralladas. Comida para bebés. Todo aplastado o machacado o triturado.

Somos lo que comemos.

La enfermera me trae los anuncios de contactos de un periódico. La hermana Katherine asoma la nariz y lee a través de sus gafas: «Chicos buscan chicas esbeltas y aventureras para pasarlo bien y tener un romance». Y sí, es verdad, nadie excluye a las chicas espantosamente mutiladas y con desorbitadas facturas médicas.

La hermana Katherine me dice:

—Esos hombres a los que puedes escribir a la cárcel no necesitan saber qué aspecto tienes.

Me cuesta demasiado explicarle mis sentimientos por escrito.

La hermana Katherine me lee los anuncios mientras me tomo el rosbif. Me ofrece pirómanos. Ladrones. Evasores de impuestos. Dice:

—No creo que te apetezca salir con un violador. Nadie está tan desesperado.

Cuando va por los hombres solitarios recluidos por robo a mano armada u homicidio en segundo grado, se detiene para preguntarme qué pasa. Me coge la mano y le habla al nombre grabado en mi pulsera de plástico, pues ahora soy modelo de manos, luzco anillos de fiesta, pulseras de identificación de plástico tan bonitas que ni siquiera una mujer casada con Dios puede apartar los ojos de ellas.

—¿Qué sientes? —dice.

Resulta hilarante.

—¿No quieres enamorarte? —pregunta.

El fotógrafo dice en mi cabeza: Dame paciencia.

Flash.

Dame control.

Flash.

El hecho es que tengo solo media cara.

Bajo las vendas, la cara sigue tiñendo el algodón con pequeñas gotas de sangre. Un médico, el que hace la ronda todas las mañanas para mirarme el vendaje, dice que la herida aún supura. Eso dice.

Yo sigo sin poder hablar.

No tengo una profesión.

Solo puedo tomar comida para bebés. Nadie volverá a mirarme como si hubiese ganado un premio importante.

nada, escribo en mi cuaderno.

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