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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Intriga

Monstruos invisibles (6 page)

BOOK: Monstruos invisibles
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El musculoso brazo de Brandy, repleto de joyas, me sienta en la silla, que todavía está caliente por su culo, y me enseña lo que hay en la polvera. En lugar de maquillaje, veo un montón de cápsulas blancas. Donde debería haber un espejo hay un primer plano de Brandy Alexander, que sonríe y está imponente.

—Es Vicodin, cariño —dice—. Según la escuela de medicina de Marilyn Monroe, una buena dosis de cualquier droga puede curar cualquier enfermedad.

»Coge lo que quieras —dice.

La diosa delgada y eterna que es Brandy, su fotografía me sonríe por encima de un océano de analgésicos. Así es como conocí a Brandy Alexander. Así es como hallé la fuerza para romper con mi vida anterior. Así es como encontré el valor necesario para no recoger los mismos y viejos pedazos.

—Y ahora —dicen esos labios azul Plumbago— vas a contarme tu historia como acabas de hacer. Escríbela toda. Cuéntala una y otra vez. Cuéntame tu triste historia durante toda la noche.

La reina Brandy me señala con un dedo largo y huesudo.

—Cuando comprendas —dice Brandy— que lo que estás contando no es más que una historia. Que ya no está pasando. Cuando comprendas que la historia que estás contando no es más que un puñado de palabras, cuando puedas arrugarla y tirar tu pasado a la papelera, entonces decidiremos quién vas a ser a partir de ahora.

4

Pasemos a la frontera canadiense.

Pasemos a nosotros tres en un Lincoln de alquiler, a la espera de poder dirigirnos hacia el sur, desde Vancouver, en la Columbia Británica, y entrar en Estados Unidos; con el
signore
Romeo en el asiento del conductor, con Brandy a su lado, conmigo, sola, detrás.

—La policía tiene micrófonos —dice Brandy.

El plan es que si logramos cruzar la frontera, iremos a Seattle, donde hay
nightclubs
y discotecas con chicos gogós y chicas gogós que hacen cola para comprarme el cargamento que llevo en el bolso. Tenemos que guardar silencio, por la policía; tienen micrófonos a ambos lados de la frontera, en Canadá y en Estados Unidos. De este modo pueden escuchar a la gente que espera para cruzar. Podríamos llevar puros habanos. Fruta fresca. Diamantes. Enfermedades. Drogas, dice Brandy. Brandy nos ordena callar a un kilómetro de la frontera, y aguardamos en silencio.

Brandy se desenrolla los metros y metros de pañuelo de seda que lleva en la cabeza. Se sacude el pelo sobre la espalda y se echa el pañuelo sobre los hombros para ocultar el escote entre sus torpedos. Brandy se pone unos sencillos pendientes de oro, en forma de aro. Se quita las perlas y se pone una cadenita con una cruz de oro. Esto ocurre justo antes de que nos acerquemos al guardia.

—¿Nacionalidad? —pregunta el guardia, sentado en su caseta de cristal, tras su ordenador, con su cuaderno y su traje azul, con sus gafas de espejo y su insignia dorada.

—Señor —comienza Brandy, con una voz tan dulce y chirriante como la sémola de maíz sin sal o mantequilla—. Señor, somos ciudadanos de los Estados Unidos de América. Lo que era el país más grande del mundo hasta que los homosexuales y los pederastas. . .

—¿Nombre? —interrumpe el guardia.

Brandy se inclina sobre Alfa para mirar al guardia y dice:

—Mi marido es un hombre inocente.

—Sus nombres, por favor —insiste el guardia, sin duda fijándose en la matrícula del coche, que es un coche de alquiler, arrendado en Billings, Montana, hace tres semanas, como si acabase de descubrir quiénes somos en realidad. Como si hubiese leído en todos los periódicos del oeste de Canadá la historia de tres colgados que roban drogas en mansiones que están en venta. Puede que todo esto aparezca en la pantalla de su ordenador o puede que no. Nunca se sabe.

—Estoy casada —dice Brandy casi a gritos, para llamar su atención—. Soy la esposa del reverendo Scooter Alexander —dice, medio tumbada sobre el regazo de Alfa.

—Y este —dice, dirigiendo hacia Alfa la línea invisible de su sonrisa— es mi yerno, Seth Thomas. —Sus manos enormes vuelan hacia mí, en el asiento trasero—. Esta es mi hija, Bubba-Joan.

Hay días en los que detesto que Brandy cambie nuestras vidas sin previo aviso. Hay días que te obliga a asumir una nueva identidad incluso dos veces. Un nombre nuevo. Un parentesco nuevo. Problemas. Ya ni me acuerdo de quién era cuando empezamos este viaje.

Seguro que el virus del sida, en continua mutación, produce la misma tensión.

—¿Señor? —le dice el guardia a Seth, antes Alfa Romeo, antes Chase Manhattan, antes Nash Rambler, antes Wells Fargo, antes Eberhard Faber. El guardia dice—: Señor, ¿algo que declarar?

Con la punta del zapato alcanzo el asiento delantero y le doy un puntapié en el culo a mi nuevo marido. Estamos rodeados de detalles. La extensión de lodo que ha dejado la marea baja está muy cerca, y las olas llegan una tras otra. Los arriates de flores que hay al otro lado trazan palabras que solo pueden leerse desde muy lejos. De cerca solo se ve un montón de begonias rojas y amarillas.

—¡No me diga que nunca ha visto nuestra Red de Sanación Cristiana! —se asombra Brandy, al tiempo que toquetea la cruz de oro que lleva en el cuello—. Con que hubiese visto usted un solo programa, sabría que Dios, en su sabiduría, ha hecho que mi yerno sea mudo. No puede hablar.

El guardia golpea rápidamente unas cuantas teclas. Podría estar escribiendo
DELITO
. O
DROGAS
. O
DISPARO
. O
CONTRABANDISTAS
. O
DETENCIÓN
.

—Ni una palabra —le susurra al oído Brandy a Seth—. Si hablas, cuando lleguemos a Seattle te convierto en Harvey Wallbanger.

El guardia dice:

—Para permitirles entrar en Estados Unidos tengo que ver sus pasaportes, por favor.

Brandy se pasa la lengua por los labios húmedos y brillantes, sus ojos se humedecen y brillan. El pañuelo de seda se desliza hasta revelar el escote mientras mira al guardia y dice:

—¿Nos disculpa un momento?

Brandy vuelve a sentarse en su propio asiento, y la ventanilla de Seth sube hasta arriba.

Brandy aspira hondo hinchando sus enormes torpedos, y luego exhala.

—Que no cunda el pánico —dice, y saca su lápiz de labios. Ante el retrovisor, frunce los labios como para dar un beso y se pasa la barra por la boca azul Plumbago, temblando tanto que tiene que sujetarse la mano que sostiene el pintalabios con la otra mano.

—Conseguiré que volvamos a entrar en Estados Unidos —dice—, pero necesito un condón y un caramelo de menta.

Sin apartar el lápiz de labios, dice:

—Bubba-Joan, sé buena y pásame un Estraderm, ¿quieres?

Seth le da el caramelo y un condón.

—Vamos a ver cuánto tarda en descubrir que las reservas de fluidos acumuladas por una mujer durante toda una semana le chorrean por el culo.

Luego cierra el lápiz de labios y dice:

—Sécame, por favor.

Le paso un pañuelo de papel y un parche de estrógenos.

5

Volvamos a un día en la puerta de los almacenes Brumbach’s, cuando un montón de gente, Evie y yo incluidas, se congrega para ver a un perro levantando la pata sobre el Nacimiento. El perro se sienta y se revuelca sobre el lomo, se lame el ano abultado y con sabor a perro, y Evie me da un codazo. La gente aplaude y lanza monedas.

Luego entramos en Brumbach’s y nos probamos los pintalabios en la mano. Y yo pregunto:

—¿Por qué se lamen los perros?

—Pues porque pueden. . . —dice Evie—. No son como las personas.

Esto ocurre después de una jornada de ocho horas en la escuela de modelos, mirándonos la piel en los espejos, y yo digo:

—Evie, no te burles ni siquiera de ti misma.

Conseguí mi título de modelo solo para no ponerme al nivel de Evie. Se pintaba los labios con colores que recordaban la base de un pene. Se ponía tanta sombra de ojos que parecía un animal de laboratorio. Y tanta laca en el pelo que ha producido un agujero en la capa de ozono sobre la Academia de Modelos de Taylor Robberts.

Todo esto era antes de mi accidente, cuando mi vida me parecía fantástica.

La planta novena de Brumbach’s, donde matábamos el tiempo después de clase, está dedicada por completo al mobiliario. Hay allí todo tipo de habitaciones en exposición: dormitorios, comedores, salas de estar, estudios, bibliotecas, cuartos de juego, despensas, despachos, todos abiertos hacia el interior de la tienda. La invisible cuarta pared. Todos perfectos, limpios y alfombrados, llenos de muebles elegantes, y cargados de calor por la iluminación del local y la gran cantidad de lámparas. Por los altavoces ocultos llega el zumbido del ruido estático. Los clientes se adentran en los pasillos de linóleo apenas iluminados que discurren entre las habitaciones en exposición y las islas de penumbra que ocupan el centro del local: canapés y sofás dispuestos sobre alfombras, con lámparas de pie y plantas artificiales. Tranquilas islas de luz y color en la oscuridad rebosante de extraños.

—Es como un decorado —decía Evie—. Con todo listo para que alguien empiece a rodar el siguiente episodio. Y el público del estudio observándote desde la oscuridad.

Los clientes paseaban por el local mientras Evie y yo nos despatarrábamos en una cama con dosel rosado y llamábamos por el teléfono móvil para consultar nuestro horóscopo. O nos acurrucábamos en un sofá de cuadros para comer palomitas y ver nuestras series de televisión en un aparato en color. Evie se levantaba la camiseta para enseñarme un nuevo pendiente que se había puesto en el ombligo. Se bajaba la sisa de la blusa y me mostraba las cicatrices de sus implantes.

—Me siento muy sola en casa —decía Evie—. Y me fastidia que solo puedo sentir de verdad cuando me están mirando.

—No vengo a Brumbach’s en busca de intimidad —decía.

En mi apartamento estaba Manus con sus revistas. Sus revistas porno de chicos con chicos, que según él tenía que comprar para su trabajo. Todas las mañanas, mientras desayunábamos, me enseñaba fotos de tíos chupándosela a sí mismos. Enroscados con los codos enganchados por debajo de las rodillas y estirando el cuello hasta estrangularse, todos perdidos en su particular y reducido circuito cerrado. No os quepa la menor duda de que todos los hombres del mundo han intentado hacer lo mismo alguna vez. Y entonces Manus me decía:

—Esto es lo que quieren los tíos.

Dame enamoramiento.

Flash.

Dame rechazo.

Cada tío como un lazo cerrado y flexible, o con una polla tan grande que no necesita a nadie más en el mundo. Y Manus señalaba las fotos con su tostada y decía:

—Estos tíos no necesitan trabajar ni relacionarse. —Manus masticaba mientras miraba las revistas. Pinchaba con el tenedor la clara de los huevos revueltos y decía—: Podrías pasarte así la vida entera.

Luego yo iba a la Academia de Modelos de Taylor Robberts, en el centro de la ciudad, para perfeccionarme. Los perros se lamían el culo. Evie se automutilaba. Tanto mirarse el ombligo. Evie no tenía a nadie en casa, pero tenía toneladas de dinero de su familia. La primera vez que cogimos un autobús para ir a Brumbach’s, Evie le ofreció al conductor su tarjeta de crédito y le pidió un asiento de ventanilla. Pensaba que su bolsa de mano era demasiado grande.

No sé quién de las dos lo pasaba peor en casa, si yo con Manus o ella sola.

Pero en Brumbach’s, Evie y yo echábamos una cabezadita en alguno de los muchos dormitorios perfectos. Nos poníamos algodón entre los dedos de los pies y nos pintábamos las uñas en sillas forradas de chintz. Luego estudiábamos el manual para modelos de Taylor Robberts sentadas a una enorme y reluciente mesa de comedor.

—Esto es como las reproducciones de hábitats naturales que construyen en los zoos —decía Evie—. Ya sabes, esos iglús de hormigón y esas selvas tropicales hechas con árboles de cartón soldados entre sí y con aspersores.

Todas las tardes, Evie y yo nos sentábamos en nuestro propio hábitat artificial. Los empleados entraban a hurtadillas en los lavabos de caballeros para meterse su dosis de sexo. Todos chupábamos atención en nuestra pobre vida, que era como una modesta sesión de tarde.

Lo único que recuerdo de Taylor Robberts es cómo tengo que colocar la pelvis cuando camino. Los hombros hacia atrás. Para anunciar productos de distintos tamaños, te enseñan a trazar una línea imaginaria entre tu persona y el objeto en cuestión. Si es un tostador, tienes que trazar una línea en el aire entre tu sonrisa y el tostador. Si es un horno, trazar la línea desde el pecho. Si es un coche nuevo, la línea invisible debe partir de la vagina. En resumidas cuentas, que ser modelo profesional significa recibir dinero a cambio de reaccionar exageradamente ante cosas como un pastelillo de arroz o unos zapatos.

Bebíamos Coca-Cola light tumbadas en una cama de Brumbach’s. O nos sentábamos ante un tocador y usábamos maquillaje corrector para modificar los rasgos faciales mientras las tenues siluetas de la gente nos observaban desde la oscuridad a pocos metros de distancia. A veces las luces del suelo se reflejaban en las gafas de algún cliente. Teniendo en cuenta que hasta el menor movimiento, gesto o palabra nuestra llamaba la atención, era fácil sacarle jugo al escándalo que montábamos.

—Me siento tan segura y tranquila aquí. . . —decía Evie, alisando la colcha de satén rosa y ahuecando las almohadas—. Aquí no puede pasarte nada malo. No es como en la escuela. O como en casa.

Gente completamente desconocida se paraba a mirarnos, con los abrigos puestos. Igual que en esos programas de entrevistas de la televisión, donde resulta muy fácil ser sincero cuando tienes un buen público. Cuando te escucha un montón de gente, puedes decir lo que quieras.

—Evie, cielo —decía yo—. Hay montones de modelos muchísimo peores que tú en nuestra clase. Lo único que tienes que hacer es que no se te note la marca del colorete.

Nos mirábamos en el espejo de un tocador, observadas por tres filas de don nadies.

—Toma, bonita —le decía, y le daba una esponjita—. Extiéndelo.

Y Evie se echaba a llorar. Todas las emociones alcanzan su clímax ante una buena audiencia. O te ríes o lloras; no hay término medio. Seguro que los tigres del zoo viven todo el tiempo como si estuvieran actuando.

—No es que quiera ser una modelo famosa —decía Evie—. Es que me pongo muy triste cuando pienso que me estoy haciendo mayor. —Evie se tragaba las lágrimas. Apretaba la esponjita y decía—: Mis padres querían que yo hubiese sido chico. No quiero volver a pasarlo así de mal nunca más.

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